lunes, 12 de noviembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: EL ASALARIADO


Vuelven los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS a solazaros en este triste lunes otoñal. Y como lo de ponerme de protagonista en el relato anterior me gustó, hoy vuelvo a utilizar a un escritor de novela negra como narrador aunque, como suele decirse, todo parecido con la realidad es pura coincidencia. ¿O quizás no? Eso sólo lo sabe


EL ASALARIADO


          Una de las servidumbres de ser un famoso escritor consiste en que de vez en cuando la editorial te saca de paseo para que el público lector, esa gente a la que, en acertadas palabras de las más raciales y folklóricas de nuestras artistas patrias, tanto debemos y tanto nos quiere, pueda comprobar que somos personas de carne y hueso, generalmente más bajitos y con mucho menos pelo de lo que aparentamos en las fotos promocionales. Así que en esas ocasiones cogemos nuestros bártulos y en avión, ferrocarril o utilitario de segunda mano, depende de las posibilidades económicas de la editorial y de la importancia del propio escritor --siempre minusvalorado según objetiva y meditada autocrítica--, nos encaminamos a eso que algunos llaman provincias, como si en el país hubiera provincias y otra cosa, dispuestos a dar aburridas conferencias con el único objetivo de salir, al día siguiente, en las páginas de información local del periódico de turno y que el editor amortice parte del dinero que, según palabras que suenan más a reproche que a otra cosa, ha invertido en nuestra escasamente vendida obra.
          Si todo eso ya es de por sí grave la cosa no tiene desperdicio cuando uno, imbuido de un auténtico espíritu masoquista, se dedica al género policíaco. Eso es el no va más. Nuestros amados lectores no entienden que seamos gente de lo más burguesa con una tripa cada vez más prominente, en delicado homenaje a los esfuerzos que hemos realizado durante toda nuestra existencia por vivir bien, con una hipoteca que sostener, un cónyuge a quien debemos pedir constantemente excusas porque se nos ha olvidado fregar los platos justo el día que nos tocaba y que él o ella tenía un compromiso importante y unos hijos que se pasan todo el día dándonos disgustos, sacando malas notas, llegando a casa después de las diez de la noche, jugando todo el puto día con consola y escaqueándose siempre que pueden de la misa dominical. Pues no señores, nada de eso, se supone que debemos ser tíos (o señoras, que lo incorrectamente literario no debe anular lo políticamente correcto) bragados, echaos p’alante, temerarios y cosas por el estilo. Vamos, que cual émulos de Arturito el intrépido todos tenemos la obligación de haber estado en cuatro guerras mundiales, dieciocho conflictos bélicos de segunda división y nueve o diez golpes de estado, amén de haber cogido alguna que otra sífilis o gonorrea por mor del contacto espiritual con el personal aborigen. Y claro, cuando se supone eso y luego te ven, con tu escaso metro setenta y dos, la calva reluciente que parece estar bajo los amorosos cuidados de Don Limpio, las gafas cuyos cristales asaz prominentes delatan que su propietario no ve más allá de sus narices cuando está totalmente desnudo (ni falta que le hace si la postura es la adecuada), la ominosa papada delatora, y esa tripa que, en palabras del gran Obélix, no significa, por supuesto que no, que estés gordo sino que eres bajo de tórax, la decepción es mayúscula y tú, que ya de por sí eres escéptico y un pelín descreído respecto a la mitomanía que te envuelve, te sientes de repente empequeñecido y, sobre todo, acojonado, muy acojonado, pero como el que paga manda y tú no eres más que un mandado, pues no te queda más remedio que salir del paso lo mejor que puedes, esperando que al finalizar tu charla sean pocas las octogenarias que quieran demostrarte con efusivos besos lo mucho que les ha gustado tu intervención.
          ¿Que por qué meto toda esta chapa a modo de preámbulo? Bueno, porque sí en primer lugar, porque si soy yo el que cuenta lo que pasó lo cuento a mi modo, ¿vale? ¿Que todavía no he contado nada? Coño, pues es verdad, pero de todas formas eso tiene fácil arreglo. Se trata de una de las charlas a las que tuve que asistir, ya se sabe, esas charlas a las que estamos obligados a ir porque..., bueno, bueno, bueno, vale, eso ya lo he explicado, de acuerdo, iré al grano. El caso es que esa charla era como todas, yo iba a un centro cultural, o recreativo, o lúdico, o gastronómico, o todo junto, el organizador me presentaba con elogiosas (y seguramente en su opinión inmerecidas) frases y poco después tomaba la palabra para cumplir del modo más correcto posible, lo que en términos futbolísticos (o boxísticos, no estoy muy ducho en deportes) se denomina una faena de aliño.
          Aquel día era como todos, el presentador estaba igual de aburrido que el resto de los presentadores con los que había coincidido en mi vida, la botella de agua mineral estaba caliente, como siempre, el micrófono no funcionaba correctamente (menos mal que, también como siempre, entre el público asistente había un manitas que se prestó voluntario a arreglarlo, de modo que al final del día acabé afónico porque durante toda la charla tuve que forzar la voz) y el escaso público asistente estaba de uñas al comprobar que quien les hablaba desde el estrado no era un sosias de Miguel de la Quadra-Salcedo sino un respetable ciudadano que en su anterior reencarnación había sido funcionario del catastro seguramente. Pero ese cúmulo de adversas circunstancias no me afectó lo más mínimo. Con la imperturbabilidad que proporciona el hábito solté mi rollo y me quedé más ancho que largo. Ese día, además, fustigué al público con uno de mis temas favoritos: la consideración del asesino profesional como un mero asalariado, alguien que comete un crimen por dinero, sin tener un interés subjetivo en la víctima, sin ensañamiento ni apasionamiento, comenté con una voz lo más engolada posible, de ese modo, añadí, aunque la policía o el detective protagonista descubra al criminal para satisfacción del lector que, por supuesto, ya había adivinado doscientas cincuenta páginas antes quién era el asesino, el auténtico culpable, el instigador del crimen, siempre quedará en las sombras, protegido muchas veces por quienes, precisamente, tienen por oficio combatir el crimen. Esto último lo dije al ver que entre el personal había mucho universitario barbudo. Si, como me ha ocurrido otras veces, entre los asistentes hubiera habido mayoría de ciudadanos honorables y circunspectos, no me habría cortado a la hora de ensalzar y lisonjear a nuestras bienamadas fuerzas de orden público. No se trata de chaqueterismo sino de algo tan sencillo como saber estar y, básicamente, tener profesionalidad.
          Cuando acabó la conferencia se me acercó un hombre que se identificó como Juan García González y cuyo aspecto era completamente anodino en consonancia con los datos que seguramente aparecían en su documento nacional de identidad. Es fácil saber a qué me refiero, ya saben ustedes, traje gris, camisa blanca, corbata a franjas azules y rojas, coronilla presbiterial, rasurado impecable y cara de no haber roto un plato en su puta vida. El caso es que el paradigma de los pequeñoburgueses nacionales me preguntó muy cortésmente si no sería mucha molestia para mí el que me invitara a tomar una copa, a lo que accedí. Entre mis múltiples defectos no se encuentra, precisamente, el de cometer la imperdonable grosería de no permitir que me inviten. No sería correcto y yo, por encima de todo, soy un hombre correcto, incluso políticamente correcto, si me apuran.
          La cafetería a la que me condujo el hombre era, como él, una cafetería gris y vulgar, con mesas compradas en algún saldo y unos camareros que habrían acabado engrosando las ya de por sí abultadas listas de parados nacionales si se les hubiera exigido el carné de manipuladores de alimentos. Aunque en esos momentos lo que más me apetecía beber era agua mineral sin gas pedí un whisky con hielo, más que nada para mantener mi imagen. ¿Dónde se ha visto un escritor de novela negra que beba agua de botellín? El prestigio es el prestigio, no iba permitir que me señalaran con el dedo como ese escritor que sólo bebe agua. Mi acompañante, en cambio, no se cortó un pelo, como es habitual entre la gente humilde y menesterosa, y se pidió, él sí, el botellín de agua.
          --Tengo que felicitarle por su conferencia --me dijo después de que un camarero que había conocido a Matusalén nos sirviera las bebidas--, es una de las más interesantes a las que he asistido en los últimos tiempos. Además, me ha abierto los ojos.
          Agradecí sinceramente el elogio. Era evidente, comprendí, que me encontraba ante una persona sensible e inteligente, capaz de apreciar como un auténtico hombre de mundo mi fluida oratoria y los vibrantes conceptos que de ella se desprendían. Aunque lo último que escuché me dejó un tanto intrigado. ¿A qué podía referirse cuando decía que mi charla le había abierto los ojos? Creí un deber de educación preguntárselo.
          --Bueno, si tengo que serle sincero usted puso delante de mí algo que es más que evidente, una verdad como un templo y de la que yo, sin embargo, nunca me había percatado. La consideración del asesino a sueldo como un simple asalariado, un trabajador por cuenta ajena, en definitiva.
          --Así es --dije por decir algo, ya que no me gusta mucho estar callado, sobre todo cuando se está hablando acerca de mis brillantes y meditadas teorías.
          --La hipótesis en sí es extraordinaria y original --continuó mi interlocutor con un entusiasmo perfectamente comprensible si se tiene en cuenta que estaba hablando de una de mis ideas-- y nos puede llevar a conclusiones francamente estimulantes. ¿Se ha parado a pensar en que, lo mismo que ocurre con cualquier otro tipo de asalariados, un mecánico por ejemplo, un asesino a sueldo, según para quien trabaje, puede estar en condiciones muy diferentes?
          "Imagínese por un momento --siguió en el uso de la palabra, sin permitir que metiera baza-- al mecánico del que le he hablado. Tal vez trabaje en una multinacional. Si bien corre el riesgo de quedarse sin trabajo, hoy en día nadie puede decir que va a trabajar eternamente en la misma empresa, posee cierta tranquilidad, tiene ciertas expectativas, unos sindicatos que le arropan, incluso unas instituciones que, aunque sólo sea por imagen, velarán por sus derechos. Tiene más o menos un estatuscuo, bueno, o como se diga. Pero imagínese que ese mecánico trabaja en una pequeña empresa. Ahí la cosa está más chunga. Si la relación con el patrono es buena y éste es un tipo medianamente decente, posiblemente no tenga problemas y, quién sabe, igual se encuentra mejor que trabajando para la multinacional, pero como el jefe sea un cabrón, y demagogias aparte no es nada raro encontrarse con gente de ese pelaje, ya puede darse por jodido. Mucho curro, pocas pelas y una úlcera de caballo, ése será su destino.
          Como mitin sindical quizás no estuvieran mal las palabras de mi amigable compañero, pero no entendía a dónde quería ir a parar, cuál era, en suma, el hilo narrativo de su discurso por decirlo en palabras sencillas, y así intenté hacérselo saber aunque en vano ya que el hombrecillo, una vez que se había adueñado de la conversación, no estaba dispuesto a dejar de hablar ni siquiera para respirar.
          --Pero la peor de las situaciones --prosiguió impertérrito, imperturbable e impertinente-- se da cuando trabajan dos personas mano a mano y uno es el jefe y otro el machaca, todo ello debido a que el primero tiene el capital, o los contactos o la marca. Hacen lo mismo, currelan igualmente, y esto último en el mejor de los casos ya que normalmente el socio capitalista se toca los pinreles mientras el sufrido y abnegado trabajador por cuenta ajena se deja la salud al cargar en exclusiva con el mochuelo para que finalmente la pasta gansa se la lleve el jefe mientras que él, como mucho, obtiene unas míseras monedas con las que apenas sobrevive.
          Le iba a decir que sí, que muy bien, que tenía razón y que estaba dispuesto a afiliarme al más radical de los partidos marxistas-leninistas e incluso a la CNT si lo estimaba conveniente, pero que me dejara en paz, que se me había hecho tarde y que, por otra parte, los días en los que participaba activamente en esas asambleas de la Facultad en las que proclamábamos que nos íbamos a comer el mundo antes de comprender que si éramos nosotros los que nos adaptábamos al mundo comeríamos mucho mejor, hacía ya demasiado tiempo, más del que me gusta admitir, que eran prehistoria. Sí, le iba a decir todo eso y luego me despediría cortés y gentilmente, como le corresponde a una persona educada que quiere quitarse de encima un pelmazo, pero no fue posible. No pude sustraerme al influjo de sus siguientes palabras.
          --El caso de los asesinos a sueldo es prácticamente similar. Si estás dentro de un grupo más o menos grande, lo que la prensa amarilla llama una familia o un clan mafioso, puedes estar mejor o peor, pero tienes algo seguro, unos ingresos ininterrumpidos, una vida más o menos asentada, a veces ciertos privilegios, ya se sabe, dinero en abundancia, mujeres de pechos grandes, lo habitual, nada que usted no sepa. No es que sea un chollo pero tampoco se vive mal. Si trabajas en petit comité, con algunos pocos compañeros, puede ser duro al principio, pero si te compenetras bien con ellos y demuestras tu valía antes o después sales adelante. El problema, el auténtico problema, se produce cuando trabajas para otro en exclusiva y mientras que él se lleva la gloria y el dinero tú te limitas a realizar todo el trabajo sin más beneficio que el que tu patrón quiera concederte. Ése es mi caso --finalizó con un vehemente suspiro.
          Por fin lo veía claro. Tan modosito que parecía, tan tranquilo y tan poca cosa y al final resultaba que tenía delante de mí a un fulano que, posiblemente, acababa de fugarse de un manicomio. Empecé a preocuparme. No parecía peligroso, pero ya lo dice el refrán, las apariencias engañan, y aunque siempre he creído firmemente en eso de hombre refranero, hombre y puñetero por una vez en la vida pensaba que el refranero era un auténtico pozo de sabiduría. Tendría que habérmelo imaginado. ¿Qué se puede esperar de un tipo que en una cafetería va y se pide un botellín de agua mineral sin gas? Debía ingeniármelas para fugarme, y ayer mejor que hoy mismo, pero no era nada fácil llevar a la práctica esa decisión. El aventado seguía hablando y hablando y yo no veía la ocasión de levantarme de la mesa y despedirme de él. Además, lo reconozco, como buen superviviente que siempre he sido, practico la elegancia social de la cobardía, cosa de la que no me avergüenzo, a fin de cuentas el cementerio está lleno de valientes, así que no me atrevía a hacer nada que pudiera enemistarle conmigo.
          --Supongo que usted, que es uno de los mejores escritores españoles de serie negra --hay que admitir que el hombre podía estar loco pero eso no le impedía ser inteligente y sensible en grado máximo-- conocerá a Isaías Morcón.
          Cómo no iba a conocer a Isaías Morcón, respondí. Aunque en realidad no podía decir estrictamente que le conocía ya que nadie en España, salvo su editor posiblemente, estaba al corriente de su auténtica identidad. Era el secreto mejor guardado en todo el país. Nadie sabía cuál era el rostro escondido tras ese seudónimo, lo que todo el mundo sabía era que Isaías Morcón llevaba cinco años (a novela por año) siendo el escritor más vendido del país y el más traducido. Sus novelas, pletóricas de acción y de humor, llenas de intriga y con un lenguaje que siendo asequible para los analfabetos funcionales que pululan por el país no era denostado, sino más bien alabado, por los críticos más exigentes de los suplementos periodísticos, habían llegado al corazón de la gente que, de modo unánime, consideraba que eran novelas reales, auténticos trozos de vida, como dijo una vez un engolado locutor en una emisora radiofónica. Cuando leías una novela de Isaías Morcón parecía que estuvieras presenciando una historia real. ¡Cómo no iba a saber quién era Isaías Morcón si, al igual que el noventa y nueve coma nueve por ciento de mis colegas, le tenía una envidia atroz!
          --Pues bien --dijo mi interlocutor satisfecho--, yo trabajo para Isaías Morcón en exclusiva. Mi labor consiste en realizar por anticipado los asesinatos que luego él describe en sus novelas y, de ese modo, conseguir ese verismo tan alabado por crítica y público. Si no hubiera sido por mí y por los informes, vídeos y fotografías que le proporciono después de cada trabajo, Isaías Morcón no habría conseguido en la vida el éxito que ha conseguido. En realidad, aunque parezca feo que yo lo diga, todo el mérito de sus éxitos es mío, exclusivamente mío. Gracias a Dios usted, con sus palabras, me ha abierto los ojos por lo que le estoy sinceramente agradecido.
          Según iba hablando mi acompañante más me iba yo convenciendo de que estaba delante de un auténtico loco aunque, por otra parte, era cierto que si me fijaba bien en él era idéntico a la descripción que hacía en sus novelas Morcón de Flatulencias Velázquez, el asesino a sueldo que había protagonizado sus cinco novelas publicadas. Pero no, ese hecho no dejaba de ser casual y, en todo caso, habría contribuido, como mucho, a alimentar la imaginación de ese pobre desgraciado.
          --Se va haciendo tarde y no me gusta trasnochar demasiado --dijo el hombrecillo volviendo a su auténtica personalidad pequeñoburguesa--, pero como muestra de agradecimiento antes de despedirnos quiero obsequiarle con un par de secretos. El primero se refiere al auténtico nombre de Isaías Morcón. Se trata de Miguel Reyero. ¿Sorprendido? Me lo imaginaba. Sí, sí, se trata del Miguel Reyero que usted conoce, el político reformista al que todas las encuestas proclaman como seguro vencedor en las próximas elecciones generales, desbancando a los grandes partidos nacionales que hasta el momento han dominado el Parlamento. Comprendo que no me crea, pero no me molesta, puede usted estar seguro. Dentro de cuatro meses, ni uno más ni uno menos, acabará dándome la razón.
          "Y ése es el segundo secreto que quería contarle. Dentro de cuatro meses pondré fin a esta ignominiosa explotación. Gracias a usted he comprendido que estaba siendo esclavizado vilmente y he decidido tomar mis medidas. Ya sé que no me va a creer --añadió sonriendo de un modo que me pareció siniestro-- pero le juro que dentro de cuatro meses el señor Reyero sufrirá un atentado que acabará con su vida. Un atentado que seguramente será reivindicado por un grupo islámico, todavía no lo tengo muy claro, todo depende de que pueda conseguir a tiempo un armamento idéntico al que han utilizado últimamente en Francia estos grupos, pero creo que sí, que no tendré dificultades. Y una vez muerto apareceré yo como el hombre que se oculta tras el seudónimo de Isaías Morcón. Toda la gloria y, por supuesto, todo el dinero será para mí y lo será con toda justicia porque al fin y al cabo, y seguramente usted estará de acuerdo conmigo, yo he sido el artífice de las anteriores obras de Isaías Morcón, el que de verdad se las ha currado.
          Le dije que sí, que tenía mucha razón, parece mentira, añadí, lo explotadores que pueden ser algunos patronos sin escrúpulos aunque tratándose de un político, ya se sabe, al mejor había que colgarlo y todas esas cosas. Ya lanzado dejé caer eso de que se me hacía tarde, pese a la fama que tenemos los escritores no soy muy trasnochador, espero que usted comprenda, ah, y muchas gracias por la información, esté usted tranquilo porque sabré guardar el secreto, seré como una tumba, le doy mi palabra.
          Cuando por fin regresé a mi hotel y pude respirar en paz sentí como si me hubiera librado de un gran peso. La verdad es que, como en el fondo soy una buena persona pese a ser escritor, me dio un poco de pena el fulano, ese pobre hombre que quizás para paliar su mediocridad y su triste y monótona existencia se había inventado una historia tan fantástica. Ahora empezaba a comprender mucho mejor esa patética figura, que yo también había usado alguna vez en mis relatos, del orate que se autoinculpa de un crimen que, evidentemente, no ha cometido.
          El tiempo todo lo borra y, por otra parte, aunque sintiera lástima por él, mi interlocutor de aquel día no era precisamente el tipo de persona que permanece en mi memoria así que pocos días después me había olvidado por completo de la conversación e incluso de su persona. Sólo volví a pensar en él cuatro meses más tarde cuando desde la radio de mi coche escuché la noticia. Miguel Reyero, el presidente del Centro Reformista Independiente, el candidato mejor situado no ya para ganar, sino para arrollar en las próximas elecciones generales, había sido asesinado la noche anterior, cuando salía de un acto electoral. El atentado aún no había sido reivindicado por ningún grupo, pero expertos en la lucha antiterrorista habían manifestado que el armamento utilizado era similar al de algunos comandos fundamentalistas islámicos que en los últimos tiempos habían actuado en Francia y Bélgica.
          Era una casualidad, tenía que ser una casualidad me decía a mí mismo mientras aferraba con tanta fuerza el volante que cuando me di cuenta temí haberlo roto. Esas cosas no pasan en la vida real, estaban muy bien en mis novelas y en las de algunos de mis colegas, pero esto era la vida real, cojones, no podía pasar y, mucho menos, no podía pasarme a mí. Poco a poco me fui tranquilizando. Según fui cambiando el dial en todas las emisoras decían lo mismo y casi todas añadieron el dato de que eran notorias las simpatías que el político reformista sentía por el Estado de Israel así que, dentro del sinsentido y la barbarie que supone el terrorismo, como manifestaron sin excepción la totalidad de los locutores, no era nada descabellado que musulmanes fanáticos hubieran atentado contra su vida.
          Según pasaron los días fui asimilando la noticia y, como sucede siempre después de estos casos, el asunto se fue olvidando. Miguel Reyero había sido una más de las víctimas del terrorismo. Quizás más importante, o más significativa, pero la vida seguía su curso y su sombra se fue desvaneciendo, como si fuese un fantasma. Del mismo modo a mí dejó de obsesionarme la idea de que su asesinato tuviera nada que ver con aquel patético hombrecillo que me invitó un día, en una lejana capital de provincias, a un whisky.
          El siguiente acto de aquella obra se representó, en lo que a mí concierne, por teléfono. Un amigo periodista me llamó para darme la noticia. El editor de Isaías Morcón había anunciado una rueda de prensa para el día siguiente en la que se desvelaría el enigma que se escondía tras aquel nombre. El editor, un hombre de mediana edad que en su juventud había militado en uno de esos partidos radicales que pensaban que el PCE era de derechas, había aprovechado la ocasión para expresar su indignación ante los rumores que corrían acerca de que el difunto Miguel Reyero, aquel gran político a quien todos los españoles decentes y progresistas que no querían volver al pasado, pero tampoco embarcarse en aventuras inciertas habían apoyado con entusiasmo, era el auténtico Isaías Morcón. Ese rumor no era más que un infundio, una infamia levantada por quienes se habían sentido vejados ante el empuje de aquel gran hombre al que un cobarde atentado terrorista había impedido realizar su destino.
          Creo que mantuve el tipo --afortunadamente aún no me relaciono con mis colegas por videoconferencia y mi amigo el periodista no pudo observar cómo palidecía repentinamente-- mientras le escuchaba y conseguí que no se extrañara cuando le rogué que me consiguiera un pase para asistir a la conferencia de prensa. De hecho me dijo que él también iba a asistir y quedamos para tomar una copa juntos aprovechando la ocasión.
          Mentiría si dijera que me extrañó algo de lo que vi o escuché. La persona que fue presentada como el auténtico Isaías Morcón era un hombre desconocido en los ambientes literarios que respondía al común nombre de Juan García González. Para ser más exactos, aunque admito que este último dato no va a sorprender a nadie, era el mismo hombre que me había pronosticado, cuatro meses atrás, el asesinato de Miguel Reyero por un grupo islámico así como que él en persona asumiría la identidad de Isaías Morcón. Las cosas estaban meridianamente claras. Admito que las casualidades existen, pero no hasta ese extremo. Sólo había una posibilidad: que el patético hombrecito me hubiera dicho la verdad. Como dijo un famoso colega británico, cuando lo imposible desaparece lo que queda, por extraordinario que sea, es la verdad. Bueno, algo así dijo, ya sé que no son las mismas palabras pero no se trata de ir hasta el Espasa (ya soy mayor para manejarme con la Wikipedia) para contarles una pequeña e insignificante historia.
          Juan García González se dignó, así mismo, a explicar el argumento de su próxima novela. Aunque se solidarizaba con las hermosas palabras que el día anterior había utilizado su editor al hablar de Miguel Reyero, ese gran político vilmente asesinado, y le parecía increíble que algunas mentes calenturientas le hubieran adjudicado la paternidad de las novelas de Isaías Morcón, por una de esas casualidades trágicas que tiene la vida el argumento de la obra que se iba a publicar en breve trataba, precisamente, de un político que escribía novelas policíacas y que utilizaba un asesino a sueldo para dar mayor verosimilitud a sus argumentos. A todos los asistentes les pareció una idea totalmente original. A todos excepto a mí. Yo, para mi desgracia, les llevaba una ventaja de cuatro meses.
          Cuando quince días después la última novela de Isaías Morcón se publicó no pude sustraerme a la idea de adquirir un ejemplar y acudir con él a una librería en la que el autor se encontraba firmando ejemplares para que hiciera lo propio con el mío. Admito que era una fijación morbosa, pero no me encontraba con fuerzas para resistirme a ella. El señor García González (¿o debiera decir Isaías Morcón?) me atendió con amabilidad exquisita y me dedicó unas palabras que no dudo en catalogar de exclusivas. A mi querido colega, que tanto me ayudó a escribir esta novela, con la advertencia de que si cuenta algo de lo que sabe será hombre muerto.
          Todos los que han leído la dedicatoria piensan que es una broma entre escritores de novela negra, algo macabra y excéntrica, pero graciosa y, en cierto modo, apropiada. Sólo yo sé que no es ninguna broma, sólo yo sé que lo que en esa dedicatoria se puede leer es la auténtica verdad.