lunes, 29 de octubre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: ASESINATO EN LA COMUNIDAD DE VECINOS


Pues como hoy es lunes, vuelven los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS. En esta ocasión transcurre en uno de esos ambientes que todos conocemos, gustosamente o a la fuerza, una comunidad de vecinos. Y es que no todas son tan divertidas como las que nos presentan las series de televisión “Aquí no hay quien viva2 o “La que se avecina”. Y es que también puede realizarse un


ASESINATO EN LA COMUNIDAD DE VECINOS


          --¡La han asesinado, la han asesinado!
          Debí repetir esa frase unas ochenta veces, no las dos que por economía verbal únicamente he trascrito, quizás ése fuera el motivo de que los vecinos me miraran con una expresión mezcla de pena e indignación. En algunos de ellos primaba la pena y en el resto, la mayoría para ser sincero, la indignación, pero ninguno era indiferente a mis palabras. No podían serlo porque, asesinada o no, lo que estaba claro es que el cadáver de la septuagenaria que todos en la comunidad conocíamos como doña Mercedes reposaba exánime, tendido sobre la fría baldosa en la que acababan las escaleras, con la cabeza reposando sobre los hilos dispersos que había al borde de la alfombra. Era una buena alfombra y seguramente su limpieza, ya que sobre ella habían caído algunos goterones de sangre, le costaría una buena pasta a la comunidad de propietarios, pero en ese momento a nadie se le ocurrió comentarlo aunque muchos de ellos, que los tengo bien calados, seguramente estarían pensándolo.
          Lo que a pesar de todo no podían negar era el hecho de que doña Mercedes yacía muerta allí, en el portal del edificio. Que hubiera sido asesinada, como defendía yo con ardor casi homicida, para estar a tono con mis palabras, o que su fallecimiento lo hubiera originado un accidente, como sostenían la totalidad de los vecinos e incluso algunos extraños a los que la muerte había atraído con más celeridad que la miel a las moscas, era un asunto circunstancial y que ya se dilucidaría (como dijo el del sexto, que era profesor de Lengua en un instituto) en otros ámbitos o esferas.
          --De todos modos, Paco --dijo el profesor con voz engolada y una pronunciación campanuda, más dirigida a que le escucharan el resto de los vecinos que yo mismo, a quien supuestamente iban dirigidas sus palabras--, creo que exageras. Doña Mercedes era una mujer mayor y no es raro que haya resbalado, sobre todo si tenemos en cuenta que el día ha sido muy lluvioso y por toda la escalera hay esparcidas gotas de agua.
          Iba a replicar, pero opté por callarme. Los vecinos, por mucho respeto que les tuviera, y cada vez les tenía menos, para qué mentir, no eran los receptores adecuados de mis sospechas. Para eso estaba la Policía, que no tardaría en acudir al lugar de los hechos. Al lugar del crimen, se me escapó, originando las consiguientes protestas del vecindario, al que mis fabulaciones empezaban a cansar.
          Tengo que confesar que tampoco tuve mucho éxito entre los abnegados defensores de la Ley. Cuando les hice partícipe de mis sospechas uno de ellos, que aparentemente estaba al mando aunque sus galones no le distinguían de los demás, me preguntó si tenía pruebas.
          --Bueno, pruebas, lo que se dice pruebas, ninguna --intenté explicarme lo mejor que supe--, pero no sé, doña Mercedes no era muy apreciada en esta comunidad. Seguramente el resto de los vecinos le dirán lo contrario, los muy hipócritas --añadí esto bajando la voz, ya que no quería enemistarme con quienes, después de todo, eran mis empleadores y me proporcionaban sueldo, sustento y vivienda--, pero no caía bien a nadie.
          --Eso no es suficiente para matar a una persona --me espetó sin disimular su aburrimiento el policía--. En todas las comunidades de vecinos, lo mismo que en los centros de trabajo, en los clubes de fútbol o en las asociaciones filatélicas, hay gente que cae mejor o peor, incluso rematadamente mal a los demás, y no por eso se les asesina. Si así fuera no daríamos abasto. Lo que necesitamos son pruebas que corroboren su denuncia.
          --¡Oiga, que yo no he denunciado a nadie! --protesté completamente indignado, era lo que me faltaba, que me acusaran de falso testimonio--. Lo único que he dicho es que creo que doña Mercedes ha sido asesinada y le he explicado el motivo de mis sospechas. Es a ustedes, a la policía, a quienes corresponde encontrar las pruebas necesarias para corroborar mis palabras. Si hicieran su trabajo como Dios manda no me estaría sermoneando a mí sino que estaría buscándolas.
          La mirada que me echó el policía al escuchar mis últimas palabras me hizo reflexionar sobre la inconveniencia de soltar, sin pensar previamente en sus consecuencias, lo primero que a uno se le viene a la cabeza, así que reculé y con una tímida sonrisa le pedí disculpas.
          --Lo siento, no quería decir eso --me humillé como un gusano--, sé que ustedes hacen lo que pueden, pero es que estoy convencido de que aquí ha habido un asesinato.
          Con disculpas o sin disculpas tanto el policía que se había erigido en mi interlocutor como el resto de sus compañeros pasaron ampliamente de mí desde aquel momento y se limitaron a custodiar el cadáver, como si temieran que alguien tuviera la idea de llevárselo, hasta que el juez de guardia acabara la siesta y se dignara acudir para proceder al preceptivo levantamiento.
          Para mí sorpresa dos días después un subinspector de policía, aunque yo muy astutamente le otorgué el rango de “comisario”, un poco de peloteo con nuestras abnegadas fuerzas del orden nunca viene mal, se acercó hasta mi garita con la pretensión de interrogarme. La sorpresa fue doble, no sólo porque había empezado a pensar que no querían hablar conmigo sino porque los policías de la secreta siempre suelen ir en parejas, al menos eso es lo que sucede en las novelas y películas de las que soy un compulsivo consumidor. O esas películas y novelas mienten o me consideraban tan insignificante que habían decidido que con un solo hombre era suficiente. Y además ni siquiera era un inspector sino un subinspector que, aunque no sé muy bien lo que es, parece evidente, por eso del sub, que está algún escalón más abajo que el inspector.
          Parecía un clon del policía uniformado con el que había estado hablando hacía tan sólo dos días, porque se limitó a preguntarme cuáles eran mis motivos para sospechar que doña Mercedes había sido asesinada y, sobre todo, con qué pruebas contaba para sostener mi afirmación. Como la experiencia le convierte a uno en un hombre prudente no repetí lo que le había contado a su colega el día de autos, pero sí insinué que tan sólo me estaba comportando como un buen ciudadano, consciente de sus responsabilidades y de la necesidad de colaborar con las Fuerzas del Orden aunque sin la preparación suficiente para conseguir unas pruebas que era a otros estamentos a los que les correspondía obtenerlas.
          Sin disimular su aburrimiento y mal humor el subinspector se despidió de mí y me comentó que ya me llamarían si me necesitaban, aunque del tono de sus palabras deduje que esa llamada hipotética jamás iba a producirse.
          Inasequible al desaliento como soy decidí coger el toro por los cuernos y presentarme en el Juzgado que llevaba el tema. Tuve que insistir mucho ante una auxiliar administrativa para que me recibiera el juez y por fin, con un gesto parecido al que hubiera efectuado si me estuviera regalando el Santo Grial, me comunicó que podía hablar con el Señor Secretario. No era lo que yo esperaba, pero si no me quedaba más remedio que hablar con el Señor Secretario pues eso, hablaría con el Señor Secretario.
          Fue como hablar con una piedra. Se limitó a permanecer mudo mientras escuchaba mi historia y a mirar ostensiblemente su reloj, en inequívoco gesto de que no deseaba perder mucho tiempo atendiéndome. Tan sólo tomó la palabra al final de nuestra entrevista para decirme que ya tenía noticias de mi intervención anterior en el asunto y comunicarme que, aunque apreciaba mis desvelos por cooperar con la Administración de Justicia, el Ilustrísimo Señor Magistrado Juez había decidido archivar las diligencias por no haberse encontrado indicios de delito.
          --Salvo que usted pueda aportar nuevas pruebas o evidencias capaces de desmentir lo expuesto en el Auto de Archivo --me dijo sonriendo, mientras tácitamente lo que me estaba soltando era un evidente chúpate ésa, pringao.
          Salí del despacho del Señor Secretario con el rabo entre las piernas, pero pronto se me enderezó cuando en un bar cercano al Palacio de Justicia me tomé una copa de Veterano. Me la había ganado con creces. Lo sospechaba desde hace tiempo, pero acababa de confirmar que la mayoría de los jueces y policías eran idiotas. Muchos estudios, muchas oposiciones, mucha corbata de seda, pero en el fondo no eran más que unos idiotas ignorantes y pomposos que no sabían ver nada más allá de sus narices.
          ¿Necesitaban motivos? Yo tenía un motivo. Doña Mercedes estaba forrada, pero forrada de verdad, vamos, que estaba podrida de pasta. Una de las ventajas de tener una llave maestra de todas las viviendas es que puedo introducirme en las casas de los inquilinos sin levantar la más mínima sospecha. Incluso si alguien aparece inopinadamente, lo que jamás ha ocurrido porque soy prudente hasta la exageración, siempre puedo decir que he oído algún ruido extraño, que alguien me ha avisado de que sucedía algo raro o que por fin estaba reparando esa avería que tanto les incordiaba. Así que no hay ningún riesgo y sí un montón de ventajas. Como la de descubrir que doña Mercedes, que aparentemente era una viejuca sin mayores recursos que su modesta pensión, poseía un auténtica fortuna en joyas y alhajas así como en dinero efectivo, contante y sonante, que guardaba en un viejo arcón. Del mismo modo descubrí que no tenía parientes vivos ni amigos ni nadie que se preocupara por ella. Tan sólo su perro, Cuscús, menudo nombrecito, un pastor alemán que acostumbraba a mearse en la puerta del edificio, por el único motivo de joderme, ya que estoy convencido de que sabía que era yo el encargado de limpiar su orina.
          Sí, había un motivo para asesinar a doña Mercedes, quedarse con sus joyas y millones. ¿Y las pruebas? Como dijeron policías y funcionarios judiciales, ¿dónde están las pruebas? Pues en el sitio más sencillo del mundo, en el periódico de la ciudad. Y además se trata de una noticia que ha sido resaltada topográficamente. Como en nuestro pequeño villorrio casi nunca pasa nada, que una perrita blanca, de raza caniche, haya sido encontrada degollada en el vertedero de la ciudad es una noticia a la que el único periódico local que tenemos ha intentado exprimir al máximo. ¡Y de qué modo! Expresivas descripciones del rojo de la sangre manchando la impoluta piel blanca de la perra, editoriales clamando contra los desaprensivos que no respetan a los animales, enfurecidas cartas al director en las que se pide la pena de muerte para el desalmado que ha sido tan depravado como para cometer un acto tan horrendo e incluso, para rematar la jugada, un artículo firmado por un eminente psiquiatra en el que desmenuzaba la personalidad sicótica y esquizoide del mataperros, insinuando que era más digno de lástima que de odio por tratarse con toda seguridad de un ser solitario, amargado y sin ningún objetivo en la vida.
          El psiquiatra, como suele ser habitual en sus colegas, se equivocaba por completo porque, ¿qué tiene de sicótico o esquizoide el querer hacerse rico? Pues está claro, nada de nada. Se trata de la pasta, y eso es lo más importante. Si de paso se lleva uno por delante a una perra asquerosa que posiblemente también se meaba en los portales de la ciudad, pues tanto mejor. Pero lo más importante no estribaba en acabar con una miserable representante del género canino, con una auténtica hija de perra, dicho tanto en sentido metafórico como literal, sino en conseguir la pasta. Y para ello lo mejor, e incluso lo más sensato, era cometer el crimen perfecto.
          Sólo hay que tener paciencia y yo la tengo por arrobas. Vivir y trabajar en una portería no proporciona otras cosas, pero paciencia toda la que se quiera y algo más. Y por supuesto está el factor suerte. Las cosas nunca salen a la primera, es raro tener tanta potra, pero si se tiene paciencia todo acaba por llegar. Como aquel día en el que se conjugaron varios factores. En primer lugar, que el ascensor no funcionaba. Eso me vino de perlas porque si hubiera sido saboteado la policía habría tomado cartas en el asunto; en cambio, al llevar dos días estropeado de forma natural, ni al comisario más suspicaz se le ocurrió pensar que había algo sospechoso en ese asunto. Mucho menos a un subinspector aburrido y con tendencia a la vagancia.
          En segundo lugar estaba la lluvia. Un fenómeno natural, incluso muy natural en mi ciudad, algo habitual para la gente, policías y ancianas inclusive, y que no arredra ni a los primeros ni a las segundas, sobre todo si estas últimas son las afortunadas propietarias de un perro que tiene que salir a hacer sus cosas haga frío o calor, truene, llueva, nieve o caigan relámpagos como vigas maestras.
          Y por último tenemos a nuestra preciosa perrita blanca, la que fue degollada por el desalmado psicópata y esquizoide del que hablaba el inepto del psiquiatra. Una perrita que, casualmente, se encontraba en pleno período de celo y que apareció inopinadamente delante de Cuscús, el pastor alemán al que sujetaba con mano firme doña Mercedes. Una mano tan firme que se negó a soltar la correa pese a los tirones que daba el pastor alemán ávido, como todos los machos de cualquier especie, de presentar sus respetos a la hembra de turno, con las consecuencias fatales que posteriormente se vieron. Doña Mercedes resbaló debido a la combinación del suelo mojado y las acometidas de su perro, todo ello ayudado por una cáscara de plátano que, como buen ciudadano, arrojé poco después al contenedor de residuos orgánicos que se encontraba estratégicamente situado en la acera de enfrente del portal, y debido a ello se dio un golpe en la nuca que le produjo una muerte instantánea y seguramente, o eso quiero pensar porque no soy el sádico del que hablaba la prensa, indolora.
          Dicho así parece muy sencillo, pero las cosas hay que valorarlas en su justo término. No había sido el primer intento si bien es cierto que cuando se tiene paciencia, como ya he mencionado, antes o después la naturaleza juega en nuestro favor y podemos cometer el crimen perfecto. Lo demás es tal vez un poco de sobreactuación, seguramente tanto la policía como el Juez habían decidido archivar el asunto desde el primer momento, pero la insistencia de un perturbado (para qué voy a engañarme, estoy convencido de que me consideran un perturbado) en que lo que había ocurrido era un asesinato les reafirmó aún más, si cabe, en su idea primigenia y el asunto se archivó al considerarse un triste y lamentable accidente. Seguramente aunque alguien les fuera con nuevas sospechas y denuncias, pensarían que se trataba de otro perturbado como yo y no le harían ni puto caso, por lo que el asunto quedaría enterrado por los siglos de los siglos que es, precisamente, lo que yo había pretendido desde el primer momento.
          Actualmente sigo trabajando como portero en la misma comunidad. Como ya he dicho soy un hombre con mucha paciencia así que de momento me estoy aguantando y procuro no hacer ostentación de mi nueva riqueza, no vaya a ser que alguien empiece a pensar que hay gato encerrado. Las cosas conviene que madurarlas, todo tiene su tiempo y yo siempre he sabido encontrarlo. Además la portería continúa siendo una excelente atalaya para otear nuevas presas. Precisamente hace tres días se ha mudado a nuestro edificio un tal don Senén, un señor de avanzada edad, posiblemente octogenario, al que he empezado a tratar e investigar. Y es que nunca se sabe, donde menos lo espera uno puede saltar la liebre. O el perro en celo.