Como ya os he confesado en
anteriores ocasiones, Markel Zugasti, el protagonista de ASESINOS INOCENTES,
es un abogado impresentable, bastante canalla y decididamente sinvergüenza,
pero con cierto don de gentes, sobre todo cuando le interesa.
Además, tiene una cosa buena.
No se engaña a sí mismo, sabe lo que es y lo acepta sin titubear ni un momento.
No para hacer autocrítica --ése no sería mi Markel-- sino porque sabe en todo momento
lo que le interesa. Y lo deja claro desde el primer momento en la novela.
En cualquier
lugar del mundo a donde uno viaje, tiene la seguridad de encontrar el mismo
número limitado de especies de abogados, con idéntica seguridad con que un
naturalista encuentra su hierba y su cizaña en todas las tierras. La primera
clase comprende los abogados que consideran los recovecos legales como
profundos e intocables ídolos dignos de adoración. Para la segunda especie de
letrado, la carnívora, lo primero es la presa, y considera las leyes como los
principales obstáculos para alcanzar el éxito.
(Matthew PEARL,
La sombra de Poe).
Yo, no me queda
más remedio que admitirlo, pertenezco al segundo grupo, pero no creo que haya
que darle excesiva importancia. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio, ¿no?
Además, pertenecer a ese grupo viene muy bien para que crezca la cuenta de
resultados del bufete. Que, al fin y al cabo, no dirijo una asociación
caritativa o sin ánimo de lucro, sino un despacho de abogados. Mi propio
despacho de abogados.
(Markel
ZUGASTI, socio mayoritario y prácticamente único de “Zugasti y Asociados).