jueves, 22 de abril de 2010

CRUZ DE TRAMPOSOS (PABLO MUÑOZ)

En un viejo y destartalado convento franciscano que pudiera situarse en Navarra, es descubierta una antigua cripta que guarda una obra de arte muy valiosa, la auténtica Cruz de San Damián, icono del siglo XIII a través del cual la tradición asegura que Cristo habló a San Francisco de Asís. Las ansias por poseer la cruz desatan intereses, pasiones y ambiciones inconfesables en el seno del convento: una muerte que queda en el aire, una enajenación mental que acaba en manicomio, una fuga, una estafa y una jugada maestra. De trasfondo, la vida diaria de una comunidad religiosa de mediados del siglo XX, con sus rituales, normas, rezos y mortificaciones.

Entrevista publicada en el diario DEIA el 21 de abril de 2010. Redactora: Ruth Pérez de Anuzita:
El descubrimiento de una cripta que atesora un icono muy valioso, la auténtica Cruz de San Damián, destapa las debilidades de carácter y las oscuridades del alma de una comunidad de frailes. Así lo cuenta Pablo Muñoz en su nueva novela.
"Cruz de tramposos" supone un cambio de registro respecto a su primera novela. "Puertas Coloradas" era temática social abordada en tono amable; aquí se desatan la ambición y la muerte.
Esta novela tenía algo de desafío conmigo mismo. La primera novela era muy periodística, con personajes conocidos y escenas vividas, y lo relataba como lo he hecho tantos años en mis columnas, desde el punto de vista del que lo conoce y lo vive. El desafío era escribir sobre algo que no he vivido, cuyos personajes son ficticios. Treinta y cinco años de periodismo marcan mucho, te acotan. Ha sido muy distinto. He corrido el ese riesgo voluntariamente.
Lo que sí comparten es que no se concretan fechas ni lugares. El lector sabe que transcurre en la posguerra...
El convento lo ubico en Navarra, fundado por San Francisco de Asís a su regreso del Camino de Santiago. Deliberadamente no he concretado en exceso ni lugares ni personajes, pero se advierte el nacionalcatolicismo en pleno poderío.
Persevera también en la ausencia de nombres de los personajes.
Tengo una mala experiencia; en las novelas, suelo tener dificultades para identificar quién es quién. Cuando leí "Cien años de soledad", acabé apuntando nombres. Por eso a muchos sólo los trato por su cargo. Con el Síndico, por ejemplo, escribo pensando en uno que conocí y me habría salido su nombre. Yo fui fraile, y conocí a un procurador general que tuvo líos con la mafia -con otro nombre y otra vida- y también a un lego que fue preso en una cárcel y que coincidió en el mismo convento con otro lego que había sido su carcelero (episodios que transcurren en la novela).
Hay una crítica no explícita, soterrada en la narración, a las órdenes religiosas.
No es una crítica a las órdenes religiosas; es una demostración de que las normas, las ordenanzas, las obligaciones de culto y los rituales no llevan a la perfección ni pueden con las grandes pasiones humanas. En el libro hay un hilo conductor, que es un documento real, un Manual por el que se rige la vida de esos frailes desde que se levantan hasta que se acuestan. Cada minuto, cada actividad, cada gesto está impuesto, hasta el punto de que se describe el modo de besar el suelo. Esa vida, basada en una obligación tan detallada, se supone que conduce a la perfección, pero al final no consigue salvar al hombre de sus grandes pasiones y odios. La miseria humana está por encima de los códigos. A lo largo de la novela ese manual de instrucciones es una especie de banda sonora que va marcando los momentos, las situaciones, los silencios, para introducir al lector en esa vida enloquecida en la que todo está previsto.
La novela se abre con el principio del salmo 133: "¡Qué bueno y qué agradable es vivir los hermanos juntos!". La cita se revela rápidamente irónica.
Tengo un problema. Soy incapaz, desde siempre, de escribir sin sarcasmo, sin reírme de mí mismo o de los demás. Hasta en una novela negra y escabrosa como ésta asoma la ironía en cualquier momento.
Además de documentar la vida de los frailes, llama la atención el pragmatismo con el que se proponían y se aceptaban las "vocaciones".
Es cierto; en esa época concreta, la inmediata posguerra, había un hambre pavorosa y fue la época de oro de los seminarios. Se llevaban niños de nueve, diez u once años, y en casa se quedaban tan felices porque se quitaban bocas que alimentar, sus hijos tenían la vida resuelta y además se iban al cielo y, si se hacían curas, subía de categoría toda la familia. La cuestión era llenar seminarios. El caso de los legos era muy curioso. De hecho, el protagonista es lego porque dentro de la encorsetada vida del convento, los legos trabajaban en la huerta, en la cocina o pidiendo limosna, y podían salir y ser libres. Esta liberación del corsé conventual les hacía más normales, más humanos y, también, más canallas.
Existe un personaje, el limosnero, que acaba apoderándose de la novela. ¿Estaba previsto?
Es otra de las sorpresas. Soy un novato de la literatura, y mi intención era hacer una novela coral, puesto que el tema era la vida en comunidad. Cuando iba por el primer tercio de lo escrito, me di cuenta de que el personaje me había atrapado y se había colocado en el lugar del protagonista.
¿Le gustaría la novela al obispo de Gipuzkoa?
No creo, por lo que tiene de iconoclasta, de demoledor, sobre una vida religiosa que afortunadamente ya no existe, pero son miserias que la Iglesia católica lleva en la mochila, y a Munilla no creo que le guste cargar con ese equipaje.
Prepara su tercer libro. ¿Ficcionará alguna vez el conflicto vasco?
Es algo que he protagonizado y vivido demasiado de cerca. No podría, tampoco, porque las heridas están muy abiertas. Y tienen para rato.

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