sábado, 9 de enero de 2021

UNA TUMBA EN JERUSALÉN (JOSÉ JAVIER ABASOLO). EL CONTEXTO HISTÓRICO

Una tumba en Jerusalén es una historia de ficción, pues se trata de una novela, y las novelas, por definición, son obras de ficción. Ahora bien, cuenta con un trasfondo histórico. En estos casos, el lector o la lectora raramente pueden eludir la tentación de preguntarse si determinados hechos que se narran sucedieron en algún momento o si tal o cual personaje se basa en personas que realmente existieron. En definitiva, dónde están los límites entre la ficción y la realidad o, más exactamente, la historia.

El trasfondo de Una tumba en Jerusalén está integrado básicamente por tres escenarios históricos: el intento por parte de determinados jerarcas del III Reich de atraer a su causa al nacionalismo vasco, en el marco de la II Guerra Mundial; la caza y captura a la que fueron sometidos muchos de los nazis huidos tras la rendición de Alemania, con independencia del país en el que se hubieran refugiado, y los (pen)últimos años del franquismo. Veamos uno a uno estos escenarios.

El III Reich pretendía establecer un Nuevo Orden en Europa, para lo cual necesitaba aliados. Contó con muchos, muchísimos. Por una parte, porque las ideas totalitarias no eran exclusivas de Alemania e Italia, y existían fuerzas de corte nazifascista en la práctica totalidad de los países. Por otra, porque, lógicamente, no fueron pocos los oportunistas que apostaron por el que parecía el caballo ganador. Pero, además, hubo jerarcas nazis que, impulsados en parte por sus convicciones etnicistas y en parte por la pura conveniencia, buscaron aliados también en las naciones sin Estado. Y los encontraron, por ejemplo, en Bretaña o en Flandes, pero también en Ucrania o en Georgia, y en otros muchos países. Por ejemplo, las Waffen-SS llegaron a integrar a una legión de indios que peleaban por la independencia de su país, entonces en manos británicas. El axioma “los enemigos de mis enemigos son mis amigos genera a menudo extrañas compañías.

En este contexto, el nacionalismo vasco también fue sondeado sobre la posibilidad de colaborar en la construcción del Nuevo Orden. Y lo fue por iniciativa de Karl Rudolf Werner Best, un oficial de altísimo rango de las SS, en realidad, un general, que había sido ayudante personal de Reinhard Heydrich cuando este estaba al frente de la Oficina Central de Seguridad del Reich, que, entre otros “servicios”, controlaba a la Gestapo. El sondeo no dio frutos, porque, tal y como se explica en la novela, el nacionalismo minoritario, ANV, era de izquierdas y el mayoritario, representado por el PNV-Gobierno Vasco en el exilio, se comprometió desde el primer momento con los Aliados, muy especialmente a través de los “servicios” o Servicio Vasco de Información. Ello no obsta para que alguno de sus militantes, concretamente, Eugène Goyhenetche, practicara, de grado o por fuerza, un doble juego que, terminada la guerra, hizo que purgara cárcel por colaboracionista. Si fue un héroe o un villano es algo que aún sigue suscitando controversia, aunque lo cierto es que fue rehabilitado. En 1968 obtuvo la cátedra de Historia Vasca en la Universidad de Pau y en 1982 la Universidad del País Vasco le otorgó la distinción de “Doctor Honoris Causa".

Un vasco al que también se cita en la novela y que sí fue un colaboracionista notorio, aunque no estaba adscrito a partido abertzale alguno sino a la derecha francesa, fue Jean Ybarnégaray, quien llegó a ser ministro en el gobierno de Vichy. Sin embargo, se distanció y, en 1943, acusado de haber ayudado a diversas personas a atravesar clandestinamente la frontera de los Pirineos, fue deportado al campo de Fussen-Planssee, en Austria. Terminada la guerra, fue condenado en Francia por colaboracionista a la pena de “degradación nacional”, que le privaba del derecho a voto, a ser candidato, a ejercer determinados empleos o a poseer armas. Le fue suspendida precisamente “por acto de resistencia”. 

El segundo escenario histórico que está en el trasfondo de Una tumba en Jerusalén es el de los nazis que, terminada la guerra, se escondieron en diversos países del mundo y la caza a la que fueron sometidos. En la inmediata posguerra, las potencias aliadas se emplearon lógicamente a fondo, tanto para capturar a los jerarcas alemanes del nazismo como a sus colaboradores locales, al tiempo que pugnaban entre ellas por hacerse con los servicios de científicos, como Wernher von Braun, a quien se cita en la novela, o agentes de inteligencia que pudiesen reportarles algún beneficio, aunque ello supusiera tener que mirar a otro lado con respecto al grado de compromiso que habían mantenido con el régimen de Hitler. Pero, sobre todo tras los Juicios de Núremberg, que supusieron el ajuste de cuentas con la cúpula del nazismo, las potencias aliadas se relajaron y el peso de la investigación para localizar a los huidos y documentar los cargos contra ellos quedó muchas veces en manos de particulares, como Simon Wiesenthal, un superviviente de los campos de exterminio.

Es rigurosamente cierto que un ciego llamado Lothar Hermann, con la ayuda de su hija Silvia, proporcionó la pista que permitió al Mossad identificar y localizar en Argentina a Adolf Eichmann, considerado uno de los responsables más directos de la “solución final”. También que el propio Simon Wiesenthal había aportado años antes datos concluyentes al respecto que, por alguna razón, no habían sido tenidos en cuenta. Como Argentina no condecía extradiciones, un comando del Mossad secuestró a Eichmann en 1960 y lo condujo a Israel, donde fue juzgado, condenado a muerte y ejecutado.

También en España se refugiaron prófugos nazis, al amparo del régimen franquista. Uno de los más conocidos fue el belga Léon Degrelle, que, a punto de terminar la guerra, se subió en Noruega a un avión Heinkel y voló hasta amerizar, cuando ya no le quedaba gasolina, en la donostiarra bahía de la Concha. A pesar de que Bélgica, donde había sido condenado a muerte en ausencia, solicitó su extradición, Franco nunca la concedió. Otro de aquellos prófugos fue Otto Skorzeny, muy reputado por sus acciones de comando, como la que llevó a cabo para rescatar a Mussolini cuando este estaba preso en el Gran Sasso. En España, siempre al amparo del régimen, Skorzeny colaboró con ODESSA, red clandestina dedicada precisamente a facilitar la huida a América Latina a exmiembros de las SS, y también con una empresa “de seguridad” dirigida por nazis alemanes creada, entre otras cosas, para apoyar en tareas escabrosas a la Dirección General de Seguridad española.

Y así enlazamos con el tercer escenario que constituye el trasfondo histórico de Una tumba en Jerusalén, el de los (pen)últimos años de la dictadura. Desde la Guerra Civil, Franco había ostentado la doble condición de jefe del Estado y presidente del Consejo de Ministros. En junio de 1973, con su enfermedad ya avanzada, decide dejar este segundo cargo, más ejecutivo, en manos del almirante Luis Carrero Blanco. Era este un hombre de la entera confianza del dictador, su delfín, llamado a ser el encargado de perpetuar el franquismo después de Franco. Controlaba los servicios de inteligencia y también de represión, como era el caso de la Brigada Político-Social. Precisamente un comisario de esta BPS, Melitón Manzanas, con fama de torturador y, por cierto, también de haber colaborado con la Gestapo durante la II Guerra Mundial, había sido en 1968 la primera víctima mortal deliberada de ETA. A su vez, el atentado contra Manzanas había estado en el núcleo del juicio celebrado en 1970 contra la cúpula de esta organización, el llamado Proceso de Burgos, que, paradójicamente, dejó en evidencia que las costuras del régimen empezaban a reventar. Carrero era el hombre llamado a recoserlas. Pero no tuvo tiempo, todo acabó para él apenas seis meses después de haber sido nombrado presidente, el 20 de diciembre de aquel mismo año de 1973. Le sucedió en el cargo el que era su ministro de Gobernación (hoy diríamos de Interior), Carlos Arias Navarro, a quien también vemos en la novela y que ha pasado a la historia como ese señor que, el 20 de noviembre de 1975, se asomó a las pantallas en blanco y negro de los televisores con semblante extremamente compungido para anunciar: “Españoles, Franco ha muerto”.




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