"Si has cometido algún delito para poder sacar adelante a tu familia o amigos, ojalá sea Méndez el encargado de detenerte. Pero si lo has hecho porque eres un auténtico cabrón, reza para que no se cruce en tu camino". Cuando Antonio Lozano me pidió unas pocas líneas para definir al inspector Méndez la anterior frase me surgió espontánea, casi sin pensármelo, y también casi sin pensármelo creo que es un buen inicio para hablar de No hay que morir dos veces, la última novela de Francisco González Ledesma.
Y es que Ricardo Méndez no es sólo el personaje principal de una novela plagada de personajes excelentemente construidos que parecen estar vivos mientras pasean por esas calles de Barcelona que podrían ser nuestras calles, sino que se convierte, a través del relato, en un auténtico conciudadano nuestro al que en cualquier momento podemos saludar, o quizás no, saludar a un tipo como Méndez puede ir en detrimento de nuestra buena fama, aunque difícilmente podremos encontrar a alguien que merezca nuestro aprecio más que el viejo policía surgido de la mente de González Ledesma que se inspiró, según suele comentar, en cuatro policías que llegó a conocer en su deambular, similar al de su propio personaje, por las calles de su añorado barrio chino barcelonés.
Méndez no es un supermadero a lo Stallone, ni un forense al cabo de los últimos avances tecnológicos, como los que aparecen en la serie CSI, ni siquiera es un relamido policía que ha estudiado Derecho Constitucional y Teoría del Estado en su correspondiente academia policial y sabe usar un ordenador de última generación, sino un policía de los tiempos del franquismo, que ha detenido casi a tantos rojos como a carteristas y al que la democracia no ha sido capaz de reciclar aunque a él (ni a nosotros) le importe ese detalle lo más mínimo. Para él sus calles, esas calles en las que ha visto a la gente sufrir, llorar y luchar, caerse y levantarse (o, al menos, intentarlo) le han enseñado más que mil academias y universidades juntas. Por eso sufre con la joven que ha matado a su novio en un desesperado pacto de suicidio mutuo, con la inocente niña aquejada del síndrome de Down que es explotada por quienes, en teoría, tenían el sagrado deber de velar por ella o con la mujer que ha estado esperando a su cuñado, preso durante casi una década, por asesinar al hombre que violó a su mujer. Sufre con ellos y ese sufrimiento, que es el que le hace terriblemente humano, nos lo transmite con una fuerza tal que de verdad creemos que Méndez existe, que no es un invento de González Ledesma sino que en algún lugar, quizás no muy lejano, un policía con los bolsillos de su vieja chaqueta colmados de libros y que jamás llegará a comisario, cree que la gente que jamás heredará la tierra se merece si no un mundo mejor, sí al menos un rincón propio donde ser feliz. Y mientras leemos la última novela de González Ledesma podemos pensar que quizás eso sea posible. Quién sabe, como dice el refrán, la esperanza es lo último que se pierde.
Y es que Ricardo Méndez no es sólo el personaje principal de una novela plagada de personajes excelentemente construidos que parecen estar vivos mientras pasean por esas calles de Barcelona que podrían ser nuestras calles, sino que se convierte, a través del relato, en un auténtico conciudadano nuestro al que en cualquier momento podemos saludar, o quizás no, saludar a un tipo como Méndez puede ir en detrimento de nuestra buena fama, aunque difícilmente podremos encontrar a alguien que merezca nuestro aprecio más que el viejo policía surgido de la mente de González Ledesma que se inspiró, según suele comentar, en cuatro policías que llegó a conocer en su deambular, similar al de su propio personaje, por las calles de su añorado barrio chino barcelonés.
Méndez no es un supermadero a lo Stallone, ni un forense al cabo de los últimos avances tecnológicos, como los que aparecen en la serie CSI, ni siquiera es un relamido policía que ha estudiado Derecho Constitucional y Teoría del Estado en su correspondiente academia policial y sabe usar un ordenador de última generación, sino un policía de los tiempos del franquismo, que ha detenido casi a tantos rojos como a carteristas y al que la democracia no ha sido capaz de reciclar aunque a él (ni a nosotros) le importe ese detalle lo más mínimo. Para él sus calles, esas calles en las que ha visto a la gente sufrir, llorar y luchar, caerse y levantarse (o, al menos, intentarlo) le han enseñado más que mil academias y universidades juntas. Por eso sufre con la joven que ha matado a su novio en un desesperado pacto de suicidio mutuo, con la inocente niña aquejada del síndrome de Down que es explotada por quienes, en teoría, tenían el sagrado deber de velar por ella o con la mujer que ha estado esperando a su cuñado, preso durante casi una década, por asesinar al hombre que violó a su mujer. Sufre con ellos y ese sufrimiento, que es el que le hace terriblemente humano, nos lo transmite con una fuerza tal que de verdad creemos que Méndez existe, que no es un invento de González Ledesma sino que en algún lugar, quizás no muy lejano, un policía con los bolsillos de su vieja chaqueta colmados de libros y que jamás llegará a comisario, cree que la gente que jamás heredará la tierra se merece si no un mundo mejor, sí al menos un rincón propio donde ser feliz. Y mientras leemos la última novela de González Ledesma podemos pensar que quizás eso sea posible. Quién sabe, como dice el refrán, la esperanza es lo último que se pierde.
Se te ve el cariño por un personaje tan entrañable y diferente a todos los policías de novela como Méndez, un tipo que se compadece del prójimo, en el mejor sentido del término. Comparto tus reflexiones.
ResponderEliminarSaludos
piky