Subí nuevamente a mi vehículo y efectuando un giro prohibido volví hacia Derio. Aparqué junto a la marmolería y me dirigí hasta donde estaba el encargado.
--¿Qué desea? ¿Podemos hacer algo más por usted? --me preguntó al reconocerme.
--Vengo a por mis quinientos euros.
--No le entiendo --me dijo y parecía sincero.
--En ese caso se lo explicaré. Esta mañana he pasado por aquí para pagar la grabación que les había encargado para el panteón de la familia Apodaka. Quinientos euros que he abonado con diez billetes de cincuenta nuevecitos, recién sacados de un cajero automático.
--Así es, lo recuerdo perfectamente. ¿Qué ocurre, no ha quedado a su gusto el trabajo realizado? --parecía preocupado.
--El trabajo es perfecto, no me queda más remedio que reconocerlo. Lo que no me parece tan perfecto es que nada más salir de aquí no ha perdido usted el tiempo ni un segundo y ha llamado a un periodista para decirle dónde me encontraba. Eso ha estado muy mal, pero que muy mal --cabeceé con tristeza.
La lividez que había aparecido en el rostro del hombre me confirmó que había dado en la diana, así que volvía pedirle mis quinientos euros.
--Si me los devuelve consideraré zanjado el incidente. Si es usted un tipo listo seguramente habrá sacado del periodista más de esos quinientos euros, y si no es tan listo pues mala suerte, la próxima vez seguramente lo hará mucho mejor. Aunque no a mi costa, por supuesto.
Pese a que el marmolista llevaba un cincel en la mano que, bien utilizado, puede servir como arma, se había quedado tan petrificado que no sabía qué hacer ni cómo actuar. Posiblemente era la primera vez que había hecho algo así y no sabía cómo reaccionar. Decididamente ese era mi día de suerte, ya que todos los impresentables con los que me estaba tocando lidiar eran novatos en el viejo y atractivo oficio de joder al prójimo.
Si el marmolista estaba paralizado por el susto yo no, así que tras comprobar que no hacía nada, ni obedecerme ni plantarme cara, me acerqué hasta un pequeño armario que había en el despacho y del interior de una caja que se encontraba dentro de él saqué los diez billetes que hacía menos de dos horas le había entregado.
--Estos son --dije besándolos antes de introducirlos en mi cartera--. Como verá no me llevo más que lo que me corresponde. Adiós, que tenga un buen día.
Sin oposición por su parte me acerqué a la puerta y salí de la marmolería. Cuando estaba en la acera le oí exclamar un sonoro “hijo de puta”. No se lo reproché, seguramente en su caso yo hubiera dicho lo mismo e incluso cosas peores.
Ése fue el primer incidente que tuve en el cementerio. El segundo ocurrió pocos días después.