Pues aquí tenéis la tercera entrega de los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS. Una
historia aparentemente muy normal porque, ¿qué hay más recurrente en la novela
y el cine negro que los “ajustes de cuentas”? Aunque el que aparece en este
relato es un peculiar, y espero que divertido,
AJUSTE
DE CUENTAS
--Hágame caso, señor
comisario, ya verá cómo lo que le estoy diciendo no es ninguna tontería.
Sí, sí que lo era, una
solemne tontería, y aún así no le quedaban más pelotas que intentarlo porque se
encontraba en un callejón sin salida, pensó el comisario Espinosa mientras
mantenía la mirada fija en el inspector González Ojeda, su subordinado en el
Grupo de Homicidios. Si no fuera porque el cabrón ese había sacado el número
uno en las oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía, iba a aguantarle a su
lado. Dos años le quedaban para jubilarse, sólo dos años para irse a Benidorm
con la parienta, lejos del bullicio de la ciudad, de sus putas y chaperos, de
sus drogatas y traficantes, de los periodistas que tergiversaban
sistemáticamente sus palabras y de los politicastros del Ministerio que le
saludaban con una sonrisa profidén mientras le apuñalaban por la espalda. Dos
años le quedaban, en suma, para alcanzar el paraíso e iba a tener que compartir
esos dos años con el memo que tenía en esos momentos delante de él.
Antiguamente los policías no tenían tantos estudios ni tantas chorradas, pero
sabían dar hostias y obedecer las órdenes de sus superiores. Ahora, en cambio,
el que no tenía un master había hecho un postgrado en alguna Universidad de
nombre impronunciable.
El inspector González
Ojeda, por ejemplo. Era Licenciado en Filología Hispánica. Así, como quien no
quiere la cosa. Todo matrículas y sobresalientes. Y, para más joderle, incluso
estaba orgulloso y alardeaba de ello. Por qué extraños mecanismos mentales
había decidido convertirse en policía una persona con su formación
universitaria era algo que a él se le escapaba. En su juventud, por lo menos,
los policías que se matriculaban en alguna facultad lo hacían para controlar y
vigilar a los estudiantes subversivos que pululaban por los campus, pero hoy en
día no, hoy en día se lo tomaban con ganas y muchos de ellos aprobaban todas
las asignaturas a la primera. Sí, cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía
de jubilarse. Dos años le quedaban, dos. No era mucho tiempo, pero para el
comisario Espinosa esos dos años, esos setecientos treinta días, llevaban
camino de hacerse eternos.
Y todo por culpa de un
desarrapado como el Cuqui.
Menudo mote tenía el gachó, el Cuqui,
a saber quién se lo pondría y qué coño significaba. Todavía se acordaba de su
primer caso, cuando detuvo a un tipo que le llamaban el Botas, que se había cargado a su mujer. Era un fulano que
usaba unos zapatones del 45, tirando por lo bajo, y su apodo le veía que ni
pintado. O del Nazareno, que
cuando no desfilaba con su cofradía del Cristo Resucitado se dedicaba a estafar
a los turistas. Esos eran tipos con un sobrenombre bien puesto pero cómo coño
podía alguien llamarse el Cuqui.
Le habían encontrado hacía
dos semanas, tumbado sobre los cartones que le servían de vivienda, con una
segunda boca abierta debajo de la que le servía para beber el Don Simón Gran
Reserva del que se nutría en exclusiva. Una boca artificial producida por una
navaja que le había transportado, en este caso el eufemismo piadoso tenía todos
los visos de ser cierto, a mejor vida. El cadáver había aparecido en la zona
asignada al comisario Espinosa que no tuvo más remedio que iniciar la
correspondiente investigación, sin mucho entusiasmo, por otra parte. En el
fondo, ¿a quién cojones le importaba que a un indigente conocido, por mal
nombre, como el Cuqui, le
hubiesen rajado la garganta? Ese asesinato, por usar una expresión en boga, y
es que cuando Espinosa quería sabía ser culto, no generaba alarma social.
Seguramente le habría asestado el navajazo otro paria como él, quizás en una
discusión sobre quién se quedaba con los restos de una botella de tinto peleón.
Antes o después cazarían al autor del crimen y si no, tampoco pasaba nada,
nadie le iba a reprochar que lo archivara en la carpeta de casos no resueltos.
Hasta que un aciago día el
mismísimo Secretario de Estado para la Seguridad, Don Francisco Gutiérrez de
los Arcos, le llamó por teléfono. Bueno, ni siquiera eso, porque no le llamó
Paco (el excelentísimo, cuando aún no se había convertido en un chupatintas del
Ministerio, todavía era Paco para los amigos) sino su secretaria, para decirle
que Don Francisco (se le notaban las mayúsculas al hablar) estaba muy
interesado en que la investigación llegara a feliz término. Esa misma expresión
utilizó, feliz término, como si hablaran de una operación de próstata.
Si el interés del
Secretario de Estado extrañó al principio al comisario Espinosa su extrañeza
desapareció enseguida, lo que tardó en leer el dossier de prensa que su propia secretaria le pasó a primera
hora de la mañana. Las cosas se habían complicado porque el Cuqui resultó ser toda una
celebridad, un auténtico icono de la cultura popular, como apareció en el
periódico mas leído por la progresía del país. El Cuqui, ese despojo humano, cuando no estaba mendigando para
conseguir un vaso de vino, escribía novelas policíacas, las novelas policíacas
de más éxito en España y en parte del extranjero. Espinosa no podía creérselo,
le parecía imposible, pero todos los indicios apuntaban en esa dirección. Por
si había alguna duda el propio Sebastián de Miguel, el exquisito editor que
había publicado todas las novelas de Cameron McCoy, el seudónimo que utilizaba el Cuqui para firmar sus obras, así lo confirmó en una multitudinaria rueda
de prensa.
De repente el asesinado no
era un don nadie apelado el Cuqui sino un reconocido y afamado escritor llamado
Cameron McCoy. Y si a la mayoría de la gente le traía al fresco que se
descubriera al asesino del primero, todos los ojos del país iban a mirar en su
dirección para comprobar cómo iban las investigaciones del asesinato del
escritor, una auténtica gloria nacional, loado por críticos nacionales y
foráneos que por fin había conseguido que la novela negra autóctona se codeara
con lo más granado de la literatura policíaca internacional, sobre todo
anglosajona.
Había que joderse. Cameron
McCoy, Cameron McCoy. Hasta ese día él pertenecía a esa escasa millonésima de
ciudadanos que desconocía la existencia de un escritor llamado Cameron McCoy.
¡Como si él pudiera perder el tiempo leyendo libros! Cuando quería enterarse de
alguna noticia veía el telediario, el de la Televisión Española, por supuesto,
y no perdía el tiempo comprando un periódico ni, hasta ahí podíamos llegar, un
libro. Y ahora, a dos años de la jubilación, un escritor de mierda iba a
joderle después de muerto, como parece ser que hizo el Cid con los moros,
aunque la cosa no fuese exactamente igual. Joder a un puñado de moros estaba
bien pero que le jodieran a él, a él, al comisario Espinosa, era algo
inconcebible. Dios, qué injusta era la vida.
El problema estribaba en
que no sabía ni por dónde empezar. No había ninguna pista y las que podían
haber existido habían sido borradas cuando, creyendo que el Cuqui era un simple indigente, las
habían tratado con la misma delicadeza que Bin Laden usaría con la cristalería
bohemia de George Bush. Y por si no tuviera suficientes problemas con la
prensa, los escritores (que pese a odiarse los unos a los otros hacían piña
cuando se trataba de meterse con él) y la opinión pública, no había día en el
que la secretaria del señor Gutiérrez de los Arcos (ya no era Paco, ahora era
el señor Gutiérrez de los Arcos) no llamara para preguntarle cómo iba la
investigación y recordarle que el Secretario de Estado se estaba impacientando
cada vez más.
Por eso cuando el
inspector González Ojeda le transmitió sus sospechas desechó su primera
intención, la de mandarle a tomar po’l culo, y le escuchó con una paciencia
como nunca hubiera sospechado que era capaz de tener. O quizás no fuese
paciencia, quizás se tratara, simple y llanamente, de que estaba desesperado.
Además, muchos estudios y muchas zarandajas, pero en el fondo lo que su
subordinado le había propuesto era lo que él había hecho toda su puta vida,
buscar un culpable y presionarlo hasta que acabara confesando su delito. Es
cierto que no estaba tratando con un chorizo de tres al cuarto, al culpable
elegido por el inspector, el editor de Cameron McCoy, no podía tratársele como
a él le gustaba, por decirlo suavemente, con total olvido de sus derechos
constitucionales, pero estaba tan desesperado que hizo caso al inspector y dictó
una orden de detención contra Sebastián de Miguel.
Y funcionó. Increíble,
pero cierto. Ni siquiera tuvo que ejercer sobre el sospechoso una presión
moderada porque nada más tenerle enfrente de él en la sala de interrogatorios
admitió que era el asesino del Cuqui, como si estuviese deseando proclamar a
los cuatro vientos que él, y sólo él, era el responsable del trasvase a la
realidad de las maquinaciones criminales ideadas en la ficción por el mendigo
reconvertido en autor de género negro. Era, además, una auténtica confesión, no
el delirio de un loco que quiere saltar a la fama. Les dio detalles que sólo
conocía la propia policía y les indicó dónde había guardado la navaja asesina,
que fue oportunamente requisada por efectivos del Grupo de Homicidios. Al final
hasta Paco (ahora sí, ahora no era Don Francisco Gutiérrez de los Arcos sino el
Paco de siempre) le llamó, en persona, para felicitarle. Sí, pensó el comisario
Espinosa, las cosas no habían podido ir mejor, pero había una cosa que no
dejaba de intrigarle. ¿Cómo adivinó el inspector González Ojeda quién era el
asesino? ¿Acaso le había ocultado algún dato importante de la investigación?
Parecía obvio, pero no tenía sentido ningunearle para posteriormente ofrecerle
en bandeja el triunfo más importante de su carrera. No, no tenía ningún sentido,
así que decidió salir de dudas y le preguntó directamente cómo había adivinado había
llegado al convencimiento de que el editor era el asesino.
--En realidad fue fácil,
jefe --empezó a explicarle con una sonrisa en los labios que a su superior le
pareció particularmente odiosa--. En primer lugar me basé en la personalidad del
Cuqui. Pese a que todo el mundo confirmara, e incluso aportara datos
suficientes para avalarlo, que se trataba de Cameron McCoy, yo no me lo creí.
Admito que es una figura literaria muy atrayente, el marginal que tiene una
doble vida como escritor de culto, pero no acababa de visualizarlo, no sé si me
explico.
"Ya sabe, jefe, que
soy Licenciado en Filología Hispánica --su sonrisa se volvió aún más odiosa a
ojos del comisario-- y debo añadir que siempre me han interesado los escritores
minoritarios, marginales, aquellos que escriben su obra sin dejarse influenciar
por las modas del momento sino imbuidos por la estricta necesidad de crear una
obra personal. Por eso conozco perfectamente la de Sebastián de Miguel. El gran
público le conoce tan sólo por su condición de editor, pero es también
escritor, uno de esos autores exquisitos por minoritarios o minoritarios por
exquisitos, usted ya me entiende, jefe --añadió con insólito optimismo--, y
como conocedor de su obra enseguida llegué, tras compararla con la del mendigo,
a la conclusión de que él, y no el Cuqui, era el hombre que se escondía tras el
seudónimo de Cameron McCoy.
"¿Lo va entendiendo,
jefe? Sebastián de Miguel quería ocultar que él era Cameron McCoy, posiblemente
por miedo o vergüenza de que se supiera que el más exquisito escritor nacional
se dedicaba también a perpetrar historias de policías y ladrones y se inventó
al Cuqui, para que así nunca se
sospechara de él. Supongo que luego el montaje empezó a írsele de las manos y
quizás el hecho de que su alter ego
hubiese conseguido el éxito popular como escritor que él jamás había logrado
con su propia obra y su propio nombre le cegó y le llevó a matarlo en lo que para él no era un asesinato
sino el suicidio de su lado más oscuro e indeseado. Así de fácil, jefe. Caso
resuelto.
Durante unos segundos el
comisario Espinosa fue incapaz de pronunciar ni una palabra. Estaba claro que
los tiempos habían cambiado desde que a él le soltaron por las calles para que
persiguiera a los delincuentes. Sí, las cosas habían cambiado y él estaba
dispuesto a aceptarlo. Estaba dispuesto a aceptar, porque no le quedaba más
remedio, que no había que maltratar a un acusado para conseguir su confesión.
Estaba dispuesto a aceptar, porque no había más pelotas, que desde un
laboratorio, examinando una cosa llamada ADN, se resolviera un caso. Incluso
estaba dispuesto a aceptar, aunque le tocara los cojones, que tenía que
inclinarse ante un juez y respetar los derechos de los delincuentes si no
quería meterse en un lío, pero había cosas que no podía aceptar, y jamás podría
aceptar que gracias al estudio comparado de la obra literaria de un imbécil
otro imbécil hubiera conseguido desvelar la identidad de un asesino.
El inspector González
Ojeda estaba esperando una respuesta del comisario Espinosa y éste se la dio,
vaya si se la dio. Dos hostias en todo el careto, una con
la mano izquierda y otra con la derecha, para que ninguna se sintiese
discriminada. Las dos hostias que más a gusto había dado en toda su vida. No
sabía qué ocurriría al día siguiente, si le abrirían un expediente
disciplinario o si, incluso, corría peligro su jubilación, pero en ese momento
todo le daba igual. Hacía años, muchos años, que no se sentía tan bien como
después de haber dado aquellas dos hostias tan merecidas.