lunes, 22 de octubre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: AJUSTE DE CUENTAS


Pues aquí tenéis la tercera entrega de los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS. Una historia aparentemente muy normal porque, ¿qué hay más recurrente en la novela y el cine negro que los “ajustes de cuentas”? Aunque el que aparece en este relato es un peculiar, y espero que divertido,

AJUSTE DE CUENTAS

          --Hágame caso, señor comisario, ya verá cómo lo que le estoy diciendo no es ninguna tontería.
          Sí, sí que lo era, una solemne tontería, y aún así no le quedaban más pelotas que intentarlo porque se encontraba en un callejón sin salida, pensó el comisario Espinosa mientras mantenía la mirada fija en el inspector González Ojeda, su subordinado en el Grupo de Homicidios. Si no fuera porque el cabrón ese había sacado el número uno en las oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía, iba a aguantarle a su lado. Dos años le quedaban para jubilarse, sólo dos años para irse a Benidorm con la parienta, lejos del bullicio de la ciudad, de sus putas y chaperos, de sus drogatas y traficantes, de los periodistas que tergiversaban sistemáticamente sus palabras y de los politicastros del Ministerio que le saludaban con una sonrisa profidén mientras le apuñalaban por la espalda. Dos años le quedaban, en suma, para alcanzar el paraíso e iba a tener que compartir esos dos años con el memo que tenía en esos momentos delante de él. Antiguamente los policías no tenían tantos estudios ni tantas chorradas, pero sabían dar hostias y obedecer las órdenes de sus superiores. Ahora, en cambio, el que no tenía un master había hecho un postgrado en alguna Universidad de nombre impronunciable.
          El inspector González Ojeda, por ejemplo. Era Licenciado en Filología Hispánica. Así, como quien no quiere la cosa. Todo matrículas y sobresalientes. Y, para más joderle, incluso estaba orgulloso y alardeaba de ello. Por qué extraños mecanismos mentales había decidido convertirse en policía una persona con su formación universitaria era algo que a él se le escapaba. En su juventud, por lo menos, los policías que se matriculaban en alguna facultad lo hacían para controlar y vigilar a los estudiantes subversivos que pululaban por los campus, pero hoy en día no, hoy en día se lo tomaban con ganas y muchos de ellos aprobaban todas las asignaturas a la primera. Sí, cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía de jubilarse. Dos años le quedaban, dos. No era mucho tiempo, pero para el comisario Espinosa esos dos años, esos setecientos treinta días, llevaban camino de hacerse eternos.
          Y todo por culpa de un desarrapado como el Cuqui. Menudo mote tenía el gachó, el Cuqui, a saber quién se lo pondría y qué coño significaba. Todavía se acordaba de su primer caso, cuando detuvo a un tipo que le llamaban el Botas, que se había cargado a su mujer. Era un fulano que usaba unos zapatones del 45, tirando por lo bajo, y su apodo le veía que ni pintado. O del Nazareno, que cuando no desfilaba con su cofradía del Cristo Resucitado se dedicaba a estafar a los turistas. Esos eran tipos con un sobrenombre bien puesto pero cómo coño podía alguien llamarse el Cuqui.
          Le habían encontrado hacía dos semanas, tumbado sobre los cartones que le servían de vivienda, con una segunda boca abierta debajo de la que le servía para beber el Don Simón Gran Reserva del que se nutría en exclusiva. Una boca artificial producida por una navaja que le había transportado, en este caso el eufemismo piadoso tenía todos los visos de ser cierto, a mejor vida. El cadáver había aparecido en la zona asignada al comisario Espinosa que no tuvo más remedio que iniciar la correspondiente investigación, sin mucho entusiasmo, por otra parte. En el fondo, ¿a quién cojones le importaba que a un indigente conocido, por mal nombre, como el Cuqui, le hubiesen rajado la garganta? Ese asesinato, por usar una expresión en boga, y es que cuando Espinosa quería sabía ser culto, no generaba alarma social. Seguramente le habría asestado el navajazo otro paria como él, quizás en una discusión sobre quién se quedaba con los restos de una botella de tinto peleón. Antes o después cazarían al autor del crimen y si no, tampoco pasaba nada, nadie le iba a reprochar que lo archivara en la carpeta de casos no resueltos.
          Hasta que un aciago día el mismísimo Secretario de Estado para la Seguridad, Don Francisco Gutiérrez de los Arcos, le llamó por teléfono. Bueno, ni siquiera eso, porque no le llamó Paco (el excelentísimo, cuando aún no se había convertido en un chupatintas del Ministerio, todavía era Paco para los amigos) sino su secretaria, para decirle que Don Francisco (se le notaban las mayúsculas al hablar) estaba muy interesado en que la investigación llegara a feliz término. Esa misma expresión utilizó, feliz término, como si hablaran de una operación de próstata.
          Si el interés del Secretario de Estado extrañó al principio al comisario Espinosa su extrañeza desapareció enseguida, lo que tardó en leer el dossier de prensa que su propia secretaria le pasó a primera hora de la mañana. Las cosas se habían complicado porque el Cuqui resultó ser toda una celebridad, un auténtico icono de la cultura popular, como apareció en el periódico mas leído por la progresía del país. El Cuqui, ese despojo humano, cuando no estaba mendigando para conseguir un vaso de vino, escribía novelas policíacas, las novelas policíacas de más éxito en España y en parte del extranjero. Espinosa no podía creérselo, le parecía imposible, pero todos los indicios apuntaban en esa dirección. Por si había alguna duda el propio Sebastián de Miguel, el exquisito editor que había publicado todas las novelas de Cameron McCoy, el seudónimo que utilizaba el Cuqui para firmar sus obras, así lo confirmó en una multitudinaria rueda de prensa.
          De repente el asesinado no era un don nadie apelado el Cuqui sino un reconocido y afamado escritor llamado Cameron McCoy. Y si a la mayoría de la gente le traía al fresco que se descubriera al asesino del primero, todos los ojos del país iban a mirar en su dirección para comprobar cómo iban las investigaciones del asesinato del escritor, una auténtica gloria nacional, loado por críticos nacionales y foráneos que por fin había conseguido que la novela negra autóctona se codeara con lo más granado de la literatura policíaca internacional, sobre todo anglosajona.
          Había que joderse. Cameron McCoy, Cameron McCoy. Hasta ese día él pertenecía a esa escasa millonésima de ciudadanos que desconocía la existencia de un escritor llamado Cameron McCoy. ¡Como si él pudiera perder el tiempo leyendo libros! Cuando quería enterarse de alguna noticia veía el telediario, el de la Televisión Española, por supuesto, y no perdía el tiempo comprando un periódico ni, hasta ahí podíamos llegar, un libro. Y ahora, a dos años de la jubilación, un escritor de mierda iba a joderle después de muerto, como parece ser que hizo el Cid con los moros, aunque la cosa no fuese exactamente igual. Joder a un puñado de moros estaba bien pero que le jodieran a él, a él, al comisario Espinosa, era algo inconcebible. Dios, qué injusta era la vida.
          El problema estribaba en que no sabía ni por dónde empezar. No había ninguna pista y las que podían haber existido habían sido borradas cuando, creyendo que el Cuqui era un simple indigente, las habían tratado con la misma delicadeza que Bin Laden usaría con la cristalería bohemia de George Bush. Y por si no tuviera suficientes problemas con la prensa, los escritores (que pese a odiarse los unos a los otros hacían piña cuando se trataba de meterse con él) y la opinión pública, no había día en el que la secretaria del señor Gutiérrez de los Arcos (ya no era Paco, ahora era el señor Gutiérrez de los Arcos) no llamara para preguntarle cómo iba la investigación y recordarle que el Secretario de Estado se estaba impacientando cada vez más.
          Por eso cuando el inspector González Ojeda le transmitió sus sospechas desechó su primera intención, la de mandarle a tomar po’l culo, y le escuchó con una paciencia como nunca hubiera sospechado que era capaz de tener. O quizás no fuese paciencia, quizás se tratara, simple y llanamente, de que estaba desesperado. Además, muchos estudios y muchas zarandajas, pero en el fondo lo que su subordinado le había propuesto era lo que él había hecho toda su puta vida, buscar un culpable y presionarlo hasta que acabara confesando su delito. Es cierto que no estaba tratando con un chorizo de tres al cuarto, al culpable elegido por el inspector, el editor de Cameron McCoy, no podía tratársele como a él le gustaba, por decirlo suavemente, con total olvido de sus derechos constitucionales, pero estaba tan desesperado que hizo caso al inspector y dictó una orden de detención contra Sebastián de Miguel.
          Y funcionó. Increíble, pero cierto. Ni siquiera tuvo que ejercer sobre el sospechoso una presión moderada porque nada más tenerle enfrente de él en la sala de interrogatorios admitió que era el asesino del Cuqui, como si estuviese deseando proclamar a los cuatro vientos que él, y sólo él, era el responsable del trasvase a la realidad de las maquinaciones criminales ideadas en la ficción por el mendigo reconvertido en autor de género negro. Era, además, una auténtica confesión, no el delirio de un loco que quiere saltar a la fama. Les dio detalles que sólo conocía la propia policía y les indicó dónde había guardado la navaja asesina, que fue oportunamente requisada por efectivos del Grupo de Homicidios. Al final hasta Paco (ahora sí, ahora no era Don Francisco Gutiérrez de los Arcos sino el Paco de siempre) le llamó, en persona, para felicitarle. Sí, pensó el comisario Espinosa, las cosas no habían podido ir mejor, pero había una cosa que no dejaba de intrigarle. ¿Cómo adivinó el inspector González Ojeda quién era el asesino? ¿Acaso le había ocultado algún dato importante de la investigación? Parecía obvio, pero no tenía sentido ningunearle para posteriormente ofrecerle en bandeja el triunfo más importante de su carrera. No, no tenía ningún sentido, así que decidió salir de dudas y le preguntó directamente cómo había adivinado había llegado al convencimiento de que el editor era el asesino.
          --En realidad fue fácil, jefe --empezó a explicarle con una sonrisa en los labios que a su superior le pareció particularmente odiosa--. En primer lugar me basé en la personalidad del Cuqui. Pese a que todo el mundo confirmara, e incluso aportara datos suficientes para avalarlo, que se trataba de Cameron McCoy, yo no me lo creí. Admito que es una figura literaria muy atrayente, el marginal que tiene una doble vida como escritor de culto, pero no acababa de visualizarlo, no sé si me explico.
          "Ya sabe, jefe, que soy Licenciado en Filología Hispánica --su sonrisa se volvió aún más odiosa a ojos del comisario-- y debo añadir que siempre me han interesado los escritores minoritarios, marginales, aquellos que escriben su obra sin dejarse influenciar por las modas del momento sino imbuidos por la estricta necesidad de crear una obra personal. Por eso conozco perfectamente la de Sebastián de Miguel. El gran público le conoce tan sólo por su condición de editor, pero es también escritor, uno de esos autores exquisitos por minoritarios o minoritarios por exquisitos, usted ya me entiende, jefe --añadió con insólito optimismo--, y como conocedor de su obra enseguida llegué, tras compararla con la del mendigo, a la conclusión de que él, y no el Cuqui, era el hombre que se escondía tras el seudónimo de Cameron McCoy.
          "¿Lo va entendiendo, jefe? Sebastián de Miguel quería ocultar que él era Cameron McCoy, posiblemente por miedo o vergüenza de que se supiera que el más exquisito escritor nacional se dedicaba también a perpetrar historias de policías y ladrones y se inventó al Cuqui, para que así nunca se sospechara de él. Supongo que luego el montaje empezó a írsele de las manos y quizás el hecho de que su alter ego hubiese conseguido el éxito popular como escritor que él jamás había logrado con su propia obra y su propio nombre le cegó y le llevó a matarlo en lo que para él no era un asesinato sino el suicidio de su lado más oscuro e indeseado. Así de fácil, jefe. Caso resuelto.
          Durante unos segundos el comisario Espinosa fue incapaz de pronunciar ni una palabra. Estaba claro que los tiempos habían cambiado desde que a él le soltaron por las calles para que persiguiera a los delincuentes. Sí, las cosas habían cambiado y él estaba dispuesto a aceptarlo. Estaba dispuesto a aceptar, porque no le quedaba más remedio, que no había que maltratar a un acusado para conseguir su confesión. Estaba dispuesto a aceptar, porque no había más pelotas, que desde un laboratorio, examinando una cosa llamada ADN, se resolviera un caso. Incluso estaba dispuesto a aceptar, aunque le tocara los cojones, que tenía que inclinarse ante un juez y respetar los derechos de los delincuentes si no quería meterse en un lío, pero había cosas que no podía aceptar, y jamás podría aceptar que gracias al estudio comparado de la obra literaria de un imbécil otro imbécil hubiera conseguido desvelar la identidad de un asesino.
          El inspector González Ojeda estaba esperando una respuesta del comisario Espinosa y éste se la dio, vaya si se la dio. Dos hostias en todo el careto, una con la mano izquierda y otra con la derecha, para que ninguna se sintiese discriminada. Las dos hostias que más a gusto había dado en toda su vida. No sabía qué ocurriría al día siguiente, si le abrirían un expediente disciplinario o si, incluso, corría peligro su jubilación, pero en ese momento todo le daba igual. Hacía años, muchos años, que no se sentía tan bien como después de haber dado aquellas dos hostias tan merecidas.



CUANDO VENGAN LOS MÍOS (EDUARDO RODRIGÁLVAREZ)


Bilbao, 1960. Una cuadrilla de txikiteros más o menos chirene fantasea, mientras juega al mus, con la idea de atentar contra Franco, aprovechando una visita que, supuestamente, el dictador tiene previsto realizar a la basílica de Begoña. Sus conversaciones entre envidos y órdagos, copas de anís y carajillos, llegan a oídos de un grupo anarquista, que un buen día coloca sobre el tapete la bomba que podría trocar la fantasía en realidad. Poco después, uno de los miembros de la cuadrilla, precisamente el elegido para hacer estallar el artefacto, muere en atentado. El comisario pone al frente del caso al más novato de los inspectores a su cargo, recién llegado de Medina de Rioseco. Cuando vengan los míos es una novela negra con una trama intrincada y excelentemente trabada, anclada en pocos pero muy significativos hechos históricos y ambientada en un Bilbao que hoy, aunque no haya desaparecido, nos cuesta reconocer. Pero, además, es una novela de humor, aunque sea el humor amargo de los protagonistas, todos ellos perdedores, personas combadas por el peso de la vida o sobrepasadas por los acontecimientos.

Fecha de publicación 15 noviembre 2018
Páginas 296