lunes, 5 de noviembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: LA OBLIGACIÓN ESTÁ ANTES QUE LA DEVOCIÓN


            Si hoy es lunes, toca un nuevo RELATO DE LOS LUNES NEGROS. Y para no desmentir ese tópico de que a los escritores nos pierde la vanidad, no he podido 8ni querido, para ser sincero) evitar el ponerme de protagonista, aunque se de un modo indirecto. Y si se mira bien, muy poco conveniente. En fin, es el precio de la gloria. Además, como muy bien dice el refrán


LA OBLIGACIÓN ESTÁ ANTES QUE LA DEVOCIÓN


          Coloqué una tarjeta entre las páginas del libro que estaba leyendo antes de cerrarlo. Mucha gente quizás no lo entienda, pero justamente cuando más me está gustando una novela suelo sentir la necesidad de parar, de cerrarla para pensar mejor en ella, de recrearme en lo leído hasta el momento y, sobre todo, de retrasar el momento de su finalización. Y es que siempre que llego a la última página de una obra que me ha emocionado, que me ha hecho feliz durante unas cuantas horas, me atenaza la sensación de estar sumido en un inmenso vacío, una sensación de que no sólo es el libro el que ha agotado su tiempo sino, también, un trozo de mi vida.
          En realidad, no tengo más remedio que reconocerlo, eso no me pasa con todos los libros. A mí, las que me gustan de verdad son las novelas policíacas. O negras, o criminales, como cada cual quiera llamarlas. Desde que un día, en un solitario vagón de tren, me encontré con un libro cuya cubierta, bastante deteriorada, señal de que había sido manoseada incesantemente, mostraba a una mujer gritando mientras un cuchillo, sostenido por una mano cuyo propietario estaba oculto, se acercaba a su garganta, y decidí leerla con tal de matar el aburrimiento que sentía en esos momentos, me convertí en un adicto a la literatura policial en todos sus géneros, subgéneros y vertientes, sin discriminaciones de ningún tipo.
          Ahora mismo, por ejemplo, mientras esperaba, estaba leyendo la última novela de José Javier Abasolo, un escritor cuya fama se acrecentaba día a día. Y no sólo la fama, sino las ventas de sus libros y, lo que a veces es mucho más difícil, la aceptación por parte de la crítica más exigente. Sin mencionar, por supuesto, las películas. Abasolo había conseguido lo que hasta ahora sólo estaba al alcance de los más prestigiosos escritores norteamericanos de best-sellers, que cada una de sus creaciones literarias, antes incluso de haber sido escrita la primera línea, hubiese sido ya adquirida por una importante productora nacional para rodar la correspondiente película. Varios goyas obtenidos y múltiples récords de recaudación confirmaban que los productores no se equivocaban al actuar de esa manera.
          Todavía tenía que esperar un rato así que volví a abrir el libro, aunque antes de hacerlo repasé la fotografía del autor que aparecía en la contraportada. En ella podía contemplarse a un hombre de apariencia normal, con aspecto de buena persona, mirada inteligente y porte atractivo, con un evidente sex-appeal, pese a que su pelo iba mermando poco a poco. En eso no engañaba al lector, era un hombre totalmente honesto que no mantenía en su décimo sexta novela la misma fotografía que en la primera sino que aceptaba, y nos lo mostraba sin complejos, el paso del tiempo.
          Eso no era lo único que me gustaba de él. En los últimos años me había convertido en un auténtico experto en su obra. Me conocía al dedillo sus primeras quince novelas, que había leído y releído un montón de veces, como seguramente ocurriría con la décimo sexta, que acababa de empezar a leer, y no sólo era un experto en sus novelas sino en su vida entera. Compraba las revistas en las que aparecían sus artículos, veía los programas de televisión a los que era invitado y no me perdía jamás sus intervenciones en un par de tertulias radiofónicas de las que era colaborador habitual. Si en alguna universidad de los Estados Unidos, lo digo porque son las que más pagan por estas chorradas, no por otra cosa, se hubiera convocado una cátedra sobre la obra de José Javier Abasolo, yo hubiese ganado el puesto sin la menor dificultad.
          Pero es que además Abasolo no sólo era un gran escritor sino que poseía una imaginación tan fecunda, una habilidad tan grande para crear tramas ingeniosas y bien estructuradas, sin la más pequeña fisura, que en más de una ocasión había sacado de su lectura, alguna que otra idea que me permitía realizar con mayor eficacia mi trabajo un trabajo delicado en el que no puedes permitirte errores si quieres seguir estando en la cumbre.
          Tan sólo quince minutos habían transcurrido desde que había vuelto a sumergirme en su último libro cuando tuve que cerrarlo nuevamente. Había llegado el momento de abandonar la ficción y retornar a la cruda realidad. No tenía tiempo que perder. Cuando el hombre que acababa de salir por el portal que estaba vigilando se introdujo en su coche decidí que había llegado el momento de alejarse de allí, justo en dirección contraria. Antes de doblar la esquina y desaparecer para siempre de aquella ciudad apreté el detonador que llevaba conmigo. La explosión subsiguiente tuvo que escucharse en un diámetro de muchos kilómetros y por el retrovisor pude comprobar, antes de desaparecer definitivamente de un lugar en el que jamás había estado, que el estallido había sido de tal magnitud que el hombre que acababa de subir al vehículo no tenía la más mínima posibilidad de salir con vida del mismo.
          Conecté la radio del coche. Dentro de muy pocos minutos la noticia saltaría a las ondas y podría escuchar la valoración que afamados críticos harían de la obra del fallecido. Seguramente todas las publicaciones especializadas en literatura criminal, tanto las impresas como las digitales, lanzarían ediciones especiales hablando del autor y su obra. Si sacaba tiempo, y esperaba sacarlo ya que con lo que había cobrado por este último trabajo podía permitirme unas largas, muy largas vacaciones, yo mismo escribiría un artículo loando su persona. Además, como soy bastante conocido en el mundillo de los aficionados al género, no creo que me fuera difícil conseguir que me lo publicaran. Quién sabe, quizás hasta podría convencer a alguna revista de actualidad para que me dieran un buen anticipo.
          Aquella noche, contra mi costumbre, decidí no celebrar el éxito de mi último trabajo. Haber acabado con la vida del más grande escritor de novela negra de todos los tiempos no me hacía muy feliz, precisamente, pero de todos modos mi conciencia estaba tranquila. Soy un profesional y por encima de todo me debo a mi trabajo. O, por usar las mismas palabras que escuchaba a menudo a mi padre cuando era pequeño, la obligación tiene que estar siempre por encima de la devoción. Aún así, como pequeño homenaje al gran escritor que acababa de asesinar, como pequeño homenaje a mi admirado Abasolo, volví a coger su última novela, que por una de esas casualidades de la vida en las que, habitualmente, no creemos ni los profesionales ni los aficionados del crimen, se titulaba precisamente "La obligación está antes que la devoción" y empecé a leerla nuevamente desde el principio, un principio que parecía haberse escrito pensando en mí:
          Coloqué una tarjeta entre las páginas del libro que estaba leyendo antes de cerrarlo. Mucha gente quizás no lo entienda, pero justamente cuando más me está gustando una novela suelo sentir la necesidad de parar, de cerrarla para pensar mejor en ella, de recrearme en lo leído hasta el momento y, sobre todo, de retrasar el momento de su finalización. Y es que siempre que llego a la última página de una obra que me ha emocionado, que me ha hecho feliz durante unas cuantas horas, me atenaza la sensación de estar sumido en un inmenso vacío, una sensación de que no sólo es el libro el que ha agotado su tiempo sino, también, un trozo de mi vida.