Si
hoy es lunes, toca un nuevo RELATO DE LOS LUNES NEGROS. Y para no
desmentir ese tópico de que a los escritores nos pierde la vanidad, no he
podido 8ni querido, para ser sincero) evitar el ponerme de protagonista, aunque
se de un modo indirecto. Y si se mira bien, muy poco conveniente. En fin, es el
precio de la gloria. Además, como muy bien dice el refrán
LA OBLIGACIÓN ESTÁ ANTES QUE LA DEVOCIÓN
Coloqué una tarjeta entre las páginas
del libro que estaba leyendo antes de cerrarlo. Mucha gente quizás no lo
entienda, pero justamente cuando más me está gustando una novela suelo sentir
la necesidad de parar, de cerrarla para pensar mejor en ella, de recrearme en
lo leído hasta el momento y, sobre todo, de retrasar el momento de su
finalización. Y es que siempre que llego a la última página de una obra que me
ha emocionado, que me ha hecho feliz durante unas cuantas horas, me atenaza la
sensación de estar sumido en un inmenso vacío, una sensación de que no sólo es
el libro el que ha agotado su tiempo sino, también, un trozo de mi vida.
En realidad, no tengo más remedio que
reconocerlo, eso no me pasa con todos los libros. A mí, las que me gustan de
verdad son las novelas policíacas. O negras, o criminales, como cada cual
quiera llamarlas. Desde que un día, en un solitario vagón de tren, me encontré
con un libro cuya cubierta, bastante deteriorada, señal de que había sido
manoseada incesantemente, mostraba a una mujer gritando mientras un cuchillo,
sostenido por una mano cuyo propietario estaba oculto, se acercaba a su
garganta, y decidí leerla con tal de matar el aburrimiento que sentía en esos
momentos, me convertí en un adicto a la literatura policial en todos sus
géneros, subgéneros y vertientes, sin discriminaciones de ningún tipo.
Ahora mismo, por ejemplo, mientras
esperaba, estaba leyendo la última novela de José Javier Abasolo, un escritor
cuya fama se acrecentaba día a día. Y no sólo la fama, sino las ventas de sus
libros y, lo que a veces es mucho más difícil, la aceptación por parte de la
crítica más exigente. Sin mencionar, por supuesto, las películas. Abasolo había
conseguido lo que hasta ahora sólo estaba al alcance de los más prestigiosos
escritores norteamericanos de best-sellers,
que cada una de sus creaciones literarias, antes incluso de haber sido escrita
la primera línea, hubiese sido ya adquirida por una importante productora
nacional para rodar la correspondiente película. Varios goyas obtenidos y múltiples récords de recaudación confirmaban que los productores no se
equivocaban al actuar de esa manera.
Todavía tenía que esperar un rato así
que volví a abrir el libro, aunque antes de hacerlo repasé la fotografía del autor
que aparecía en la contraportada. En ella podía contemplarse a un hombre de
apariencia normal, con aspecto de buena persona, mirada inteligente y porte
atractivo, con un evidente sex-appeal,
pese a que su pelo iba mermando poco a poco. En eso no engañaba al lector, era
un hombre totalmente honesto que no mantenía en su décimo sexta novela la misma
fotografía que en la primera sino que aceptaba, y nos lo mostraba sin
complejos, el paso del tiempo.
Eso no era lo único que me gustaba de
él. En los últimos años me había convertido en un auténtico experto en su obra.
Me conocía al dedillo sus primeras quince novelas, que había leído y releído un
montón de veces, como seguramente ocurriría con la décimo sexta, que acababa de
empezar a leer, y no sólo era un experto en sus novelas sino en su vida entera.
Compraba las revistas en las que aparecían sus artículos, veía los programas de
televisión a los que era invitado y no me perdía jamás sus intervenciones en un
par de tertulias radiofónicas de las que era colaborador habitual. Si en alguna
universidad de los Estados Unidos, lo digo porque son las que más pagan por
estas chorradas, no por otra cosa, se hubiera convocado una cátedra sobre la
obra de José Javier Abasolo, yo hubiese ganado el puesto sin la menor
dificultad.
Pero es que además Abasolo no sólo era
un gran escritor sino que poseía una imaginación tan fecunda, una habilidad tan
grande para crear tramas ingeniosas y bien estructuradas, sin la más pequeña
fisura, que en más de una ocasión había sacado de su lectura, alguna que otra
idea que me permitía realizar con mayor eficacia mi trabajo un trabajo delicado
en el que no puedes permitirte errores si quieres seguir estando en la cumbre.
Tan sólo quince minutos habían
transcurrido desde que había vuelto a sumergirme en su último libro cuando tuve
que cerrarlo nuevamente. Había llegado el momento de abandonar la ficción y
retornar a la cruda realidad. No tenía tiempo que perder. Cuando el hombre que
acababa de salir por el portal que estaba vigilando se introdujo en su coche
decidí que había llegado el momento de alejarse de allí, justo en dirección
contraria. Antes de doblar la esquina y desaparecer para siempre de aquella
ciudad apreté el detonador que llevaba conmigo. La explosión subsiguiente tuvo
que escucharse en un diámetro de muchos kilómetros y por el retrovisor pude
comprobar, antes de desaparecer definitivamente de un lugar en el que jamás
había estado, que el estallido había sido de tal magnitud que el hombre que
acababa de subir al vehículo no tenía la más mínima posibilidad de salir con
vida del mismo.
Conecté la radio del coche. Dentro de
muy pocos minutos la noticia saltaría a las ondas y podría escuchar la
valoración que afamados críticos harían de la obra del fallecido. Seguramente
todas las publicaciones especializadas en literatura criminal, tanto las
impresas como las digitales, lanzarían ediciones especiales hablando del autor
y su obra. Si sacaba tiempo, y esperaba sacarlo ya que con lo que había cobrado
por este último trabajo podía permitirme unas largas, muy largas vacaciones, yo
mismo escribiría un artículo loando su persona. Además, como soy bastante
conocido en el mundillo de los aficionados al género, no creo que me fuera
difícil conseguir que me lo publicaran. Quién sabe, quizás hasta podría
convencer a alguna revista de actualidad para que me dieran un buen anticipo.
Aquella noche, contra mi costumbre,
decidí no celebrar el éxito de mi último trabajo. Haber acabado con la vida del
más grande escritor de novela negra de todos los tiempos no me hacía muy feliz,
precisamente, pero de todos modos mi conciencia estaba tranquila. Soy un
profesional y por encima de todo me debo a mi trabajo. O, por usar las mismas
palabras que escuchaba a menudo a mi padre cuando era pequeño, la obligación
tiene que estar siempre por encima de la devoción. Aún así, como pequeño
homenaje al gran escritor que acababa de asesinar, como pequeño homenaje a mi
admirado Abasolo, volví a coger su última novela, que por una de esas
casualidades de la vida en las que, habitualmente, no creemos ni los
profesionales ni los aficionados del crimen, se titulaba precisamente "La
obligación está antes que la devoción" y empecé a leerla nuevamente desde
el principio, un principio que parecía haberse escrito pensando en mí:
Coloqué una tarjeta entre las páginas
del libro que estaba leyendo antes de cerrarlo. Mucha gente quizás no lo
entienda, pero justamente cuando más me está gustando una novela suelo sentir
la necesidad de parar, de cerrarla para pensar mejor en ella, de recrearme en
lo leído hasta el momento y, sobre todo, de retrasar el momento de su
finalización. Y es que siempre que llego a la última página de una obra que me
ha emocionado, que me ha hecho feliz durante unas cuantas horas, me atenaza la
sensación de estar sumido en un inmenso vacío, una sensación de que no sólo es
el libro el que ha agotado su tiempo sino, también, un trozo de mi vida.