He leído en
Borges que cuando Dante Gabriel Rosetti terminó la novela ‘Cumbres Borrascosas’
le envió a un amigo una carta: “La acción transcurre en el infierno, pero los
lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses”.
Sé que con
la poesía de Asier sucede algo similar aunque quizá menos terrible: que por
alguna razón Madrid es el nombre, pero la acción o las fotografías o las
estampas vienen de otra parte o residen en otra parte.
Su voz y su
ámbito proceden de la literatura, de los libros de poemas, de las canciones, de
la imaginación comunitaria de los poetas, que él expresa administrándoles
univocidad. Por eso en el libro hay trazos más o menos escondidos de los poetas
con los estilos más variados: del casi metafísico Rilke o el hondo y sencillo
Ángel González, a un Gimferrer lírico y atmosférico.
Casi nunca
sale de su vida o en todo caso de un hecho banal, de un gesto insuficiente, de
unas palabras sin significado. Sus muchachas, incluso cuando él tiene algunas
concretas y vitales en mente, tienen algo de las muchachas en flor de Proust;
sus tejados, de las ciudades de Sabina; su niebla, su lluvia, sus amores, sus
letargos, sus perfumes, sus cinismos, de la novela negra o de esas latitudes.
(Enrique Navega)