Cuando empecé a leer Una anciana obesa y tranquila contaba con una ventaja: ya había leído las dos anteriores novelas publicadas de Luis Gutiérrez Maluenda, Putas, diamantes y cante jondo y Música para los muertos. Incluso contaba con otra ventaja añadida, conocía de la primera de las citadas novelas a Basilio Céspedes, alias Humphrey, ustedes se imaginarán perfectamente el motivo de ese sobrenombre, el detective al que las circunstancias llevarán a averiguar los motivos de que una vecina suya, una vieja nada problemática, más gorda que una luna llena y tranquila como sólo lo son los seres más inocentes entre los inocentes, aparece un día asesinada con signos inequívocos de haber sido salvajemente torturada.
La hija de María, portuguesa como la protagonista del fado, le pedirá a Céspedes (¿o se lo pide en realidad a Humphrey?) que averigüe el paradero de su único hermano, que se quedó con María cuando ésta le abandonó siendo aún muy pequeña, y en esa búsqueda inocente Humphrey (o quizás Céspedes, es difícil distinguirlos, sobre todo si tenemos en cuenta que son dos personas distintas y un solo detective verdadero) encontrará no sólo al hermano desaparecido sino que descubrirá también, pese a que desde el primer momento dice ue ése no es su cometido, los motivos de que una anciana obesa y tranquila haya disfrutado de una muerte tan horrible.
Dicho así parece que estamos ante una clásica novela negra. Y es cierto que lo estamos, aunque en lugar de en los Estados Unidos de la Ley Seca estemos en la Barcelona actual, una Barcelona algo diferente (o quizás sea la misma, sólo que mirada con unos ojos más desapasionados y escépticos) a la Barcelona post-olímpica, más moderna y glamorosa que la que nos ofrece con una prosa irónica Gutiérrez Maluenda. Se acompaña para ello de un plantel de personajes secundarios como su socio, Billy Ray, un hombre cuya máxima ilusión hubiera sido nacer en Wyoming, Mercedes, esa secretaria que tiene lo que debe tener la secretaria (o el secretario, no se trata de discriminar) de nuestros sueños, salvo algo tan importante como la buena disposición, o el comisario Jareño, que pese a su cargo parece sentir cierta debilidad por Céspedes (y en esto estoy completamente seguro al hablar de Céspedes, dudo que un tipo como Humphrey pudiera gustar a un comisario, ni siquiera a Jareño, que un policía, sean cuales sean sus ideas, siempre será un policía). Pero sobre todos destaca Teresa Silva, la hija de María, capaz de transmitirnos (¿o es Gutiérrez Maluenda el que nos lo transmite?, no sé, a veces cuando la novela está tan viva confundo autores con personajes) toda la tristeza de los fados que ella canta a diario en el lisboeta barrio de Alfama y, a pesar de ello, hacer que nos quedemos con la sensación de que ha merecido la pena leer esa novela.
La hija de María, portuguesa como la protagonista del fado, le pedirá a Céspedes (¿o se lo pide en realidad a Humphrey?) que averigüe el paradero de su único hermano, que se quedó con María cuando ésta le abandonó siendo aún muy pequeña, y en esa búsqueda inocente Humphrey (o quizás Céspedes, es difícil distinguirlos, sobre todo si tenemos en cuenta que son dos personas distintas y un solo detective verdadero) encontrará no sólo al hermano desaparecido sino que descubrirá también, pese a que desde el primer momento dice ue ése no es su cometido, los motivos de que una anciana obesa y tranquila haya disfrutado de una muerte tan horrible.
Dicho así parece que estamos ante una clásica novela negra. Y es cierto que lo estamos, aunque en lugar de en los Estados Unidos de la Ley Seca estemos en la Barcelona actual, una Barcelona algo diferente (o quizás sea la misma, sólo que mirada con unos ojos más desapasionados y escépticos) a la Barcelona post-olímpica, más moderna y glamorosa que la que nos ofrece con una prosa irónica Gutiérrez Maluenda. Se acompaña para ello de un plantel de personajes secundarios como su socio, Billy Ray, un hombre cuya máxima ilusión hubiera sido nacer en Wyoming, Mercedes, esa secretaria que tiene lo que debe tener la secretaria (o el secretario, no se trata de discriminar) de nuestros sueños, salvo algo tan importante como la buena disposición, o el comisario Jareño, que pese a su cargo parece sentir cierta debilidad por Céspedes (y en esto estoy completamente seguro al hablar de Céspedes, dudo que un tipo como Humphrey pudiera gustar a un comisario, ni siquiera a Jareño, que un policía, sean cuales sean sus ideas, siempre será un policía). Pero sobre todos destaca Teresa Silva, la hija de María, capaz de transmitirnos (¿o es Gutiérrez Maluenda el que nos lo transmite?, no sé, a veces cuando la novela está tan viva confundo autores con personajes) toda la tristeza de los fados que ella canta a diario en el lisboeta barrio de Alfama y, a pesar de ello, hacer que nos quedemos con la sensación de que ha merecido la pena leer esa novela.