En ese capítulo, sin embargo, no aparecía Goiko, así que he
decidido subir también el segundo, que es el primero en el que aparece. No está
entero, ya que es algo extenso y los textos muy extensos, en la pantalla de
ordenador, fatigan, pero espero que sea suficiente. El resto y los demás capítulos
ya sabéis cómo podéis leerlos...la editorial, la distribuidora, los libreos,
Goiko y yo os estaremos muy agradecidos :-)
Miré
con satisfacción, y un punto de sadismo, lo reconozco, al enano cabrón que
estaba sentado frente a mí. Había llegado mi turno y estaba dispuesto a
machacarle para resarcirme de todas las palizas que me había propinado a lo
largo de una tarde que se me estaba haciendo eterna. Para hacer más placentero
el momento le di un sorbo al vaso de güisqui que acababa de servirme, antes de
repartir las cartas. Mi contrincante hacía rato que había acabado su bebida,
pero decidí no rellenarle nuevamente su vaso. Si deseaba tomar algo, que se
humillara y me lo pidiera. Ya sé que era una mezquina venganza, pero qué coño,
cuando uno lleva toda la tarde de derrota en derrota, no se le puede pedir que
se sienta magnánimo y generoso.
Volví
a mirar las cartas y comprendí que esta vez no se me podía escapar la victoria.
Miré fijamente al desecho humano que se había atrevido a desafiarme y con un
brillo en los ojos que delataba cómo estaba gozando, pronuncié con voz firme
las palabras mágicas.
–¡Abuelo
tirolés!
Ahora
sí, como que me llamaba Mikel Goikoetxea, ahora sí que iba a saber el enano ése
de los cojones lo que era sentirse derrotado, vencido y totalmente jodido, pero
en lugar de venirse abajo el cabrón, sonriendo de oreja a oreja, me dijo que no
lo tenía.
–Lo
siento tío, has fallado, ahora es mi turno. Abuela tirolesa, padre bantú, madre
bantú, abuelo mexicano…
No
me lo podía creer. El pequeño hijo de puta me estaba chuleando vilmente. Era
imposible que no tuviera el abuelo tirolés, porque yo no lo tenía y ya no
quedaban cartas para robar encima de la mesa. Yo lo sabía y él lo sabía, pero
me miraba imperturbable, como hubiera podido hacerlo un auténtico tahúr educado
en los barcos de vapor que recorrían el Mississippi. Viendo que yo tardaba en
reaccionar repitió su petición.
–Abuela
tirolesa, padre bantú, madre bantú, abuelo mexicano…
Me
encontraba en una situación muy difícil. ¿Cómo podía decirle a un niño de ocho años que me estaba haciendo
trampas? El problema no es que fuese un niño sensible capaz de echarse a llorar
allí mismo si yo me enfadaba con él, sino todo lo contrario, era la pequeña
bestia la que me tenía agarrado por los huevos, y lo sabía perfectamente, de
ahí su gesto triunfal y desafiante. Hacía dos meses que su madre y él se
trasladaron a la vivienda contigua a la mía, y desde el primer momento, los
hombres somos así, qué le vamos a hacer, un millón de años de pulsiones
atávicas nos contemplan, intenté ligarme a la nueva vecina. Por eso cometí el
error de decirle que me tenía a su disposición para lo que hiciera falta y por
eso ella me había preguntado, esa misma mañana, si podía quedarme por la tarde
con el crío, ya que había quedado con un amigo y no había podido conseguir a
tiempo una canguro. Así que mientras otro tío se la estaba follando a mí me
tocaba poner buena cara, más bien cara de gilipollas, y aguantar al niñito, no
fuera a estropear las cada vez más debilitadas e inconsistentes oportunidades
que tenía de camelarme a la madre.
Le
di la abuela tirolesa, el padre bantú, la madre bantú, el abuelo mexicano y si
me hubiese pedido la cuñada portuguesa también, aunque no apareciera en la
baraja. Y claro, le di los cinco euros de rigor que habíamos apostado para
darle más interés a la partida. Contando esos cinco últimos euros, esa tarde ya
habían pasado de mi bolsillo al suyo treinta. Lo más jodido del asunto
estribaba en que, en el caso de haber ganado yo una partida, no habría podido
cobrarle porque, seamos sinceros, ¿cómo iba a pedirle a un tierno infante, un
adulto hecho y derecho como yo, que me pagara una deuda de juego? Me estremecí
al pensar que si eso era capaz de hacer con tan sólo ocho años, qué no podría
hacer cuando cumpliese quince más. Tal vez atracar bancos, por ejemplo. O
quizás algo peor, como trabajar en uno de ellos de asesor de inversiones.
El
pequeño monstruo estaba barajando de nuevo las cartas, no sé para qué, si total
iba a volver a ganar él, hiciera yo lo que hiciese, cuando fuimos interrumpidos
por el sonido del timbre. No esperaba a nadie, pero fuese quien fuese desde ese
mismo momento se ganó mi gratitud eterna. Incluso aunque fuese el mismísimo
Freddy Krugger. Es más, si venía dispuesto a practicar sus habilidades con el
hijo de la vecina, contaba con mis bendiciones, pese a no estar nada seguro de
que el resultado del combate pudiera ser favorable para el bueno de Freddy.
Pero cuando abrí la puerta el rostro que vi no fue el del entrañable ser que no
dejaba de aterrorizar a las buenas gentes de Elm Street sino el de Ander
González, aunque tras contemplar su cara pensé que seguramente había salido
perdiendo con el cambio.
Sin
hacerle ninguna pregunta le dije que entrara y, tras deshacerme del hijo de mi
vecina diciéndole que se fuera a la cocina porque en el congelador podría
encontrar un helado de los que más le gustaban, volví a mirar a González. Mi
primera impresión era cierta, tenía la cara desencajada y apretaba
compulsivamente los puños, como si quisiera destrozar algo que llevara en su
interior y se le estuviese resistiendo. Estuvo así unos pocos segundos hasta
que por fin se animó a soltarme la bomba.
–Han
disparado contra Eneko y se encuentra muy grave. En estos momentos están
operándole a vida o muerte en el Hospital de Cruces. Lo siento, Goiko, ya sé
que él y tú…
No
finalizó la frase sino que después de decir eso se sentó, o sería mejor decir
se derrumbó, en una de las butacas del salón, mirándome con ojos vidriosos, no
sé si esperando una respuesta o, sencillamente, descansando tras haberse
quitado un peso de encima al habérmelo traspasado.
No
eran necesarias más explicaciones. Los dos sabíamos a quién se estaba refiriendo,
a Eneko Goirizelaia, un oficial de la Ertzaintza que había sido compañero mío
durante muchos años, primero en la Academia de Arkaute y poco después en la
Brigada de Homicidios. Fue además uno de los pocos, si no el único, que me
apoyó cuando caí en desgracia, pese a que le había dado mil motivos para
mandarme a tomar por culo. Me acerqué hasta González, cuyo rostro empezaba a
dar síntomas de recuperación, y le pregunté qué era lo que había ocurrido.
–Ahora
no hay tiempo, tienes que acompañarme hasta el hospital, en el camino te lo
cuento todo.
Ander
González siempre había sido muy leal a Eneko, por eso, aunque jamás habíamos
llegado a coincidir en el cuerpo, me ayudó también cuando le necesité, de ahí
que no tuviera ningún recelo ante lo que acababa de decirme, pero aún así me vi
obligado a explicarle que no me era posible, ya que estaba cuidando al hijo de
mi vecina y no sabía cuándo volvería.
–¿No
puedes llamarla por el móvil?
–Sí,
pero es que ni siquiera sé dónde está ni cuánto tiempo tardaría en venir, eso
si consigo localizarla. Joder, Ander, sabes que estoy deseando acudir al lado
de Eneko, pero me encuentro atado de pies y manos.
Ander
González debía tener un interés aún mayor porque fuera a reunirme con mi amigo,
porque diciéndome que por eso no había ningún problema habló a través de su
móvil y en pocos segundos un ertzaina uniformado, al que conocía de vista, se
presentó en la casa dispuesto a relevarme.
–Garrastatzu
es un auténtico hombre de familia, con mujer y cuatro hijos –me informó González–,
así que no tendrá ningún problema para ocuparse del retoño de tu vecina.
Eso
es lo que tú te crees, pensé para mis adentros, pero me abstuve de hacer
cualquier comentario. Como no conseguí hablar con ella le envié un mensaje,
explicándole la situación. No pude evitar sonreír al pensar en el susto que se
iba a llevar al llegar a casa, cuando comprobara que su encantador vástago
había sido custodiado durante toda la tarde por un curtido y veterano policía.
Si en algunos momentos llegué a albergar una remota esperanza de ligarme a la
madre de la bestezuela, en esos momentos la di por finiquitada, aunque en el
fondo tampoco lo lamentaba en exceso, ese tipo de mujeres suele venir con el
lote completo y, las cosas como son, ya no tenía edad para ejercer la
paternidad con un aprendiz de delincuente.
González
había dejado el coche aparcado en doble fila, junto a la farmacia que se
ubicaba al lado de los desaparecidos cines Mikeldi. Un joven con el pelo
engominado y una ostentosa cadena de oro al cuello no cesaba de tocar el
claxon, justamente indignado porque el vehículo del ertzaina le impedía salir.
Cuando González sacó las llaves para abrir las puertas de su coche, el
engominado empezó a despotricar contra él y toda su parentela, pero una simple
mirada fue suficiente para que se callara como un muerto. La verdad es que
González no es de esos policías prepotentes que allá donde van ejercen de un
modo desmedido su autoridad, de ahí que el hecho de que con una simple mirada
consiguiera hacer callar a aquel botarate me indicara la seriedad del tema.
Aunque no hacía falta que me lo recordaran, lo poco que me había dicho
anteriormente en mi casa, que alguien había disparado a Eneko y se encontraba
en esos momentos luchando por su vida en un hospital, había sido suficiente
para que me percatara de la gravedad del caso.
Hasta
que enfilamos la autovía estuvimos los dos callados, pero no pude contenerme
durante mucho tiempo.
–¿Me
lo vas a contar ya o tengo que presentar una instancia, con papel timbrado y
todo?
En lugar
de contestarme con un exabrupto, como seguramente hubiese hecho yo de estar en
su lugar, Ander González, se relajó y tras disculparse por la actitud que había
mantenido hasta ese momento, empezó a contarme lo poco que sabía.
–Ha
ocurrido esta mañana, junto a la prisión de Basauri. Según parece había ido a
recoger a un preso al que acababan de excarcelar cuando desde un vehículo cuya
matrícula estaba borrada y que se dio a la fuga, les ametrallaron a ambos. El
preso recién liberado falleció en el acto y a Eneko se lo llevaron a Cruces
gravemente herido. Aún no sabemos si saldrá de ésta, quién sabe, quizás para
cuando lleguemos ya haya fallecido –se quebró su voz al decir esto último.
Intenté
animarle, pero enseguida comprendí que era algo absurdo. Ambos habíamos visto,
a lo largo de nuestras carreras, numerosas situaciones similares y éramos
conscientes de lo que estaba en juego, ninguno de los dos necesitábamos vanos
consuelos, eran otras ideas las que ocupaban nuestras mentes.
–¿Tenéis
algún indicio lo que ha ocurrido? ¿Algún posible móvil?
González
se encogió de hombros antes de decirme que de momento ni siquiera sabían si el
objetivo principal era el expreso, Eneko o los dos a la vez.
–¿Acaso
estaba trabajando en algún asunto excesivamente peligroso?
Vaciló
durante algunos segundos antes de responderme que creía que no.
–¿Crees
que no? –dejé la pregunta en el aire. Si quería entenderme me entendería, pero
extenderme más sonaría a reproche, y no era mi intención enfrentarme con él, no
al menos en esos momentos.
Supongo
que comprendió el mensaje porque suspiró largamente antes de volver a hablar.
–Somos
compañeros, ya sabes cómo funciona esto, prácticamente somos una pareja de
hecho –se sonrió al decir esta última frase–, llevamos en común los mismos
casos, hacemos el mismo trabajo, y en estos momentos no tenemos entre manos
ninguna investigación potencialmente peligrosa. Ni en estos momentos ni en los
últimos tiempos. Pero... –se calló durante unos instantes que aproveché para
decir eso tan original de que "siempre hay un pero"–, últimamente se
le veía nervioso, como muy agitado y llegué a pensar que estaba trabajando en
solitario en algún caso del que no nos había informado a sus compañeros.
–Eso
no parece propio de Eneko. De mí sí, lo reconozco, pero Eneko es un enamorado
de los reglamentos.
–Así
es –asintió González–, la única explicación posible es que se tratara de un
asunto tan peligroso que de momento prefiriera llevarlo en secreto antes de
decidir qué camino seguir.
–Sí,
eso parece razonable, y también que debía ser un asunto peligroso, en el caso
de que ese “desconocido asunto” tenga relación con el tiroteo que ha sufrido.
¿Se sabe quién es el preso liberado que ha fallecido?
–Sí,
se trata de Koldo Ferreira, un antiguo militante de ETA que llevaba muchos años
recluido y aunque se había alejado hace ya bastante tiempo de la organización
no obtuvo la libertad con anterioridad porque le aplicaron la doctrina Parot.
–¿Un
exmiembro de ETA? No lo entiendo, que yo sepa Eneko nunca ha estado destinado
en las fuerzas antiterroristas.
–Así
es –volvió a asentir González–, pero me cuesta creer que sea casualidad. Hoy no
liberaban a ningún preso que hubiese tenido en el pasado relación con ningún
caso suyo ni tampoco a alguno de sus confidentes, así que lo más razonable es
pensar que había ido allí por Ferreira.
–¿No
podía haber ido a Basauri para entrevistarse con alguno de los presos y por ese
motivo estar en el lugar equivocado en el momento equivocado?
–Ya
lo he pensado, pero en ninguno de los casos de los que en estos momentos nos
estamos ocupando hemos considerado necesario hacer una gestión de ese tipo.
También me he puesto en contacto con las autoridades de la prisión y me han
dicho que no les había comunicado previamente su deseo de entrevistarse con
ningún recluso. Así que, aunque no sepamos cuál era el motivo, lo más lógico es
pensar que acudió a la prisión para recoger a Ferreira.
Lo
que Ander González decía era totalmente razonable y asentí en silencio. Con los
datos que me había proporcionado sus conclusiones parecían bastante lógicas y
razonables, pero de momento eso no nos llevaba a ningún sitio. ¿Qué relación
podían tener Eneko y Ferreira? Me imagino que no tardaríamos en saberlo, en
cuanto sus compañeros empezaran a investigar en esa dirección, pero para mi
sorpresa González me dijo que estaba equivocado, que de eso nada.
–Los
mandos ya han dictaminado que las heridas sufridas por Eneko se debieron tan
sólo a la mala suerte de encontrarse junto a Ferreira en esos momentos, que en
realidad lo que ocurrió fue una consecuencia no buscada de un atentado dirigido
única y exclusivamente contra el antiguo etarra. De hecho las diligencias
judiciales, aunque aún se encuentran en Bilbao ya que el levantamiento del
cadáver lo practicó el juez de guardia, no van a tardar mucho en remitirse a
Madrid, a la Audiencia Nacional.
–¿Tan
pronto?
No
puedo asegurarlo porque Ander González, mientras conducía, miraba fijamente al
frente, pero en su frente aparecieron durante unos instantes unas pequeñas arrugas,
delatoras tanto de su cansancio como del hastío que le producía lo que me iba a
decir.
–Por
lo que me han dicho, esta misma mañana el viceconsejero ha recibido en su
despacho de Lakua* una llamada procedente del
Ministerio del Interior, de uno de sus gerifaltes, por la que amablemente le
solicitaban que la Ertzaintza se abstuviera de iniciar una investigación por su
cuenta y, en todo caso, estuviera a disposición de lo que indicaran los
magistrados de la Audiencia Nacional. Y por lo que me ha comentado mi
informante, el "vice" no ha dado muestras, en ningún momento, de
estar en desacuerdo con esas órdenes. es más, parecía aliviado, como si el que
uno de sus agentes pudiese morir a consecuencia del atentado le importara un
huevo.
Había
rabia en sus palabras, pero también impotencia, una rabia que empezaba a sentir
como propia, aunque no la impotencia, al menos no de momento.
–Bueno,
yo sigo estando en situación de excedencia, así que no me afectan para nada las
órdenes del señor viceconsejero ni de todos los ilustrísimos jueces y
magistrados de la Audiencia Nacional.
Por
primera vez desde que pasó a buscarme apareció una sonrisa en la cara de
González.
–Me
imaginaba que ibas a reaccionar así, y en parte por eso he ido a buscarte,
además de por saber que a Eneko y a ti os une una gran amistad, pero tú también
puedes llegar a tener problemas. Te pueden quitar la licencia para actuar como
detective e incluso acabar con tus posibilidades de reingreso. Eso en el mejor
de los casos, porque te arriesgas a que te emplumen por un delito de
obstrucción a la justicia o algo de similar cariz.
–Eso
es lo de menos, la verdad es que aunque todavía no he convertido mi excedencia
temporal en algo definitivo no tengo muchas intenciones de regresar al servicio
activo. Y en cuanto a lo otro, puedo permitirme tanto la pérdida de la licencia
como el mejor de los abogados.
Estábamos
entrando en el aparcamiento del hospital así que permanecimos callados un buen
rato callados mientras buscábamos una plaza libre en la que dejar el vehículo.
Pocos minutos después cruzábamos la puerta del hospital y sin perder ni un
segundo preguntamos por nuestro amigo.
Las
noticias no eran ni buenas ni malas. Durante seis horas estuvieron operándole y
la intervención fue un éxito, pero de momento los médicos no se atrevían a
vaticinar si conseguiría o no sobrevivir. Se encontraba en situación de coma
inducido, en una habitación individual equipada como si se tratase de una
unidad de cuidados intensivos, pero la moneda aún no había caído al suelo y no
se sabía si iba a salir cara o cruz.
Nos
tomamos un café de la máquina que había en una sala de espera, embutido cada
uno en sus propios pensamientos y sin saber qué hacer. No podíamos entrar en la
habitación de Eneko, debido a su estado, y seguramente hasta dentro de unos
días la balanza no se inclinaría a ningún lado. Estar allí no tenía ningún
sentido y ambos lo sabíamos, pero de algún modo en nuestro subconsciente
revoloteaba la idea de que si nos levantábamos de las incómodas sillas en las
que nos habíamos sentado estábamos abandonando a nuestro amigo. Ander González
se tomó de un trago su café y se levantó, dirigiéndose a la máquina, como si
quisiera servirse otro, pero en lugar de ello miró hacia la puerta y tras
comprobar que no había nadie cerca la cerró, aprovechando que en esos momentos
nos hallábamos solos en la estancia.
–Antes
te he dicho que había ido a buscarte por dos razones, una de ellas porque eres
uno de los mejores amigos, si no el mejor, de Eneko, y la segunda para
involucrarte en la investigación que nosotros no podemos efectuar,
paradójicamente, desde la Ertzaintza. Hay otra, relacionada con esta última. Me
gustaría que esta noche te quedaras aquí, en el hospital, custodiándole.
Le
miré extrañado antes de pedirle que se explicara, aunque intuía lo que iba a
escuchar.
–Ya
conoces la versión oficial, Eneko ha sido víctima accidental de un atentado que
no iba dirigido contra él sino contra un antiguo terrorista que acababa de ser
puesto en libertad, por eso, cuando algunos compañeros insinuamos que quizás
fuera conveniente proporcionarle un retén de vigilancia para evitar que se
pudiera repetir el intento de asesinato, nos tildaron de paranoicos y se
negaron en redondo a hacernos caso. Incluso de un modo ciertamente sospechoso,
nos han asignado de repente trabajos que nos van a obligar a alejarnos del
hospital durante mucho tiempo.
–Entiendo
–le contesté, y era parcialmente verdad, entendía perfectamente lo que estaba
ocurriendo, pero no acababa de entender los motivos–, y no te preocupes por
eso, lo que no sé es cómo voy a justificar mi presencia aquí, en e.l hospital,
durante toda la noche. Ya sabes que a partir de cierta hora, no recuerdo muy
bien cuál, no se permite la permanencia de visitas.
–Eso
ya está arreglado –me tranquilizó González–, tenemos cierta influencia con uno
de los directivos del hospital –no me dijo a qué se debía esa “influencia” y
preferí no preguntárselo– y nos ha proporcionado una txartela* que te identifica como
segurata.
–¿Como
segurata?
–Sí,
como segurata, ¿no te gusta la idea? Nos ha jodido el señorito. ¿Qué querías,
una que te identificara como cirujano maxilofacial y que de repente alguna
enfermera te avisara para efectuar una operación urgente?
Supongo
que ése fue el momento elegido por Ander González para desatar la tensión
acumulada durante todo el día, así que no se lo tomé en cuenta y le dije que
por mí lo de segurata estaba bien