Que no nos confunda el título. “Los
últimos románticos” no nos hablan de Romeo y Julieta, ni de Abelardo y Eloísa,
ni siquiera de unos renacidos amantes de Teruel, ahora que ya sabemos que
Teruel existe. Pero sin embargo sí que nos habla de amor, de amor a la vida, de
amor a las pequeñas cosas. De amor a la literatura. A la buena literatura, en
este caso.
Txani Rodríguez, en esta novela,
consigue conjugar dos cosas aparentemente contradictorias, al hablarnos de la
mediocre y rutinaria vida de una mujer que, sin embargo, no es mediocre, aunque
la vida sí la haya obligado a adaptarse a cierta rutina.
Irune, la protagonista, trabaja en
una fábrica de productos de papel en la que desarrolla un trabajo mecánico,
pese a que algunos párrafos de la obra nos llevan a sospechar que tiene un
título o, al menos, una educación universitaria. Sin pareja, vive sola desde
que sus padres fallecieron y de vez en cuando toma algo a la salida de la
fábrica. Cuando se siente deprimida llama por teléfono a un operador de Renfe
para preguntarle por el horario y destino de unos trenes que, seguramente,
jamás cogerá. Lo hace, simplemente, por escuchar al otro lado del hilo telefónico
una vez amable.
Pero, afortunadamente, sí que es una
romántica. Una romántica de ésas que aún creen en la gente, en unos valores, en
unas pautas sociales de comportamiento. Por eso, se preocupa por sus vecinos. Y
por eso, cuando unos compañeros deciden declararse en huelga, les apoyará. Por
puro romanticismo. O, quizás simplemente, por pura decencia. Pero es que en
estos tiempos que vivimos, por duro que parezca decirlo, ser --o intentar serlo--
decente es un acto de romanticismo.
Txani ha conseguido con unos
materiales alejados de la épica y de la grandilocuencia, con unos materiales
que algunos calificarían como “de derribo” (sin darse cuenta de que, en
realidad, todos estamos constituidos por ese tipo de materiales) una novela que
es un canto a la vida, un canto a no resignarse. Y, de rebote, un canto a la
buena literatura.