Una tumba en Jerusalén es una historia de ficción, pues se
trata de una novela, y las novelas, por definición, son obras de ficción. Ahora
bien, cuenta con un trasfondo histórico. En estos casos, el lector o
la lectora raramente pueden eludir la tentación de preguntarse si determinados
hechos que se narran sucedieron en algún momento o si tal o cual personaje se
basa en personas que realmente existieron. En definitiva, dónde están los
límites entre la
ficción y la realidad o, más exactamente, la historia.
El trasfondo de Una tumba en Jerusalén está
integrado básicamente por tres escenarios históricos: el intento por parte de
determinados jerarcas del III Reich de atraer a su causa al nacionalismo vasco,
en el marco de la II Guerra Mundial; la caza y captura a la que fueron sometidos muchos de los nazis
huidos tras la rendición de Alemania, con independencia del país en el que se
hubieran refugiado, y los (pen)últimos años del franquismo. Veamos uno a uno estos
escenarios.
El III Reich pretendía establecer un Nuevo Orden en
Europa, para lo cual necesitaba aliados. Contó con muchos, muchísimos. Por una
parte, porque las ideas totalitarias no eran exclusivas de Alemania e Italia, y existían
fuerzas de corte nazifascista en la
práctica totalidad de los países. Por otra, porque,
lógicamente, no fueron pocos los oportunistas que apostaron por el que parecía
el caballo ganador. Pero, además, hubo jerarcas nazis que, impulsados en parte por sus
convicciones etnicistas y en parte
por la pura conveniencia, buscaron aliados también en las naciones sin Estado. Y los
encontraron, por ejemplo, en Bretaña o en Flandes, pero también en Ucrania o en
Georgia, y en otros
muchos países. Por ejemplo, las Waffen-SS llegaron
a integrar a una legión de indios que peleaban por la independencia de su país,
entonces en manos británicas. El axioma “los enemigos de mis enemigos son mis amigos” genera a
menudo extrañas compañías.
En este contexto, el nacionalismo vasco también fue sondeado sobre la
posibilidad de colaborar en la construcción del Nuevo Orden. Y lo fue por
iniciativa de Karl Rudolf Werner Best, un
oficial de altísimo rango de las SS, en realidad, un general, que había sido
ayudante personal de
Reinhard Heydrich cuando este
estaba al frente de la Oficina Central de Seguridad del Reich, que, entre
otros “servicios”, controlaba a la Gestapo. El sondeo no dio frutos,
porque, tal y como se explica en la novela, el nacionalismo
minoritario, ANV, era de izquierdas y el mayoritario, representado por el
PNV-Gobierno Vasco en el exilio, se comprometió desde el primer momento con los
Aliados, muy
especialmente a través de los “servicios” o Servicio Vasco de Información. Ello no
obsta para que alguno de sus militantes, concretamente, Eugène Goyhenetche,
practicara, de grado o por fuerza, un doble juego que, terminada la guerra, hizo
que purgara cárcel por colaboracionista. Si fue un
héroe o un villano es algo que aún sigue suscitando controversia, aunque lo
cierto es que fue rehabilitado. En 1968 obtuvo la cátedra de Historia Vasca en
la Universidad de Pau y en 1982 la Universidad del País Vasco le otorgó la
distinción de “Doctor Honoris Causa".
Un vasco al que también se cita en la novela y que sí fue un
colaboracionista notorio, aunque no estaba adscrito a partido abertzale alguno
sino a la derecha francesa, fue Jean Ybarnégaray, quien
llegó a ser ministro en el gobierno de Vichy. Sin embargo, se distanció y, en
1943, acusado de haber ayudado a diversas personas a atravesar clandestinamente la frontera de los
Pirineos, fue deportado
al campo de Fussen-Planssee, en
Austria. Terminada la guerra, fue condenado en Francia por colaboracionista a
la pena de “degradación nacional”, que le privaba del derecho a voto, a ser
candidato, a ejercer determinados empleos o a poseer armas. Le fue suspendida precisamente
“por acto de resistencia”.
El segundo escenario histórico que está en el trasfondo de Una
tumba en Jerusalén es el de los nazis que, terminada la guerra, se
escondieron en diversos países del mundo y la caza a la que fueron sometidos. En la
inmediata posguerra, las potencias aliadas se emplearon lógicamente a fondo,
tanto para capturar a los jerarcas alemanes del nazismo como a sus
colaboradores locales, al tiempo que pugnaban entre ellas por hacerse con
los servicios de científicos, como Wernher von Braun, a quien se cita en la novela, o agentes
de inteligencia que pudiesen reportarles algún beneficio, aunque ello supusiera
tener que mirar a otro lado con respecto al grado de compromiso que habían
mantenido con el régimen de Hitler. Pero, sobre todo tras los Juicios de
Núremberg, que supusieron el ajuste de cuentas con la cúpula del nazismo, las
potencias aliadas se relajaron y el peso de la investigación para localizar a
los huidos y documentar los cargos contra ellos quedó muchas veces en manos de
particulares, como Simon Wiesenthal, un
superviviente de los campos de exterminio.
Es rigurosamente cierto que un ciego llamado Lothar Hermann, con la
ayuda de su hija Silvia, proporcionó la pista que permitió al Mossad identificar
y localizar en Argentina a Adolf Eichmann, considerado uno de los responsables más directos de
la “solución final”. También que el propio Simon Wiesenthal había
aportado años antes datos concluyentes al respecto que, por alguna razón, no
habían sido tenidos en cuenta. Como Argentina no condecía extradiciones, un comando
del Mossad secuestró
a Eichmann en 1960 y lo condujo a Israel, donde fue juzgado,
condenado a muerte y ejecutado.
También en España se refugiaron prófugos nazis, al amparo
del régimen franquista. Uno de los más conocidos fue el belga Léon Degrelle, que, a
punto de terminar la guerra, se subió en Noruega a un avión Heinkel y voló
hasta amerizar, cuando ya no le quedaba gasolina, en la donostiarra bahía de la
Concha. A pesar de que Bélgica, donde había sido condenado a muerte en
ausencia, solicitó su extradición, Franco nunca la concedió. Otro de aquellos prófugos fue Otto Skorzeny, muy
reputado por sus acciones de comando, como la que llevó a cabo para rescatar a
Mussolini cuando este estaba preso en el Gran Sasso. En
España, siempre al amparo del régimen, Skorzeny colaboró con ODESSA, red clandestina dedicada
precisamente a facilitar la huida a América Latina a exmiembros de las SS, y también
con una empresa “de seguridad” dirigida por nazis alemanes creada, entre
otras cosas, para apoyar en tareas escabrosas a la Dirección General de
Seguridad española.
Y así enlazamos con el tercer escenario que
constituye el trasfondo histórico de Una tumba en Jerusalén, el de los
(pen)últimos años de la
dictadura. Desde la Guerra Civil, Franco había ostentado la doble condición de
jefe del Estado y presidente del Consejo de Ministros. En junio de 1973, con su
enfermedad ya avanzada, decide dejar este segundo cargo, más ejecutivo, en
manos del almirante Luis Carrero Blanco. Era este un hombre de la entera
confianza del dictador, su delfín, llamado a ser el encargado de perpetuar el
franquismo después de Franco. Controlaba los servicios de inteligencia y
también de represión, como era el caso de la Brigada Político-Social.
Precisamente un comisario de esta BPS, Melitón Manzanas, con fama de torturador
y, por cierto, también de haber colaborado con la Gestapo durante la II Guerra
Mundial, había sido en 1968 la primera víctima mortal deliberada de ETA. A
su vez, el atentado contra Manzanas había estado en el núcleo del juicio
celebrado en 1970 contra la cúpula de esta organización, el llamado Proceso de
Burgos, que, paradójicamente, dejó en evidencia que las costuras del régimen
empezaban a reventar. Carrero era el hombre llamado a recoserlas. Pero no tuvo
tiempo, todo acabó para él apenas seis meses después de haber sido nombrado
presidente, el 20 de diciembre de aquel mismo año de 1973. Le sucedió en el
cargo el que era su ministro de Gobernación (hoy diríamos de Interior), Carlos
Arias Navarro, a quien también vemos en la novela y que ha pasado a la historia
como ese señor que, el 20 de noviembre de 1975, se asomó a las pantallas en
blanco y negro de los televisores con semblante extremamente compungido para
anunciar: “Españoles,
Franco ha muerto”.