lunes, 26 de noviembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: EL HOMBRE DEL BAR


Sé que a la mayoría de vosotros os gustan los bares. No hace falta preguntároslo, es mera estadística. Por eso este lunes, para que veáis cómo soy de considerado, el relato sucede en un bar. De ahí que lógicamente, y tal vez con poca originalidad, lo admito, se titula



EL HOMBRE DEL BAR



          El bar estaba tranquilo, tal vez demasiado tranquilo. Tan sólo dos turistas despistados, de ésos que habían empezado a aparecer por la ciudad desde que se construyó el Guggenheim, a los que alguien sobrado de mala leche había comentado que el pincho de tortilla constituía la cúspide de la gastronomía nacional, y un borracho que, ajeno a todo, se afanaba en que una máquina tragaperras le sacara de la pobreza, pugnaban por dar ambiente a lo que era un desolado local.
          No hay nada más triste que ver un bar vacío. La gente, cuando los ve, no se anima a entrar ya que piensan que en la soledad de su interior no pueden tener intimidad, no se puede hablar con tranquilidad sin que alguien te escuche. Paradójicamente es más fácil expresarse rodeado de los ruidos y el barullo de un lugar abarrotado de clientes, ya que sabes que ninguna de las palabras que digas llegará a oídos de una persona ajena a tu conversación, que en un sitio en el que, por discretos que sean los camareros y los escasos clientes que pueda haber, es inevitable que todo el mundo acabe por enterarse de lo que estás diciendo.
          Curiosamente el bar tenía buena pinta. Estaba decorado con gusto y elegancia aunque el paso del tiempo había empezado a notarse y quizás le hubiera venido bien una mano de pintura. Supongo que la falta de clientela y, por tanto, de ingresos, le impedía al propietario hacer las reformas convenientes, pero aún así mantenía una cierta dignidad, un recuerdo nostálgico de que en un pasado tal vez muy lejano aquello había sido uno de los locales de moda de la ciudad.
          Tan sólo una persona trabajaba, o estaba detrás de la barra, en el bar. Se trataba de un hombre ya entrado en años, como lo delataban el blanquecino color de su aún abundante cabellera y las arrugas que surcaban la cara, aunque quizás esas arrugas no fueran síntoma de vejez sino de tristeza. Iba vestido impecablemente con una chaquetilla azul oscura y una pajarita roja algo ajada, pero que lucía con elegancia y señorío. Al contrario de lo que sucedía en la mayoría de los locales de la ciudad, la música que podía escucharse no tenía nada que ver con las listas de éxitos de las emisoras de radio y similares, sino que unas agradables selecciones de música clásica sobrevolaban apaciblemente el bar. Mientras le pedía la segunda cerveza se lo comenté al camarero que, según me dijo más tarde, era también el propietario y único trabajador del negocio.
          --Antes yo también ponía rock y cosas de ésas --me dijo mientras fregaba parsimoniosamente unos vasos que presumiblemente no habían sido utilizados en todo el día-- para atraer a la juventud, pero al final he desistido. Si, como usted puede apreciar, no viene nadie, por lo menos voy a darme la satisfacción de escuchar la música que me gusta a mí.
          El hombre estaba seguramente aburrido de permanecer todo el día detrás del mostrador sin tener nada que hacer ni con quien hablar, así que se puso a darme conversación. Su charla era agradable y daba gusto escucharle cuando hablaba, sin pavonearse, tan sólo narrando exclusivamente lo que había vivido, de los tiempos pasados, cuando aún era joven y luchador e intentaba sacar su negocio adelante.
          --Después, las cosas se torcieron y aquí me ve usted, al frente de un bar que se hunde irremisiblemente por falta de clientela. No sé cuánto aguantaré, pero no creo que llegue al final del año.
          No lo decía con desesperación, ni siquiera con tristeza, sino con la resignación de quien sabe que por mucho que lo intente no se puede ganar en una partida cuando el adversario juega con los naipes marcados y que antes o después, con el bolsillo vacío, deberá arrojar sus cartas sobre el tapete y levantarse de la mesa, sin despedirse ni esperar que nadie le consuele ni le dé una nueva oportunidad de recuperar lo perdido.
          Se acercaban las diez de la noche, una hora en la que los locales que se encontraban en la misma zona que aquél se llenaban de jóvenes con ganas de tomarse unas cuantas copas para iniciar una prolongada fiesta noctámbula, pero el bar seguía prácticamente vacío. Los turistas se habían ido y el borracho, después de quedarse sin monedas con las que alimentar la máquina, se había adormilado con la cabeza sobre el mostrador.
          --Hora de cerrar --dijo el dueño despertando suavemente a quien quizás era su único cliente fijo--. Lo siento, don Manuel, pero tiene que irse a su casa.
          El borracho, a regañadientes, se levantó como pudo, ayudado por el dueño del bar, y se fue mascullando ininteligibles palabras, aunque dudo mucho de que se dirigiera directamente al domicilio conyugal.
          --Voy a cerrar, no tiene objeto tener la puerta del establecimiento abierta cuando nadie más a va a entrar, pero quédese si quiere, es agradable tener alguien con quien poder charlar.
          Asentí con la cabeza mientras le decía que sería un placer quedarme un rato más. Al oírme decir eso se le iluminó la cara y empezó a trastear por debajo del mostrador hasta que puso delante de mí una botella polvorienta que limpió con esmero.
          --Legítimo coñac francés --me dijo--. Es la última que me queda y no creo que en el futuro consiga ninguna más. Los proveedores se niegan a servirme, y no les culpo. A mí también me gustaría cobrar si anduviera en su negocio.
          Sacó de una estantería dos panzudas copas hermosamente talladas, que resonaban musicalmente al pasar el dedo por sus bordes, y escanció generosamente el preciado líquido, como si se lo estuviera ofreciendo a un amigo en lugar de a un cliente de última hora.
          --¡Salud! --brindó.
          --¡Salud! --repetí yo mecánicamente.
          Era la hora de las confidencias aunque aquello tal vez pudiera parecer el mundo al revés. Normalmente es el camarero quien, lleno de paciencia y con ganas de cerrar para poder irse a la cama después de una agotadora jornada laboral, escucha las cuitas y lamentaciones de ese cliente que tras haber rebasado la difuminada línea que separa la consciencia de la incontinencia verbal producida por el alcohol, no encuentra el momento adecuado para salir del bar e ir a su casa. En ese caso ocurría lo contrario, era el hombre del bar quien retenía al cliente para así tener alguien con quien hablar, alguien a quien contarle su vida.
          --En otro tiempo éste fue un negocio floreciente, lleno de gente que bebía y comía mientras pasaba un rato agradable. Pero todo se truncó. Desde que empezaron los rumores.
          --¿Qué rumores? --pregunté educadamente.
          --Bueno, ya se sabe, empezó a correrse la voz de que yo era confidente de la policía. Según parece en el piso de arriba se trapicheaba con droga y los traficantes fueron detenidos. Alguien debió decir que yo había informado a la policía y la gente dejó de venir. Son curiosos los mecanismos mentales de muchos ciudadanos honestos. Desaprueban firmemente el tráfico de ese veneno que destroza a nuestros jóvenes, pero se niegan a entrar en el local de quien ha sido señalado como el responsable de que unos delincuentes hayan sido detenidos.
          “De todos modos --añadió--, durante un tiempo pude remontar el desastre. Poco a poco la gente fue olvidando los rumores y el bar empezó a cobrar nuevamente vida. Hasta que volvió a ocurrir. Un cliente habitual fue detenido, acusado de venta de estupefacientes. El hombre, al verse detenido y tal vez para justificar ante sus jefes que había actuado en todo momento correctamente, sin poner en peligro el negocio, decidió acusarme de ser un chivato policial. No le sirvió de nada, ya que pocos días después apareció en una cuneta con una bala en la nuca, pero de nuevo echó sobre mi persona el estigma de ser un confidente.
          Hizo una pausa para sonreírme y agarrar nuevamente la botella de coñac. La miró al trasluz y volvió a llenar las copas hasta que salió la última gota.
          --Todo lo bueno se acaba --dijo filosóficamente--. Así es la vida. Durante unos segundos paladeas el licor más exquisito que jamás haya sido creado y luego, cuando se acaba, ni siquiera te queda el recuerdo. El recuerdo… --volvió a repetir, como si fuese un eco.
          “Eso es lo único que me queda después de tantos años, el recuerdo, el vivo y doloroso recuerdo. Yo estuve casado, ¿sabe?, pero el corazón de mi mujer no resistió las penalidades sufridas. También tenía dos hijos, pero hace tiempo que no sé nada de ellos. Según parece se creyeron los rumores y se fueron de casa. No les culpo, ellos tienen que vivir su vida y no van a amarrarse para siempre a un perdedor.
          --Lo siento --le interrumpí--, pero se me está haciendo tarde. Tengo que irme.
          --Es una lástima --me contestó suspirando--, tengo pocas ocasiones de hablar con gente educada, que sepa escuchar y sea receptiva. En el fondo me da igual que me crean o no cuando digo que no tengo nada que ver con lo que se me achaca, es suficiente con que alguien me escuche, pero eso no ocurre a menudo.
          No puedo negar que el hombre me caía bien. Incluso estaba convencido de que me había dicho la verdad y que no había sido responsable de la detención de los traficantes. Desgraciadamente a mí no me pagan por descubrir la verdad de las cosas, esa labor se supone que ya la han realizado previamente quienes me contratan. A mí me pagan para que ejecute sus órdenes. Si se han equivocado es problema de ellos, no soy yo quien les va a enmendar la plana.
          Saqué de mi bolsa el Magnum .357 que siempre llevo conmigo y le acoplé el silenciador. El hombre me miró tristemente, comprendiendo, sin protestar. Habló en voz tan baja que no estoy muy segur de lo que dijo, pero creo que fue algo del tono de “mejor acabar de una vez”, o algo por el estilo. Luego, en voz más alta, me preguntó si dolería.
          --No se lo puedo asegurar, pero creo que no --respondí.
          Le dije la verdad, no era momento de gastar bromas. Supongo que no duele porque la muerte es prácticamente instantánea, pero nunca me lo ha podido confirmar nadie, así que no pude asegurárselo.
          --Cuanto antes mejor --volvió a decir.
          Apunté firmemente entre sus ojos y disparé. Apenas visto y no visto, nada más penetrar la bala en su cabeza trastabilló levemente hacia delante y cayó como un fardo sobre el mostrador. No era necesaria la presencia de un forense, cualquiera podía constatar que estaba irremisiblemente muerto.
          Antes de salir apagué las luces del bar. Estoy convencido de que, desde el lugar en el que se encuentre, el viejo me habrá agradecido el gesto.