Sé que a
la mayoría de vosotros os gustan los bares. No hace falta preguntároslo, es
mera estadística. Por eso este lunes, para que veáis cómo soy de considerado,
el relato sucede en un bar. De ahí que lógicamente, y tal vez con poca
originalidad, lo admito, se titula
EL HOMBRE
DEL BAR
El bar estaba tranquilo,
tal vez demasiado tranquilo. Tan sólo dos turistas despistados, de ésos que habían
empezado a aparecer por la ciudad desde que se construyó el Guggenheim, a los
que alguien sobrado de mala leche había comentado que el pincho de tortilla
constituía la cúspide de la gastronomía nacional, y un borracho que, ajeno a
todo, se afanaba en que una máquina tragaperras le sacara de la pobreza,
pugnaban por dar ambiente a lo que era un desolado local.
No hay nada más triste
que ver un bar vacío. La gente, cuando los ve, no se anima a entrar ya que
piensan que en la soledad de su interior no pueden tener intimidad, no se puede
hablar con tranquilidad sin que alguien te escuche. Paradójicamente es más
fácil expresarse rodeado de los ruidos y el barullo de un lugar abarrotado de
clientes, ya que sabes que ninguna de las palabras que digas llegará a oídos de
una persona ajena a tu conversación, que en un sitio en el que, por discretos
que sean los camareros y los escasos clientes que pueda haber, es inevitable
que todo el mundo acabe por enterarse de lo que estás diciendo.
Curiosamente el bar tenía
buena pinta. Estaba decorado con gusto y elegancia aunque el paso del tiempo
había empezado a notarse y quizás le hubiera venido bien una mano de pintura.
Supongo que la falta de clientela y, por tanto, de ingresos, le impedía al
propietario hacer las reformas convenientes, pero aún así mantenía una cierta
dignidad, un recuerdo nostálgico de que en un pasado tal vez muy lejano aquello
había sido uno de los locales de moda de la ciudad.
Tan sólo una persona
trabajaba, o estaba detrás de la barra, en el bar. Se trataba de un hombre ya
entrado en años, como lo delataban el blanquecino color de su aún abundante
cabellera y las arrugas que surcaban la cara, aunque quizás esas arrugas no
fueran síntoma de vejez sino de tristeza. Iba vestido impecablemente con una
chaquetilla azul oscura y una pajarita roja algo ajada, pero que lucía con
elegancia y señorío. Al contrario de lo que sucedía en la mayoría de los
locales de la ciudad, la música que podía escucharse no tenía nada que ver con
las listas de éxitos de las emisoras de radio y similares, sino que unas
agradables selecciones de música clásica sobrevolaban apaciblemente el bar.
Mientras le pedía la segunda cerveza se lo comenté al camarero que, según me
dijo más tarde, era también el propietario y único trabajador del negocio.
--Antes yo también ponía
rock y cosas de ésas --me dijo mientras fregaba parsimoniosamente unos vasos
que presumiblemente no habían sido utilizados en todo el día-- para atraer a la
juventud, pero al final he desistido. Si, como usted puede apreciar, no viene nadie,
por lo menos voy a darme la satisfacción de escuchar la música que me gusta a
mí.
El hombre estaba
seguramente aburrido de permanecer todo el día detrás del mostrador sin tener
nada que hacer ni con quien hablar, así que se puso a darme conversación. Su
charla era agradable y daba gusto escucharle cuando hablaba, sin pavonearse,
tan sólo narrando exclusivamente lo que había vivido, de los tiempos pasados,
cuando aún era joven y luchador e intentaba sacar su negocio adelante.
--Después, las cosas se
torcieron y aquí me ve usted, al frente de un bar que se hunde irremisiblemente
por falta de clientela. No sé cuánto aguantaré, pero no creo que llegue al
final del año.
No lo decía con
desesperación, ni siquiera con tristeza, sino con la resignación de quien sabe
que por mucho que lo intente no se puede ganar en una partida cuando el
adversario juega con los naipes marcados y que antes o después, con el bolsillo
vacío, deberá arrojar sus cartas sobre el tapete y levantarse de la mesa, sin
despedirse ni esperar que nadie le consuele ni le dé una nueva oportunidad de
recuperar lo perdido.
Se acercaban las diez de
la noche, una hora en la que los locales que se encontraban en la misma zona
que aquél se llenaban de jóvenes con ganas de tomarse unas cuantas copas para
iniciar una prolongada fiesta noctámbula, pero el bar seguía prácticamente
vacío. Los turistas se habían ido y el borracho, después de quedarse sin
monedas con las que alimentar la máquina, se había adormilado con la cabeza
sobre el mostrador.
--Hora de cerrar --dijo
el dueño despertando suavemente a quien quizás era su único cliente fijo--. Lo siento,
don Manuel, pero tiene que irse a su casa.
El borracho, a
regañadientes, se levantó como pudo, ayudado por el dueño del bar, y se fue
mascullando ininteligibles palabras, aunque dudo mucho de que se dirigiera
directamente al domicilio conyugal.
--Voy a cerrar, no tiene
objeto tener la puerta del establecimiento abierta cuando nadie más a va a
entrar, pero quédese si quiere, es agradable tener alguien con quien poder
charlar.
Asentí con la cabeza
mientras le decía que sería un placer quedarme un rato más. Al oírme decir eso
se le iluminó la cara y empezó a trastear por debajo del mostrador hasta que
puso delante de mí una botella polvorienta que limpió con esmero.
--Legítimo coñac francés
--me dijo--. Es la última que me queda y no creo que en el futuro consiga
ninguna más. Los proveedores se niegan a servirme, y no les culpo. A mí también
me gustaría cobrar si anduviera en su negocio.
Sacó de una estantería
dos panzudas copas hermosamente talladas, que resonaban musicalmente al pasar
el dedo por sus bordes, y escanció generosamente el preciado líquido, como si
se lo estuviera ofreciendo a un amigo en lugar de a un cliente de última hora.
--¡Salud! --brindó.
--¡Salud! --repetí yo
mecánicamente.
Era la hora de las
confidencias aunque aquello tal vez pudiera parecer el mundo al revés.
Normalmente es el camarero quien, lleno de paciencia y con ganas de cerrar para
poder irse a la cama después de una agotadora jornada laboral, escucha las
cuitas y lamentaciones de ese cliente que tras haber rebasado la difuminada
línea que separa la consciencia de la incontinencia verbal producida por el
alcohol, no encuentra el momento adecuado para salir del bar e ir a su casa. En
ese caso ocurría lo contrario, era el hombre del bar quien retenía al cliente
para así tener alguien con quien hablar, alguien a quien contarle su vida.
--En otro tiempo éste fue
un negocio floreciente, lleno de gente que bebía y comía mientras pasaba un rato
agradable. Pero todo se truncó. Desde que empezaron los rumores.
--¿Qué rumores?
--pregunté educadamente.
--Bueno, ya se sabe,
empezó a correrse la voz de que yo era confidente de la policía. Según parece
en el piso de arriba se trapicheaba con droga y los traficantes fueron
detenidos. Alguien debió decir que yo había informado a la policía y la gente
dejó de venir. Son curiosos los mecanismos mentales de muchos ciudadanos
honestos. Desaprueban firmemente el tráfico de ese veneno que destroza a nuestros
jóvenes, pero se niegan a entrar en el local de quien ha sido señalado como el
responsable de que unos delincuentes hayan sido detenidos.
“De todos modos
--añadió--, durante un tiempo pude remontar el desastre. Poco a poco la gente
fue olvidando los rumores y el bar empezó a cobrar nuevamente vida. Hasta que
volvió a ocurrir. Un cliente habitual fue detenido, acusado de venta de
estupefacientes. El hombre, al verse detenido y tal vez para justificar ante
sus jefes que había actuado en todo momento correctamente, sin poner en peligro
el negocio, decidió acusarme de ser un chivato policial. No le sirvió de nada,
ya que pocos días después apareció en una cuneta con una bala en la nuca, pero
de nuevo echó sobre mi persona el estigma de ser un confidente.
Hizo una pausa para
sonreírme y agarrar nuevamente la botella de coñac. La miró al trasluz y volvió
a llenar las copas hasta que salió la última gota.
--Todo lo bueno se acaba
--dijo filosóficamente--. Así es la vida. Durante unos segundos paladeas el
licor más exquisito que jamás haya sido creado y luego, cuando se acaba, ni
siquiera te queda el recuerdo. El recuerdo… --volvió a repetir, como si fuese
un eco.
“Eso es lo único que me
queda después de tantos años, el recuerdo, el vivo y doloroso recuerdo. Yo
estuve casado, ¿sabe?, pero el corazón de mi mujer no resistió las penalidades
sufridas. También tenía dos hijos, pero hace tiempo que no sé nada de ellos.
Según parece se creyeron los rumores y se fueron de casa. No les culpo, ellos
tienen que vivir su vida y no van a amarrarse para siempre a un perdedor.
--Lo siento --le
interrumpí--, pero se me está haciendo tarde. Tengo que irme.
--Es una lástima --me
contestó suspirando--, tengo pocas ocasiones de hablar con gente educada, que
sepa escuchar y sea receptiva. En el fondo me da igual que me crean o no cuando
digo que no tengo nada que ver con lo que se me achaca, es suficiente con que
alguien me escuche, pero eso no ocurre a menudo.
No puedo negar que el
hombre me caía bien. Incluso estaba convencido de que me había dicho la verdad
y que no había sido responsable de la detención de los traficantes.
Desgraciadamente a mí no me pagan por descubrir la verdad de las cosas, esa
labor se supone que ya la han realizado previamente quienes me contratan. A mí
me pagan para que ejecute sus órdenes. Si se han equivocado es problema de
ellos, no soy yo quien les va a enmendar la plana.
Saqué de mi bolsa el
Magnum .357 que siempre llevo conmigo y le acoplé el silenciador. El hombre me
miró tristemente, comprendiendo, sin protestar. Habló en voz tan baja que no
estoy muy segur de lo que dijo, pero creo que fue algo del tono de “mejor acabar de una vez”, o algo por
el estilo. Luego, en voz más alta, me preguntó si dolería.
--No se lo puedo
asegurar, pero creo que no --respondí.
Le dije la verdad, no era
momento de gastar bromas. Supongo que no duele porque la muerte es
prácticamente instantánea, pero nunca me lo ha podido confirmar nadie, así que
no pude asegurárselo.
--Cuanto antes mejor
--volvió a decir.
Apunté firmemente entre
sus ojos y disparé. Apenas visto y no visto, nada más penetrar la bala en su
cabeza trastabilló levemente hacia delante y cayó como un fardo sobre el
mostrador. No era necesaria la presencia de un forense, cualquiera podía
constatar que estaba irremisiblemente muerto.
Antes de salir apagué las
luces del bar. Estoy convencido de que, desde el lugar en el que se encuentre,
el viejo me habrá agradecido el gesto.