En estos tiempos en que la “memoria histórica”, entendiendo como tal el reconocimiento debido a quienes por motivo de la Guerra Civil y su subsiguiente represión sufrieron muerte, cárcel y todo tipo de vejaciones, está en boca de todos, en ocasiones para estériles y absurdas polémicas debido a haberse situado en el centro de la lucha política, quizás convenga olvidarnos por unos instantes de ponencias parlamentarias, leyes y reglamentos y posturas partidistas y reconvertir la memoria histórica en memoria literaria. Una buena opción, por ejemplo, sería leer El silencio de las hayas, de Mikel Alvira.
Quizás mis anteriores palabras hayan podido llevar a alguno a la confusión, si es así le pido mil perdones, y para evitar que siga instalado en la confusión especificaré que El silencio de las hayas es, por encima de todo, literatura. El silencio de las hayas es, por encima de todo, una novela, una muy buena novela, de ésas que cuando acabamos la última página y cerramos el libro lo hacemos con pena, porque hubiéramos deseado poder estar en su compañía un rato más, unos días o semanas más.
Mikel Alvira nos lleva al norte de Navarra, prácticamente junto a la frontera francesa, y nos muestra la vida de una familia, los propietarios del caserío Sorogibel (aunque sería más propio decir que ellos son propiedad del caserío), en un espacio de tiempo que va del año 1900 al 1960. Así podemos conocer a Mieltxo, un contrabandista que está a punto de ir a prisión el día de su boda, y Cataline, la auténtica matriarca de la familia, a sus hijos Miguel, Esteban y Catalina, a Frutos, trabajador y pluriempleado incansable, cuyo único objetivo en la vida es mantener a su familia, a guardias civiles de todo tipo, desde los integrados en el pueblo y protectores de sus habitantes a quienes creen que están en territorio conquistado, a policías duros y chulos que, sin embargo, guardan en su corazón un espacio para que habiten amores puros e imposibles, a socialistas revolucionarios, a homosexuales de izquierdas y, en fin, a gente de todo tipo y condición, sobre todo supervivientes, básicamente supervivientes.
Alvira nos describe unos años duros, marcados tanto por la incipiente entrada de España en la modernidad, como por el posterior quebranto de esa esperanza de modernización y progreso por culpa de una cruenta guerra y una dura represión. Años difíciles para todos, sobre todo para los perdedores, pero en los que a pesar de ello siempre hay un resquicio para la esperanza. Y con ello nos muestra lo que era aquella época mucho mejor que varios tomos repletos de erudición dedicados a la memoria histórica. Porque, y con esto cerramos el círculo, El silencio de las hayas es memoria histórica de la buena, de esa que no juzga, que no dice éstos eran los buenos y éstos eran los malos, sencillamente nos describe, con ternura no exenta de pasión, pero al mismo tiempo con la objetividad de un entomólogo, cómo fueron aquellos años y cómo se vivieron.
Y todo ello en una novela que, independientemente de otras lecturas, nos hace disfrutar. Si además pensamos un poco sobre lo que hemos leído y nos animamos a releerlo, mucho mejor, pero lo más importante es que, cuando lleguemos a su última página, seremos conscientes de haber participado del gozo de leer una buena novela. Lo que no es poco, ni mucho menos.