Como ya he anunciado en anteriores ocasiones, dentro de muy poco tiempo, seguramente durante el mes de marzo, publicaré una nueva novela de género negro, LA LUZ MUERTA. En ella el personaje principal vuelve a ser Mikel Goikoetxea, "Goiko", el exertzaina reciclado en detective que protagonizó también mi anterior novela PÁJAROS SIN ALAS. Pero en el origen de la historia, aunque posteriormente al escribir una novela ha cambiado sustancialmente, está un relato que titulé UNA RACHA AFORTUNADA y en la que no aparecía Goiko.
Aquí abajo tenéis el citado relato, para que vayáis abriendo boca. Os aviso que la novela, al estar protagonizada por Goiko, un detective más o menos clásico (eso tienen que juzgarlo los lectores, no yo) cambia sustancialmente y también que no hay aquí un "spoiler", es decir, no desvela la intriga. Pero de algún modo anuncia cuál va a ser uno de los ejes de la propia novela. Ojalá lo disfrutéis, porque mi intención es que disfrutéis mucho más con la novela.
UNA RACHA AFORTUNADA
El doctor Zubikarai miró sin interés el cuerpo que acababa de diseccionar mientras le decía a su ayudante que lo cerrara. Él aún tenía que redactar el informe de la autopsia antes de irse a su apartamento y quería terminarlo cuanto antes ya que allí le estaría esperando Ainhoa. En ese momento, tras acabar la autopsia, lo que más ansiaba era regresar al hogar donde podría disfrutar de la boca de Ainhoa, del cuello de Ainhoa, de los pechos de Ainhoa, del coño de Ainhoa.
Como colofón al informe escribió en letras mayúsculas, al final del mismo, CONCLUSIÓN: FALLECIMIENTO DEBIDO A CAUSAS NATURALES y lo firmó antes de dejarlo en la bandeja de correspondencia, convencido de que esa misma tarde estaría en manos del juez instructor.
--Tenemos una potra de cojones, jefe --oyó decir de repente a su ayudante, que ya había finalizado su labor--, a este ritmo vamos a coger una fama de la hostia.
--¿A qué te refieres, Román? --preguntó Zubikarai, entre extrañado y divertido por el lenguaje de su subordinado.
--Joder, pues a qué me voy a referir, a que todos los muertos nos caen a nosotros. Y cuando hablo de muertos hablo de fallecidos, no de trabajos engorrosos --se vio obligado a precisar tal vez innecesariamente tratándose de médicos forenses--. Cuando nos toca guardia a nosotros siempre aparecen más cadáveres que en todas las anteriores juntas. Lo dicho, jefe, nos van a poner una fama de gafes del copón de la baraja.
--Tonterías --replicó sonriendo el doctor Zubikarai--, todo es cuestión de rachas, nada más que rachas. Es como cuando sale algún iluminado diciendo que según las últimas estadísticas siempre que hay luna llena se cometen más delitos de sangre que cuando no la hay. ¿Tú crees en la existencia de hombres lobo? ¿A que no? Pues esto es lo mismo, no hay ni gafes ni leches, se trata de rachas, simplemente de rachas desafortunadas.
--No, claro, si tiene usted razón, pero joder, las estadísticas son las estadísticas. Y aunque sólo sea por el cachondeo, que nos van a sacar cantares lo tengo tan claro como que me llamo Román Sánchez.
El doctor Zubikarai no escuchó las últimas palabras de su subordinado porque para cuando éste había acabado de pronunciarlas él ya había salido de la estancia. Tenía prisa por dirigirse a su casa aunque, mientras sorteaba con la pericia que le proporcionaba la costumbre el caos cotidiano en que el tráfico sumía todas las tardes a su ciudad, recordó lo que le había dicho y no pudo evitar darle, al menos mentalmente, la razón.
En su ciudad había tan sólo diez juzgados que se turnaban para hacer las guardias lo que significaba que cada diez días le tocaba al número 5, del que él era médico forense titular. Y curiosamente en el último año la inmensa mayoría de las diligencias de levantamientos de cadáver se habían producido cuando el número 5 estaba de guardia. Y no sólo eso, había un dato más, un dato que Román desconocía. El porcentaje de fallecimientos con intervención judicial en su juzgado se había multiplicado por siete con respecto a años anteriores. Si los bromistas camaradas de su ayudante lo supieran, el cachondeo sería seguramente mucho mayor.
Pronto desaparecieron esos pensamientos de su cabeza, en el momento mismo en que, tras dejar aparcado el coche en el sótano del edificio, abría la llave del apartamento para encontrarse con Ainhoa, que le estaba esperando con esa sonrisa radiante que sólo le dedicaba a él y con una excitante ropa interior que no podía haber sido adquirida en una tienda normal de lencería. Ese sujetador, ese liguero, esas bragas tenían que venir directamente de algún sex-shop, no podían haber sido vendidas en un comercio del centro, pero daba igual, su objetivo final era desaparecer, arrancados por las inquietas manos del propio Zubikarai.
Sudoroso todavía después de un épico combate contempló con ternura, mientras encendía un cigarrillo, el dormido rostro de su compañera, que finalmente había caído rendida y se había entregado al reino de los sueños. ¡Y pensar que hacía poco más de un año habían estado a punto de separarse! Todo ello debido a que sus relaciones sexuales habían dejado de ser satisfactorias. Sin motivo médico alguno, de eso estaba completamente seguro, el doctor Zubikarai se había sumido en una impotencia para la que no parecía encontrar remedio. Afortunadamente la situación había cambiado desde aquel día en que, por azar, descubrió que sólo tras efectuar una autopsia su capacidad sexual alcanzaba su máximo auge. Al principio se preocupó y hasta pensó en acudir a la consulta de un psiquiatra amigo, pero finalmente aceptó la broma que el destino le había tendido porque no sólo le había vuelto la virilidad, y con ello había retenido a Ainhoa a su lado, sino que la había multiplicado, convirtiéndose en un auténtico atleta sexual.
Es cierto que su ciudad no era excesivamente violenta y al cabo del año se producían muy pocos asesinatos y algunos menos suicidios, pero afortunadamente la legislación procesal, que exigía la presencia judicial en toda aquella muerte que no hubiera sido certificada por un médico, facilitaba el que no fueran infrecuentes las autopsias. De hecho en más del noventa por ciento de los casos su intervención la originaba la muerte de algún anciano que había fallecido solo en su domicilio, al que había accedido la policía después de que algún alma caritativa preocupada tanto por los malos olores que empezaban a notarse en el descansillo como por no haber visto en varios días al anciano o anciana llamara al teléfono de emergencias.
Volvió a mirar a Ainhoa mientras encendía su segundo cigarrillo y pensaba en cómo le había sorprendido con esa excitante ropa interior que llevaba puesta. Aunque quizás la sorpresa, después de todo, no hubiese sido tan inesperada. En las últimas ocasiones había ocurrido algo parecido, como si ella intuyese que regresaba de efectuar una autopsia.
La cara relajada y hermosa de su pareja le llevó, por una curiosa asociación de ideas, a pensar en la de la anciana cuya autopsia acababa de hacer. Como la inmensa mayoría de las últimas que había realizado, se trataba de una muerte natural. ¿O no lo había sido? En su cuello habían aparecido unos moratones prácticamente imperceptibles, como si algo sólido hubiese apretado suavemente, tan sólo lo necesario para producir el fallecimiento. Esa misma marca había aparecido en los siete últimos ancianos a los que había tenido que examinar tras ser encontrados en avanzado estado de descomposición, pero parecía absurdo pensar que había alguien que se dedicaba a aligerar las cargas económicas de la Seguridad Social patria. Ninguno de los ancianos tenía grandes bienes ni se había significado por hacerse enemigos, todo lo contrario, eran personas apacibles que vivían sin molestar a nadie, como decía la clásica frase, ni envidiosos ni envidiados.
Quizás podría comentarlo con Ainhoa. Ella, por su profesión de asistente social, trataba habitualmente con personas ancianas y quizás podría darle una opinión más autorizada al respecto. Eso pensaba al principio hasta que con cierto horror se dio cuenta de que una idea ya había germinado en su cabeza.
Ainhoa tenía acceso a las viviendas de muchos ancianos. Y parecía saber, eso demostraba al menos la ropa con la que le recibía, cuándo había tenido que efectuar una autopsia. Y todas las muertes se descubrían justo cuando él estaba de guardia. Y desde que descubrieron que su libido sólo se activaba plenamente después de realizar una autopsia su relación había mejorado. Y, y, y…, intentó desechar esos pensamientos de su cabeza, eran demasiado horribles para ser verdad.
Todavía estaba pensando en ello cuando notó cómo los labios de Ainhoa buscaban los suyos mientras una mano traviesa y experta rozaba tenuemente su pene, lo suficiente para provocarle una erección. La miró y tuvo de nuevo ante él una mujer radiante y hermosa que se le entregaba apasionadamente. No lo dudó ni un momento. Apagó el cigarrillo y respondió adecuadamente a la provocación de que estaba siendo objeto. No iba a permitiera que esas absurdas ideas que de repente se habían apoderado de su mente le impidieran disfrutar de lo que, estaba claro, no era más que producto de una racha, simple y llanamente una racha afortunada.