martes, 4 de diciembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: EL PEOR CRIMEN


Sí, ya sé que hoy es martes, pero si “El Jueves” se anuncia como la revista que sale los miércoles no sé por qué los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS no pueden salir los martes. Hay crímenes peores. Y si no, podéis leer el siguiente relato que por algo se titula



EL PEOR CRIMEN



          --¿El peor crimen con el que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria profesional?
          La pregunta que acababan de hacerme era lógica, sobre todo si tenemos en cuenta que quienes se animan a acudir a una conferencia dictada por un psiquiatra forense tienen que estar, por fuerza, interesados en el tema. Es cierto que la proliferación de series de televisión protagonizadas por supuestos colegas que manejan con idéntica soltura la pistola reglamentaria y el microscopio ha distorsionado considerablemente nuestra imagen, pero por otra parte si esa distorsión no hubiera calado en el imaginario popular yo no habría podido incrementar mis ingresos de funcionario público con los más cuantiosos que me proporciona la faceta de conferenciante. Y aunque algunos miembros del público pueden decepcionarse al comprobar que entre las funciones de un psiquiatra forense no se encuentra la de realizar autopsias, el hecho de ser un profesional cuyo trabajo consiste en escudriñar las mentes de los criminales suele añadir una pizca adicional de morbo a los asistentes, lo que contribuye considerablemente a aumentar mi cotización. Por eso aquel día, cuando una vez acabada la charla y llegado el turno de preguntas me preguntaron por el peor crimen que había tenido la ocasión de contemplar en el transcurso de mi vida, no me sorprendí lo más mínimo. De hecho, estaba esperando la pregunta.
          --¿El peor crimen con el que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria? Es difícil decirlo, sí, muy difícil. He tenido que examinar a tantos criminales, a tantos reos de deleznables delitos en el transcurso de mi ejercicio profesional, que elegir uno en detrimento de los demás no es nada sencillo.
          Sí, es complicado, terriblemente complicado decidirse por uno en concreto, volví a afirmar, no porque no supiera qué contestar sino porque es un truco infalible que he ido aprendiendo con el tiempo para asegurar la atención del público y que esperan, expectantes, lo que voy a decirles.
          No, no es nada sencillo --continué--, pero como me he comprometido a responder a todas las preguntas que se me hagan, si debo optar por uno entre todos los casos que he tenido que atender, quizás el que tiene más derecho a recibir el honorífico título de "el peor crimen" sería uno que se cometió hace unos cuantos años en una pequeña ciudad del interior. Permítanme que no dé más datos en aras a la necesaria confidencialidad y por respeto a quienes estuvieron implicados en su desarrollo e investigación.
          Es posible, de todos modos, que ustedes hayan oído hablar de ese caso aunque, debido a las circunstancias que lo rodearon las autoridades lo intentaron silenciar y apenas se le dio publicidad. Desde luego, ninguno de los dos periódicos de la provincia en la que se produjeron los hechos que voy a narrar se hizo eco del mismo, limitándose ambos a publicar unas simples reseñas, sin proporcionar excesivos datos. Sí salió la noticia en varios diarios de alcance nacional, pero la vida política y social de nuestro país es tan proclive a los escándalos de portada que un triste crimen de provincias enseguida queda relegado a un lugar secundario para desaparecer de las linotipias al de muy pocos días de producirse. Además, los hechos coincidieron con uno de esos escándalos de corrupción que cada poco tiempo afloran a la luz, lo que hizo que el asunto pasara en pocos días a un segundo plano.
          Como es lógico, mi intervención en el caso fue posterior a la detención del autor del crimen, de los crímenes tendría que decir, pero gracias a mis conversaciones con la totalidad de los implicados conseguí reconstruir perfectamente los hechos que, por otra parte, no eran nada excepcionales, salvo por la actuación, más habitual en las películas norteamericanas que en las poblaciones españolas, de un asesino en serie. Un psicópata que antes de ser detenido violó y asesinó a cinco jóvenes, dos de ellas prácticamente adolescentes. Los policías encargados de la investigación optaron por denominar al desconocido asesino con el apelativo de “El Inventor”, ya que junto al cadáver de cada una de sus víctimas dejaba la fotografía de un inventor famoso, Edison, Graham Bell, etc. Afortunadamente dicho sobrenombre no llegó a oídos de los periodistas, porque eso hubiera acrecentado el morbo y magnificado el interés por parte del público, que es lo que se quería evitar a toda costa, para no alarmar a la población.
          No voy a extenderme en los detalles de la investigación, que no vienen al caso, pero finalmente fue detenido el responsable de los hechos, un joven profesor adjunto de la Facultad de Ciencias, varios de cuyos inventos fueron despreciados por las autoridades académicas, lo que motivó que su novia rompiera con él, harta de su inutilidad e incapacidad para ganarse la vida, quebrándose simultáneamente la frágil estabilidad mental del propio profesor.
          El policía que resolvió el caso fue un inspector al que podríamos denominar Jiménez, ya que no considero correcto desvelar su identidad. Espero que ustedes comprendan el motivo de esta omisión, aunque supongo que si son expertos navegantes por Internet no les será difícil descubrirla. En fin, perdonen el inciso y permítanme proseguir con la historia. El éxito del inspector Jiménez, aparte de la satisfacción profesional que le produjo y las alabanzas que recibió por parte de sus conciudadanos y de las autoridades, contribuyó notablemente a que fuese ascendido en poco tiempo a comisario. El segundo policía más joven en conseguir ese grado en aquella provincia.
          Porque curiosamente quien detentaba el récord de haberlo obtenido con menos edad era su superior inmediato al que podríamos llamar, también utilizando un nombre ficticio, Juan Pérez. Y fue precisamente Juan Pérez, desde su puesto de Jefe de la Brigada de Homicidios, quien impulsó y coordinó desde el primer momento las investigaciones del caso del Inventor. Policía metódico y concienzudo, entregado a su trabajo día y noche, no tardó en obsesionarse con la captura del criminal. Incluso llegó a instalar un camastro en su despacho, que apenas utilizó, para seguir dirigiendo, desde su puesto de mando, todas las operaciones.
          Fue en ese mismo despacho donde le comunicaron la terrible noticia. La noche anterior, mientras él a duras penas se mantenía en pie gracias al café solo y fuertemente cargado que tomaba a grandes sorbos como único alimento, alguien penetró en el chalet adosado que poseía en una urbanización situada a las afueras de la ciudad y rebanó, sin el menor atisbo de piedad o misericordia, el cuello de su mujer, Adriana, y de sus hijas Elisa y Amparo, estas últimas de catorce y quince años de edad. Para sorpresa de quienes cargaron con el amargo deber de comunicarle la luctuosa noticia, el comisario reaccionó con absoluta frialdad, como si ese hecho no le afectara lo más mínimo, y se negó a acudir a su casa, aduciendo que aún tenía mucho trabajo que hacer.
          --Tengo que atrapar a un asesino y juro por mi vida que lo atraparé --le oyeron decir quienes estaban junto a él que, comprensivos, achacaron su actitud al shock producido por la tragedia.
          Como si sus palabras hubiesen sido proféticas un día después uno de los agentes a sus órdenes, el hombre al que he bautizado como inspector Jiménez, detuvo al asesino. Y fue precisamente la rueda de prensa que se organizó posteriormente para explicar cómo se llevó a cabo la investigación, el momento elegido por el comisario Pérez para hacerse responsable del asesinato de su mujer y sus dos hijas.
          --Tuve que hacerlo, no me quedó otro remedio, para poder atrapar al Inventor --narró en la rueda de prensa, ya que sus palabras no podían ser calificadas estrictamente como una confesión, sino que constituían una aséptica narración de los hechos--. Como ustedes sabrán llevábamos más de dos meses sin ninguna pista de ese execrable asesino, hasta que una casualidad hizo que me diera cuenta de un hecho. Cada vez que El Inventor violaba y asesinaba a una joven, el día anterior a mi mujer y a mis dos hijas les había llegado el período. Esa sincronía no podía ser muy normal, pero al principio no le di la menor importancia. Según un médico con el que consulté se trataba de una de esas coincidencias que se dan en la vida, algo raro, extremadamente raro incluso, admitió, aunque sin mayor trascendencia. Aún así no podía quitarme ese hecho de la cabeza. Revisé una y mil veces el expediente del Inventor y en todas ellas pude comprobar que estaba en lo cierto, si un día a mi mujer y a las niñas les venía la regla, al siguiente aparecía el cadáver de una mujer violada y asesinada con la fotografía de un famoso inventor junto a su cuerpo.
          “No sabía qué hacer con ese descubrimiento hasta que, una noche, un ángel vino a verme a este mismo despacho y habló conmigo. Debía hacer desaparecer el foco primitivo del mal, debía acabar con la vida de mi mujer y mis hijas o, mejor dicho, de los entes malignos que se habían adueñado de sus cuerpos para desde allí contaminar con su maldad nuestra hermosa y tranquila ciudad. Y debo confesar con orgullo que hice lo correcto. No habían transcurrido ni veinticuatro horas desde que acabé con esos seres malignos cuando el inspector Jiménez, aquí presente, detuvo al Inventor y devolvió la paz y tranquilidad a nuestras calles.
          Lógicamente el comisario fue detenido nada más acabar la rueda de prensa y conducido al hospital psiquiátrico de la comarca. La Audiencia decidió absolverle del crimen al considerarle inimputable por motivos obvios, pero ordenó que se le retuviera indefinidamente en el centro psiquiátrico, donde aún permanece ingresado.
          Los asistentes a la conferencia se miraron entre sí horrorizados antes de posar nuevamente sus ojos en mi persona. Uno de ellos dijo en voz alta que era cierto, que ése era el peor crimen que podía cometerse. “Matar a su mujer y a sus dos inocentes hijas de catorce y quince años”, añadió con voz entrecortada por la emoción, “¿puede haber algo más espeluznante?”.
          Estuve tentado de contestarle que sí, pero me abstuve de hacerlo. Si mi atento público creía que ése era el peor crimen que podía cometerse, para qué desengañarle, no me pagaban por llevarle la contraria. Pero yo sabía que el peor crimen que podía cometerse no es el que perpetró el comisario Pérez. Lo sé porque desde que ingresó en el hospital me hice cargo de su tratamiento y he seguido su caso día a día.
          El comisario cometió un crimen horrible, eso no puede negarse, pero no era él, en realidad, el asesino. El exceso de trabajo unido a su obsesión por encontrar al psicópata denominado El Inventor y otros factores más difusos que sería muy prolijo explicar, motivaron que algo se rompiera en su interior y que, creyéndose un enviado divino, matara con sus propias manos a quienes consideraba instrumentos del Diablo. Era un enfermo y, por lo tanto, no podía considerársele responsable de sus actos.
          Hoy en día, en cambio, está curado, completamente curado. Si aún sigue ingresado en el hospital, totalmente sedado y con una camisa de fuerza que no se le quita ni para dormir, es para evitar que se suicide, apesadumbrado por el dolor que siente al saber que su pasada locura causó la muerte de su amada mujer y sus adorables hijas. Sí, está curado. Yo mismo le curé, yo mismo le saqué del mundo irreal en el que vivía plácidamente y le devolví a la dura realidad, una realidad en la que no había luchado contra demonios del Averno sino en la que había masacrado a su propia familia. El comisario Pérez dejó de ser un pobre desequilibrado que vivía feliz en ese universo ficticio que se había creado para pasar a ser un hombre totalmente lúcido, consciente de que su propia mano era la que había segado la vida de sus seres más queridos.
          Sí, yo le curé, yo le saqué de las sombras en las que vivía y le devolví a la realidad. Y ése sí que fue, de verdad, el peor crimen que alguien ha cometido desde que el sol empezó a alumbrar a la Humanidad.