Sí, ya sé que hoy es martes, pero si “El Jueves” se anuncia
como la revista que sale los miércoles no sé por qué los RELATOS DE LOS
LUNES NEGROS no pueden salir los martes. Hay crímenes peores. Y si no, podéis
leer el siguiente relato que por algo se titula
EL PEOR CRIMEN
--¿El
peor crimen con el que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria
profesional?
La
pregunta que acababan de hacerme era lógica, sobre todo si tenemos en cuenta
que quienes se animan a acudir a una conferencia dictada por un psiquiatra
forense tienen que estar, por fuerza, interesados en el tema. Es cierto que la
proliferación de series de televisión protagonizadas por supuestos colegas que
manejan con idéntica soltura la pistola reglamentaria y el microscopio ha
distorsionado considerablemente nuestra imagen, pero por otra parte si esa
distorsión no hubiera calado en el imaginario popular yo no habría podido
incrementar mis ingresos de funcionario público con los más cuantiosos que me
proporciona la faceta de conferenciante. Y aunque algunos miembros del público
pueden decepcionarse al comprobar que entre las funciones de un psiquiatra
forense no se encuentra la de realizar autopsias, el hecho de ser un
profesional cuyo trabajo consiste en escudriñar las mentes de los criminales
suele añadir una pizca adicional de morbo a los asistentes, lo que contribuye
considerablemente a aumentar mi cotización. Por eso aquel día, cuando una vez
acabada la charla y llegado el turno de preguntas me preguntaron por el peor
crimen que había tenido la ocasión de contemplar en el transcurso de mi vida,
no me sorprendí lo más mínimo. De hecho, estaba esperando la pregunta.
--¿El
peor crimen con el que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria? Es
difícil decirlo, sí, muy difícil. He tenido que examinar a tantos criminales, a
tantos reos de deleznables delitos en el transcurso de mi ejercicio
profesional, que elegir uno en detrimento de los demás no es nada sencillo.
Sí, es
complicado, terriblemente complicado decidirse por uno en concreto, volví a
afirmar, no porque no supiera qué contestar sino porque es un truco infalible
que he ido aprendiendo con el tiempo para asegurar la atención del público y
que esperan, expectantes, lo que voy a decirles.
No, no
es nada sencillo --continué--, pero como me he comprometido a responder a todas
las preguntas que se me hagan, si debo optar por uno entre todos los casos que
he tenido que atender, quizás el que tiene más derecho a recibir el honorífico
título de "el peor crimen" sería uno que se cometió hace unos cuantos
años en una pequeña ciudad del interior. Permítanme que no dé más datos en aras
a la necesaria confidencialidad y por respeto a quienes estuvieron implicados
en su desarrollo e investigación.
Es
posible, de todos modos, que ustedes hayan oído hablar de ese caso aunque,
debido a las circunstancias que lo rodearon las autoridades lo intentaron
silenciar y apenas se le dio publicidad. Desde luego, ninguno de los dos
periódicos de la provincia en la que se produjeron los hechos que voy a narrar
se hizo eco del mismo, limitándose ambos a publicar unas simples reseñas, sin
proporcionar excesivos datos. Sí salió la noticia en varios diarios de alcance
nacional, pero la vida política y social de nuestro país es tan proclive a los
escándalos de portada que un triste crimen de provincias enseguida queda
relegado a un lugar secundario para desaparecer de las linotipias al de muy
pocos días de producirse. Además, los hechos coincidieron con uno de esos
escándalos de corrupción que cada poco tiempo afloran a la luz, lo que hizo que
el asunto pasara en pocos días a un segundo plano.
Como
es lógico, mi intervención en el caso fue posterior a la detención del autor
del crimen, de los crímenes tendría que decir, pero gracias a mis
conversaciones con la totalidad de los implicados conseguí reconstruir
perfectamente los hechos que, por otra parte, no eran nada excepcionales, salvo
por la actuación, más habitual en las películas norteamericanas que en las
poblaciones españolas, de un asesino en serie. Un psicópata que antes de ser
detenido violó y asesinó a cinco jóvenes, dos de ellas prácticamente
adolescentes. Los policías encargados de la investigación optaron por denominar
al desconocido asesino con el apelativo de “El Inventor”, ya que junto al
cadáver de cada una de sus víctimas dejaba la fotografía de un inventor famoso,
Edison, Graham Bell, etc. Afortunadamente dicho sobrenombre no llegó a oídos de
los periodistas, porque eso hubiera acrecentado el morbo y magnificado el
interés por parte del público, que es lo que se quería evitar a toda costa,
para no alarmar a la población.
No voy
a extenderme en los detalles de la investigación, que no vienen al caso, pero
finalmente fue detenido el responsable de los hechos, un joven profesor adjunto
de la Facultad de Ciencias, varios de cuyos inventos fueron despreciados por
las autoridades académicas, lo que motivó que su novia rompiera con él, harta de
su inutilidad e incapacidad para ganarse la vida, quebrándose simultáneamente
la frágil estabilidad mental del propio profesor.
El
policía que resolvió el caso fue un inspector al que podríamos denominar
Jiménez, ya que no considero correcto desvelar su identidad. Espero que ustedes
comprendan el motivo de esta omisión, aunque supongo que si son expertos
navegantes por Internet no les será difícil descubrirla. En fin, perdonen el
inciso y permítanme proseguir con la historia. El éxito del inspector Jiménez,
aparte de la satisfacción profesional que le produjo y las alabanzas que
recibió por parte de sus conciudadanos y de las autoridades, contribuyó
notablemente a que fuese ascendido en poco tiempo a comisario. El segundo
policía más joven en conseguir ese grado en aquella provincia.
Porque
curiosamente quien detentaba el récord de haberlo obtenido con menos edad era
su superior inmediato al que podríamos llamar, también utilizando un nombre
ficticio, Juan Pérez. Y fue precisamente Juan Pérez, desde su puesto de Jefe de
la Brigada de Homicidios, quien impulsó y coordinó desde el primer momento las
investigaciones del caso del Inventor. Policía metódico y concienzudo,
entregado a su trabajo día y noche, no tardó en obsesionarse con la captura del
criminal. Incluso llegó a instalar un camastro en su despacho, que apenas
utilizó, para seguir dirigiendo, desde su puesto de mando, todas las
operaciones.
Fue en
ese mismo despacho donde le comunicaron la terrible noticia. La noche anterior,
mientras él a duras penas se mantenía en pie gracias al café solo y fuertemente
cargado que tomaba a grandes sorbos como único alimento, alguien penetró en el
chalet adosado que poseía en una urbanización situada a las afueras de la
ciudad y rebanó, sin el menor atisbo de piedad o misericordia, el cuello de su
mujer, Adriana, y de sus hijas Elisa y Amparo, estas últimas de catorce y
quince años de edad. Para sorpresa de quienes cargaron con el amargo deber de
comunicarle la luctuosa noticia, el comisario reaccionó con absoluta frialdad,
como si ese hecho no le afectara lo más mínimo, y se negó a acudir a su casa,
aduciendo que aún tenía mucho trabajo que hacer.
--Tengo
que atrapar a un asesino y juro por mi vida que lo atraparé --le oyeron decir
quienes estaban junto a él que, comprensivos, achacaron su actitud al shock producido por la tragedia.
Como
si sus palabras hubiesen sido proféticas un día después uno de los agentes a
sus órdenes, el hombre al que he bautizado como inspector Jiménez, detuvo al
asesino. Y fue precisamente la rueda de prensa que se organizó posteriormente
para explicar cómo se llevó a cabo la investigación, el momento elegido por el
comisario Pérez para hacerse responsable del asesinato de su mujer y sus dos
hijas.
--Tuve
que hacerlo, no me quedó otro remedio, para poder atrapar al Inventor --narró
en la rueda de prensa, ya que sus palabras no podían ser calificadas
estrictamente como una confesión, sino que constituían una aséptica narración
de los hechos--. Como ustedes sabrán llevábamos más de dos meses sin ninguna
pista de ese execrable asesino, hasta que una casualidad hizo que me diera
cuenta de un hecho. Cada vez que El Inventor violaba y asesinaba a una joven,
el día anterior a mi mujer y a mis dos hijas les había llegado el período. Esa
sincronía no podía ser muy normal, pero al principio no le di la menor
importancia. Según un médico con el que consulté se trataba de una de esas
coincidencias que se dan en la vida, algo raro, extremadamente raro incluso,
admitió, aunque sin mayor trascendencia. Aún así no podía quitarme ese hecho de
la cabeza. Revisé una y mil veces el expediente del Inventor y en todas ellas
pude comprobar que estaba en lo cierto, si un día a mi mujer y a las niñas les
venía la regla, al siguiente aparecía el cadáver de una mujer violada y
asesinada con la fotografía de un famoso inventor junto a su cuerpo.
“No
sabía qué hacer con ese descubrimiento hasta que, una noche, un ángel vino a
verme a este mismo despacho y habló conmigo. Debía hacer desaparecer el foco
primitivo del mal, debía acabar con la vida de mi mujer y mis hijas o, mejor
dicho, de los entes malignos que se habían adueñado de sus cuerpos para desde
allí contaminar con su maldad nuestra hermosa y tranquila ciudad. Y debo
confesar con orgullo que hice lo correcto. No habían transcurrido ni
veinticuatro horas desde que acabé con esos seres malignos cuando el inspector
Jiménez, aquí presente, detuvo al Inventor y devolvió la paz y tranquilidad a
nuestras calles.
Lógicamente
el comisario fue detenido nada más acabar la rueda de prensa y conducido al
hospital psiquiátrico de la comarca. La Audiencia decidió absolverle del crimen
al considerarle inimputable por motivos obvios, pero ordenó que se le retuviera
indefinidamente en el centro psiquiátrico, donde aún permanece ingresado.
Los
asistentes a la conferencia se miraron entre sí horrorizados antes de posar
nuevamente sus ojos en mi persona. Uno de ellos dijo en voz alta que era
cierto, que ése era el peor crimen que podía cometerse. “Matar a su mujer y a
sus dos inocentes hijas de catorce y quince años”, añadió con voz entrecortada
por la emoción, “¿puede haber algo más espeluznante?”.
Estuve
tentado de contestarle que sí, pero me abstuve de hacerlo. Si mi atento público
creía que ése era el peor crimen que podía cometerse, para qué desengañarle, no
me pagaban por llevarle la contraria. Pero yo sabía que el peor crimen que
podía cometerse no es el que perpetró el comisario Pérez. Lo sé porque desde
que ingresó en el hospital me hice cargo de su tratamiento y he seguido su caso
día a día.
El
comisario cometió un crimen horrible, eso no puede negarse, pero no era él, en
realidad, el asesino. El exceso de trabajo unido a su obsesión por encontrar al
psicópata denominado El Inventor y otros factores más difusos que sería muy prolijo
explicar, motivaron que algo se rompiera en su interior y que, creyéndose un
enviado divino, matara con sus propias manos a quienes consideraba instrumentos
del Diablo. Era un enfermo y, por lo tanto, no podía considerársele responsable
de sus actos.
Hoy en
día, en cambio, está curado, completamente curado. Si aún sigue ingresado en el
hospital, totalmente sedado y con una camisa de fuerza que no se le quita ni
para dormir, es para evitar que se suicide, apesadumbrado por el dolor que
siente al saber que su pasada locura causó la muerte de su amada mujer y sus
adorables hijas. Sí, está curado. Yo mismo le curé, yo mismo le saqué del mundo
irreal en el que vivía plácidamente y le devolví a la dura realidad, una
realidad en la que no había luchado contra demonios del Averno sino en la que
había masacrado a su propia familia. El comisario Pérez dejó de ser un pobre
desequilibrado que vivía feliz en ese universo ficticio que se había creado
para pasar a ser un hombre totalmente lúcido, consciente de que su propia mano
era la que había segado la vida de sus seres más queridos.
Sí, yo
le curé, yo le saqué de las sombras en las que vivía y le devolví a la
realidad. Y ése sí que fue, de verdad, el peor crimen que alguien ha cometido
desde que el sol empezó a alumbrar a la Humanidad.