lunes, 10 de diciembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: PARADOJA MORTAL


La historia de hoy para los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS no es estrictamente negra, lo admito, aunque sí tiene un componente de ese tipo, y no sólo por la palabra “mortal” que aparece en el título. Es, en realidad, un relato de ciencia-ficción. Pero si Isaac asimos, salvando las distancias, escribió también relatos y novelas policiales, ¿por qué no podría yo escribir uno de ciencia-ficción?
Además, sed sinceros, ¿a quién de vosotros no os interesan las historias de los viajes por el tiempo? Y, sobre todo, esa paradoja de que si yo viajo por el tiempo y mato a mi abuelo antes de que mi padre sea concebido, que hay que ser retorcido para hacer algo así, yo jamás habría existido porque… pero en vez de dar tantas explicaciones, mejor será leer esta



PARADOJA MORTAL



          Mientras oigo retumbar los pasos de mi carcelero intento serenarme pensando que esta situación absurda no puede durar mucho tiempo. Antes o después alguien se dará cuenta de que he desaparecido y empezarán a buscarme, por eso mantengo la esperanza de que la policía venga a liberarme y detenga a mi secuestrador; sin embargo no puedo evitar que la sombra de una duda atraviese mi mente. ¿Y si fuera verdad que estoy condenado a muerte y nada ni nadie lo puede evitar? Si lo que me han dicho es cierto, por mucho que la policía y el ejército entero descubrieran donde me encuentro y entraran a rescatarme, la condena a muerte que han dictado contra mí se cumpliría.
          ¿Condena a muerte he dicho? No, algo mucho peor, condena a la no existencia, A no haber vivido jamás. El muerto, al menos, deja recuerdos, afectos, hechos. El que no ha existido, simplemente no ha existido, por absurdas que parezcan en este momento mis palabras. Nadie conoce sus obras, que no se llevaron a cabo, ni le guarda en su memoria porque la no existencia es eso, la nada, el vacío, el terrible e insondable vacío. Pero me temo que estoy desvariando. Si soy capaz de poner en orden mis pensamientos y escribirlos es que aún soy alguien, es que todavía existo aunque, y la duda me corroe por dentro, ¿es esta realidad inmutable? ¿Podré pasar de la existencia a la no-existencia, no como corolario lógico de una muerte indeseable, pero que antes o después nos alcanza a todos, sino como la desaparición total de toda huella de mi paso por la vida como si nunca, nunca, hubiera nacido y vivido?
          Sé que es difícil pensarlo y concebirlo, de ahí que me resista a creer en esa posibilidad, pero aún así revolotea sobre mi cabeza como las aves carroñeras sobre un cadáver en avanzado estado de putrefacción. Y la prueba de que quizás no sea una idea tan desatinada está en mi encierro. No estoy, como pudiera parecer por mis primeras palabras, internado en una cárcel, sino en una cómoda y espaciosa habitación de la Residencia Universitaria, en el ala destinada a los profesores, de ahí que confíe en que no sea difícil para la policía el localizarme, pero esta dejadez por parte de mi secuestrador es una de las cosas que me produce inquietud. De todos modos, mientras aguardo a que algo ocurra, si es que algo tiene que ocurrir, tengo a mi disposición todos los lujos y comodidades que la Universidad ofrece a los catedráticos e investigadores eméritos, entre los que yo me encuentro desde hace bastante tiempo, tanto que fui nombrado el pasado año Vicerrector de Investigación Universitaria. Y ahí empezaron los problemas.
          Como Vicerrector encargado de la supervisión de todos aquellos temas relacionados con la investigación y experimentación, hice un exhaustivo seguimiento de los proyectos que me parecían más relevantes y también, al fin y al cabo no debemos olvidar que mi cargo tiene connotaciones administrativas, del costo económico de los mismos. Fue debido a eso como pude comprobar que el profesor Rodríguez tenía uno de los más elevados presupuestos para investigación de todo el campus, aunque no los había justificado de ningún modo, ni desde el punto de vista económico --jamás había presentado una cuenta detallada de gastos-- ni desde el científico, desconociéndose oficialmente a qué se estaba dedicando. Lo único que encontré en el expediente del Ministerio de Universidades que se había unido a nuestros archivos fue una leve nota en la que se especificaba que sus investigaciones podían tener implicaciones militares interesantes.
          Esa nota me extrañó, ya que los proyectos militares los financiaba directamente el Ministerio de Defensa y no el de Universidades, pero tampoco se trataba de algo descabellado ya que, desgraciadamente, muchos avances y descubrimientos científicos tienen un doble uso, tanto para fines pacíficos y humanitarios como para fines bélicos. Por ese motivo, aunque no le di una excesiva importancia, creí mi deber recopilar la mayor cantidad de datos posibles sobre el trabajo del profesor Rodríguez, ya que entendía que todas las investigaciones llevadas a cabo en la Universidad con dinero público debían estar debidamente controladas y, si llegara el caso, ponerse en conocimiento de la ciudadanía en general y de la comunidad científica internacional en particular.
          Por otra parte, si bien admito que eso no debiera interferir en el desempeño de mis responsabilidades, me inquietaba la personalidad del administrador de dichos fondos, el profesor Horacio Rodríguez. Aunque nadie en el mundo científico y docente discutía su excepcional valía, eran sobradamente conocidos tanto su carácter excéntrico y huraño como su proclividad a apoyar movimientos políticos belicistas y autoritarios, lo que le hacía no tener muchas simpatías en el claustro. Y si bien uno de los principios que rigen en la Universidad es, precisamente, el de respeto a la libertad de pensamiento, ciertas ideologías seguían considerándose potencialmente peligrosas y desestabilizadoras. Por eso, un proyecto secreto y con connotaciones militares, en manos de una persona como Rodríguez, resultaba cuando menos inquietante.
          Tanto mi cargo universitario como mi propio prestigio personal, dicho sea sin falsa modestia, me abrieron muchas puertas, pero no conseguí desmadejar del todo el secreto. En el Ministerio de Defensa no tenían constancia de que en la Universidad se estuviera trabajando en ningún asunto relacionado con sus intereses y en el de Universidades tampoco me dijeron gran cosa. La aprobación del proyecto había sido efectuada por un funcionario de tercer nivel, el cual había recibido órdenes de algún subsecretario adjunto al que un director general le había comentado que el vicepresidente de una subcomisión parlamentaria relacionada con los presupuestos le había dicho que un alto cargo del partido gobernante vería con buenos ojos la susodicha aprobación. Un caos burocrático, como se puede comprobar fácilmente, así que opté por olvidarme temporalmente del tema, limitándome a hacer una anotación en el expediente referido a ese proyecto, como forma de cubrirme por si al final se detectaba algo irregular.
          El asunto volvió a surgir al cabo de unos pocos meses cuando un colega me comentó, con extrañeza, que al equipo del profesor Rodríguez se había incorporado un nuevo catedrático, el profesor Landuyt. Eso, que al principio no me extrañó, ya que no tiene por qué parecer raro que los investigadores y científicos trabajen conjunta y coordinadamente, sino todo lo contrario, es algo más bien positivo y deseable, acabó por chocarme cuando mi colega me explicó que el profesor Landuyt era toda una eminencia en el campo de la Historia. ¿Qué pintaba un historiador en un proyecto científico comandado por un físico? La pregunta, que estaba en el aire, no tuvo contestación por parte del profesor Rodríguez que, en tono malhumorado, me recordó el principio de libertad de investigación así como su capacidad para decidir qué apoyos necesitaba en cada momento. Como ante eso no podía replicar en modo alguno ya que por rara que fuera la situación su razonamiento era impecable, decidí nuevamente no intervenir, hasta que poco después me enteré de una nueva incorporación en el equipo investigador. Si la presencia de un catedrático de Historia no tenía, en principio, mucha lógica, la de un profesor de Educación Física era algo descabellado. Descabellado e inquietante si ese profesor de Educación Física resulta ser, además, un antiguo jefe de operaciones especiales de las Fuerzas de Intervención del Ejército.
          Esa vez opté por actuar más sutilmente y no encararme con el profesor Rodríguez. Con la colaboración de otros profesores y catedráticos que no se fiaban del ilustre físico inicié una investigación casi clandestina, cuyo objetivo era descubrir fehacientemente en qué trabajaba y en qué se gastaba el dinero. Poco a poco fui recogiendo ciertos indicios, al principio increíbles, pero que con el tiempo se demostró que estaban bastante bien fundados. El profesor Horacio Rodríguez estaba trabajando en la creación y construcción de una máquina capaz de viajar en el tiempo. Si no fuera porque para llegar a esa conclusión habíamos sopesado profundamente todos los datos obtenidos en nuestra investigación, habríamos pensado que estábamos siendo víctimas de una broma pesada. El viaje por el tiempo, el más delirante ensueño de los escritores de ciencia ficción, estaba siendo investigado en nuestra propia Universidad. Menos mal que sabíamos que ese hecho era técnica y científicamente imposible porque, en caso de ser realizable, si había alguien capacitado para materializarlo esa persona sólo podía ser el físico más importante e inteligente no ya de nuestra universidad sino del mundo científico en general, el profesor Horacio Rodríguez.
          Por una parte me tranquilizó el descubrimiento, ya que algo que es imposible de obtener no puede servir de ayuda a objetivos peligrosos e inquietantes, como los que todos sabíamos que anidaban en la mente de Rodríguez, pero por otro lado, como responsable de la maquinaria administrativa de la Universidad, decidí tomar mis medidas. Aunque tanto la asignación de los presupuestos como el visto bueno a su proyecto científico habían venido directamente del Ministerio yo sabía que, si se demostraba alguna irregularidad, la cabeza que iba a rodar era la mía. Y qué mayor irregularidad que gastar el dinero en algo imposible de conseguir. Así que me armé de valor y decidí poner fin a los manejos del sospechoso físico, para lo cual dicté una circular interna poniendo fin a sus trabajos y ordenándole el desalojo de las instalaciones que ocupaba. Una vez firmado se la di a uno de los bedeles, con órdenes de entregárselo personalmente al profesor y de practicar el citado desalojo, ayudado por fuerzas policiales en caso de ser estrictamente necesario, lo que no me hubiese extrañado lo más mínimo, conociendo la personalidad del afectado. Hecho esto me limité a esperar con tranquilidad los acontecimientos, convencido de que había obrado correctamente. Sabía que en un primer momento podía desencadenarse un pequeño escándalo por lo expeditivo de mis métodos, pero tenía todas las bazas en mis manos. El profesor Rodríguez, si llegaba el caso, corría el riesgo de ser procesado y encarcelado por varios delitos económicos como estafa, desfalco, apropiación indebida y algunos más, por lo que no le convenía armar mucho barullo. Sumido en esos dulces pensamientos me recosté en la butaca de mi despacho sonriendo beatíficamente.
          La brusca irrupción del profesor Rodríguez borró de cuajo la sonrisa. Le acompañaban el bedel que había enviado para notificarle el desahucio y el profesor Landuyt, el historiador que se había unido a su equipo. Los tres sostenían con sus manos sendos pistolones de hermoso calibre. Como no soy especialista en armas no fui capaz de distinguir si se trataban de una Magnum, una Beretta o una Smith & Wesson, lo que sí tenía claro era que cualquiera de ellas podía abrir en mi cuerpo un agujero del tamaño del Gran Cañón del Colorado. Intenté mostrar mi indignación --y nerviosismo-- del mejor modo que supe.
          --¿Están ustedes locos? ¿Cómo se atreven a entrar de ese modo en mi despacho?
          --¿Me hubiera permitido hacerlo de otro modo? Probablemente no, así que he optado por lo seguro --me contestó irónico, aunque no exento de razón, el profesor Rodríguez.
          --¿Se puede saber qué es lo que desean?
          --¿No se lo imagina?
          --Si quiere forzarme a revocar la circular por la que le he obligado a suspender sus trabajos y desalojar las instalaciones universitarias, comete un craso error. No cederé al chantaje. Y le prevengo que con mi muerte no conseguirá nada. Así que lo mejor que pueden hacer es salir inmediatamente de aquí, en cuyo caso me olvidaré por completo de este penoso incidente. De lo contrario lamentarán de por vida las consecuencias de su irrupción. El recinto universitario es un lugar sagrado e inviolable, cometer en su interior un acto violento no sólo está penado duramente por la ley sino que sus autores quedarían estigmatizados de por vida.
          --Se equivoca, señor Vicerrector, se equivoca en esto como en muchas otras cosas. No es nuestra intención matarlo ni tampoco obligarle a retractarse de su absurda decisión. No lo necesitamos.
          --En ese caso, ¿qué es lo que quieren?
          --Ganar tiempo.
          --Ganar tiempo, ¿para qué necesitan ganar tiempo? No lo entiendo.
          --Con lo que usted no entiende, señor vicerrector, se podrían llenar enciclopedias, pero de todos modos, como deferencia no sólo a su cargo si no también a su persona, se lo explicaré. Necesitamos ganar tiempo para que la máquina que hemos construido funcione.
          --¿Está usted loco? Su máquina nunca podrá funcionar, el viaje por el tiempo es imposible.
          --¿Está usted seguro? No sabía que además de biólogo fuera una eminencia en el campo de la Física y las Matemáticas.
          --Y no lo soy, pero no hace falta ser un especialista en esos campos para comprender la inutilidad e imposibilidad de sus trabajos. Cualquier niño de pecho sabe que es imposible viajar a través del tiempo. Imagínese que usted, efectivamente, construye esa máquina y, viajando al pasado, conoce a su abuelo. Trata con él y en un momento de fuerte discusión lo mata cuando todavía no ha nacido su padre. Usted no podría nacer y por tanto no podría inventar esa máquina del tiempo con la cual habría ido a la época de su abuelo para matarle. Es una paradoja total que demuestra la imposibilidad de alcanzar sus sueños.
          --Conozco esa paradoja, por supuesto, muy típica de los escritores de ciencia ficción más previsibles y menos originales. Es, por otra parte, el argumento que utilizan siempre los espíritus débiles que se oponen a que los fuertes dominen la tierra. Pero es un argumento inservible. Voy a retomar su ejemplo. Si yo hiciera eso, habría creado un mundo en el que yo no existiría y por tanto no habría máquina del tiempo, a no ser que la hubiera inventado otra persona. Pero nunca se sabría, por eso desaparecería la contradicción. Nadie me lloraría porque nunca hubiera existido en el nuevo plano de la realidad surgido como consecuencia de mis acciones. ¿Cómo puede usted estar seguro de que la máquina existe desde hace tiempo? ¿Puede asegurar sin lugar a dudas que ayer era Vicerrector de esta Universidad?
          --Por supuesto que sí, no sé a dónde quiere llegar con esa sarta de estupideces.
          --Le falta imaginación, querido Vicerrector. ¿Y si yo le dijera que antesdeayer usted era ministro de Universidades, pero que gracias a unos arreglos hechos al viajar por el tiempo, actuando en el momento adecuado, hemos conseguido que su situación personal cambiara y no accediera a ese cargo? Usted no se acordaría de nada porque en el nuevo plano de la realidad nunca habría sido ministro. ¿Puede usted decirme con absoluta certeza que nunca ha sido ministro en otras coordenadas temporales?
          La idea continuaba siendo absurda, pero de repente algo me inquietó. Yo había estado a punto de ser ministro en la última remodelación gubernamental, pero las necesidades de pactar con otros partidos hicieron que al final no ocupara el cargo. ¿Era posible que...? No, no podía dejarme envolver por la palabrería vacua del profesor Rodríguez.
          --Tranquilícese --volvió a hablar el profesor, como si hubiera adivinado mis pensamientos--, puedo asegurarle que usted nunca ha sido ministro de nada. Nuestros experimentos, hasta el momento, no han llegado a tanto.
          --¿De qué experimentos me está hablando?
          --Somos científicos, ¿lo ha olvidado? Las grandes ideas no sirven de nada si no pueden experimentarse, si no pueden llevarse a cabo, en suma. Ésa es la auténtica prueba de que algo funciona, mejor que los sesudos artículos, con un montón de fórmulas incorporadas y vistosos diagramas, en las revistas científicas. Para su información, esa fórmula que usted considera imposible de conseguir existe desde hace ocho meses, y desde hace tan sólo cuatro hemos estado experimentando viajes por el tiempo con gran éxito.
          El profesor Rodríguez hablaba con tal convicción y sus palabras exhalaban un tono de autoconvencimiento tan sincero e impresionante que por unos momentos se minó mi entereza, hasta que recordé que todos los fanáticos tenían aire de sinceridad y podían llegar a ser extremadamente convincentes.
          --No le creo. Si eso fuera verdad hace tiempo que se sabría y, aunque se hubiera mantenido en secreto, no necesitaría recurrir a esos argumentos --añadí señalando las armas que aún conservaban en sus manos mis tres visitantes-- para conseguir que retire la orden de desalojo de las instalaciones universitarias. Usted sabe que con demostrarme fehacientemente que sus investigaciones estaban bien encaminadas no sólo les restituiría lo ahora quitado sino que aumentaría generosamente sus asignaciones presupuestarias.
          --Sigue sin entender nada, querido vicerrector. En ningún momento he tenido la intención de compartir mi descubrimiento con la comunidad científica, y por lo que atañe a las cantidades que tengo adscritas para seguir con mis trabajos debo admitir que son más que suficientes. ¿No se da cuenta de que tengo en mis manos el arma más poderosa que jamás se haya inventado? Con ella tengo también la posibilidad de cambiar el mundo. ¿Ha pensado usted que habría ocurrido si no hubiera sido asesinado Julio César? ¿Cómo sería España si los Reyes Católicos jamás se hubieran casado o Francia si Robespierre no hubiera muerto en la guillotina? ¿Existirían los Estados Unidos si el general Washington se hubiera ahogado al intentar cruzar el Potomac? O, más recientemente, ¿cómo sería el mundo si Hitler hubiera tenido a su disposición la bomba atómica mucho antes de que los americanos empezaran siquiera a teorizar sobre la posibilidad de construirla?
          --Está usted loco.
          --Las palabras no ofenden y, además, no pueden nada contra la fuerza de los hechos. Usted, como el resto de la comunidad universitaria que ha intentado desprestigiarme y hacerme el vacío, sabe cómo pienso y lo que opino de la política actual, de esta sociedad débil y degenerada que espíritus pusilánimes como usted han contribuido a crear. Afortunadamente, aunque no somos mayoría ni la necesitamos, ya que no creemos en esa farsa democrática que permite que se considere igual el voto de un negro que el de un blanco, el de un ignorante que el de un sabio o el de una mujer que el de un hombre, todavía quedamos un grupo de hombres dispuestos a arreglar esta situación y cambiar el mundo. Y con mi invento lo vamos a lograr.
          --¿Y en cuatro meses ha sido incapaz de alcanzar su objetivo? --intenté hablar en tono sarcástico, sin conseguirlo del todo.
          --Usted me cree un fanático y piensa que los fanáticos somos, además, imbéciles. Es por eso por lo que lucho contra lo que representa la gente como usted --dijo meneando la cabeza con aspecto lastimero--, porque son incapaces de ver más allá de sus narices. Un proyecto como ése necesita tiempo. Imagínese que envío a través de mi máquina un comando con las órdenes de matar a Napoleón y así cambiar el curso de la historia de Francia y tal vez de la Humanidad. ¿Cómo puedo saber que no hay algún tipo de relación entre Napoleón o alguno de los guardaespaldas o colaboradores que pudieran morir en la acción con mis antepasados y que, como consecuencia de ella, en las nuevas coordenadas temporales generadas yo no existiría, con lo que todo el proyecto se iría al garete? Sinceramente, no me atrae la idea. De ahí que haya incorporado a mi equipo historiadores y genealogistas en los últimos tiempos. Toda acción debe estar bien medida tanto en sus consecuencias políticas generales como en las personales de quienes participan en el proyecto. Por eso necesitamos tiempo, un tiempo que usted nos quiere negar. Afortunadamente tenemos gente leal introducida en todos los ámbitos --añadió señalando paradójicamente al bedel traidor-- y hemos podido contrarrestar su golpe. Pero no podemos tenerle retenido indefinidamente hasta que nuestro gran proyecto llegue a su fin. Lamentable pero inevitable.
          --¿Eso significa que van a matarme? Están ustedes rematadamente locos. Les repito lo que les he dicho al principio, el asesinato de un catedrático en el interior de la Universidad tendría consecuencias funestas para ustedes.
          --No nos haga reír, señor vicerrector. Las consecuencias funestas serían para usted en primer lugar, no para nosotros. Pero algo de razón no le falta, podría traernos complicaciones y molestias que preferimos evitar. Matarle es absurdo cuando podemos hacer algo mejor. Podemos cambiar la realidad temporal de modo que usted nunca haya existido.
          --¿Qué quiere decir con eso?
          --Me parece que ya se lo imagina. Hace tiempo que nos hemos dado cuenta de que estaba investigándonos y hemos elaborado un plan estupendo para deshacernos de usted. ¿Recuerda la paradoja del abuelo con la que ha intentado argumentar en contra de la posibilidad del viaje temporal? Pues la va a sufrir en sus propias carnes. En estos momentos el coronel Bermejo, me imagino que ya sabe de quién le hablo, del profesor de Educación Física que recientemente se unió a mi equipo, está viajando a la época de su abuelo con órdenes estrictas de asesinarle antes de concebir a su padre. Es posible incluso que ya haya conseguido su objetivo. Según nuestros experimentos la nueva realidad temporal puede tardar en notarse entre cuatro horas y cuatro días, pero antes o después esa realidad sustituirá a la presente y usted jamás habrá existido. Nadie podrá acusarnos nunca de asesinato, porque no se puede asesinar a alguien inexistente. Brillante, ¿no le parece? No, claro que no, desde su punto de vista personal no es una gran idea, pero debe admitir, como científico, que hemos descubierto el modo de cometer el crimen perfecto. Bueno, querido amigo, ¿me permite que le califique así teniendo en cuenta que son nuestros últimos momentos juntos? ¿No?, lo entiendo aunque me parece una cortedad de miras por su parte. En fin, señor vicerrector, me temo que vamos a tener que dar por acabada nuestra pequeña e instructiva conversación, comunicándole que hasta su desaparición en la nueva realidad quedará retenido en una habitación que le tenemos ya preparada, bajo la custodia del bedel. Confío en que pueda disfrutar de su corto retiro ya que le hemos preparado todas las comodidades posibles. Incluso, si lo desea, estamos predispuestos a proporcionarle mujeres, bebidas y drogas, para que sus últimos momentos sean lo más placenteros posibles. Como ve, no le guardo rencor ni mala voluntad. Incluso sopesamos, por unos momentos, la posibilidad de dejarle en libertad ya que, aunque usted nos denunciara, independientemente de que nadie, o casi nadie, le creería, al llegar la nueva realidad toda conciencia de ese hecho habría desaparecido, pero preferimos evitar las pequeñas molestias temporales que nos podría generar en la realidad actual, así que de momento será nuestro prisionero. Adiós. señor vicerrector, hasta nunca. Disfrute de sus últimos momentos de existencia.
          Han pasado ya dos días desde esta conversación y continuó siendo un prisionero en la habitación que me asignaron. El profesor Rodríguez habló de unos plazos de hasta cuatro días para que las acciones destinadas a cambiar la realidad surjan efecto, y eso si la acción que se tiene que llevar a cabo se consigue efectuar nada más llegar al pasado, porque en otro caso el plazo empezaría a correr más tarde, no se sabe cuándo. Han sido dos días angustiosos, esperando la llegada de la no existencia. ¿Cómo será? ¿Se notará algo, como cuando una persona se muere o, sencillamente, en un momento estás y en otro no estás? Intelectualmente sigo pensando que el viaje a través del tiempo es imposible, pero entonces, ¿por qué estoy tan nervioso? ¿Quizás porque en el fondo de mi mente siempre he sabido que el profesor Rodríguez decía la verdad? No lo sé, pero como siga así no va a ser necesario que su experimento funcione para que consiga eliminarme, porque tengo la sensación de que me estoy volviendo loco por momentos. De otro modo, ¿a qué se debe que cada vez que me mire en el espejo vea reflejada no mi cara, sino la de mi abuelo cuando tenía mi edad?



SKULL (MÓNICA GALLEGO HERNANDO)


LA NOVELA: Rubén Mistake, de la agencia “Con la lupa somos los mejores”, se encauzará en la investigación de la misteriosa desaparición de un miembro de una familia ejemplar estellesa. A la vez, el cuerpo de criminalística de la Guardia Civil de Pamplona deberá dar caza al “asesino de las calaveras”, debiendo resolver el enigma que esconde el parque donde se han hallado cada uno de los cadáveres.
¿Qué significado albergan los números y fotografías halladas? ¿Por qué el “asesino de las calaveras” acaba con la vida de personas inocentes de una forma tan sumamente macabra? Una pista: el comienzo tendrá mucho que ver con el final de la historia. Y como siempre, nada es lo que parece.

LA AUTORA: Mónica Gallego Hernando (Bilbao, Bizkaia, 1977). Abogada de profesión, se inició en el mundo de la literatura con su primera publicación infantil, El árbol mágico y con su primera novela, Cosas de la vida. Posteriormente publicó su segunda novela, Símbolos y muertes ocultas, iniciándose así en el género policial y de misterio. Su segundo libro infantil, El diario de Jorge se publicó en el mes de junio de 2017, narrado en primera persona por un niño que padece epilepsia, a la par de su tercera novela, Huracán rojo. Skull es su cuarta novela.