En realidad este no es un relato de género negro, se
mire por donde se mire. Pero me apetecía incorporarlo a esta serie que estoy
publicando a través del blog, porque hace ya más de veinte años, concretamente
en 1996, gané con él el XV Certamen de Cuentos Villa de Lodosa.
La verdad es que, tras darle un repaso, me parece que
es un relato un tanto ingenuo, y seguramente de escribirlo en la actualidad, en
caso de que deseara escribir algo de ese tipo, cambiaría muchas cosas, pero he
decidido no mantenerlo como estaba. Soy partidario de revisar y corregir lo
escrito hasta la extenuación, pero cuando algo ha sido ya publicado o, como en este
caso, fijado, no me parece correcto hacerlo. Respetando, por supuesto, la opinión
contraria.
En fin, aquí tenéis la historia de un tipo sencillo que,
un buen día, se encontró
SOLO Y LIBRE
Cuando vi cómo se
cerraba la puerta de mi domicilio comprendí que por fin estaba solo y libre.
Una libertad y soledad precarias, que durarían tan sólo siete días, pero que
eran suficientes por el momento. Además no estaba seguro de desear que esa
situación durara mucho más, pero transitoriamente lo necesitaba, vaya que si lo
necesitaba.
Era la primera vez
en nueve años de matrimonio que me separaba de mi mujer y mis hijos. Parece
fuerte decirlo, pero es la verdad. Sin embargo hasta hacía muy poco tiempo,
dos, tal vez tres semanas, no había empezado a sentirme agobiado, oprimido por
esa situación. Necesitaba hacer algo al respecto y hacerlo pronto porque en
caso contrario temía que algún resorte en mi interior saltara y estropeara
definitivamente la maquinaria. Gracias a eso que algunos llaman azar y otros
destino, un asunto urgente había obligado a mi mujer a desplazarse, junto con
nuestros tres vástagos, a una ciudad situada a trescientos kilómetros de la
nuestra. Por motivos laborales me había resultado imposible acompañarla y, de
repente, me había encontrado solo, dueño y señor del castillo que, según el
dicho inglés, es la casa propia.
Me tumbé en el sofá
y me dispuse a escuchar música. Por fin las Valquirias de Wagner iban a resonar
en mis oídos con toda la fuerza de que eran capaces, sin necesidad de soportar
las continuas admoniciones sobre lo poco conveniente que para los niños era
poner ese tipo de música tan fuerte y dura, “sería mucho mejor que pusieras
algo suave, que despertara su sensibilidad”, me decía siempre, y claro, lo que
acababa por escucharse a través del equipo de música solía ser Richard
Clayderman o Julio Iglesias. Cuando la música wagneriana, conducida por Herbert
Von Karajan, llegó a su cumbre toda mi alma se sintió pletórica y satisfecha,
como si me hubiera transformado en un hombre nuevo. Apagué el tocadiscos y
decidí dar una vuelta. Me apetecía tomarme unas copas en compañía de algunos
amigos. Estábamos en primavera y, tras el cambio horario, la luz del día se
había alargado hasta cerca de las nueve de la noche, invitando a salir, a
pasear, a vivir en suma.
Estuve colgado más
de media hora del teléfono, pero todo fue en vano. Yo era un hombre casado y
bien casado, y eso se notaba. La inmensa mayoría de mis viejos amigos estaban
también casados y tan sólo recibía de ellos invitaciones para ir a cenar con la
pareja, pobre Manolo, tienes que sentirte muy solo, no te quedes en casa,
hombre, ven a cenar con nosotros y los niños, me decían. Todo un planazo. Para
eso no necesitaba ser libre, para eso prefería cenar con mi mujer y mis niños
aunque, como persona educada que soy, me callaba esos pensamientos. Los demás,
los solteros, o bien tenían planes propios, “lo siento, chico, pero ya he
quedado, si me hubieras avisado con tiempo…, pero como nos vemos cada tres
meses más o menos, no había pensado en ti”, comentaban en lo que incluso
parecía ser un velado reproche, o bien me proponían la realización de
actividades, “estupendo chaval, me alegra que me llames porque tenía pensado
salir este fin de semana para hacer rafting y me había quedado sin acompañante”,
para las que no me sentía ni anímica ni físicamente preparado. Estaba claro
que, después de nueve años de matrimonio, la vida de todos había cambiado y no
se podía echar marcha atrás.
Me removí inquieto
en el sofá. Era una situación absurda, apenas hacía dos horas que me había
quedado solo y ya empezaba a pensar que la libertad me agobiaba. No podía
aceptarlo, tenía que demostrarme a mí mismo que era digno de administrar esa
pequeña parcela de autonomía que la providencia me había concedido. Paseando mi
extraviada mirada por el salón me fijé en la televisión, esa parte del
mobiliario tan denostada por todo el mundo de puertas hacia fuera, pero que en
la intimidad de nuestro hogar utilizamos las veinticuatro horas del día. Me
levanté del sofá y acudí presto a encenderla, con la autoconfianza y orgullo
que me proporcionaba el ser, por unos días, el dueño absoluto del mando a
distancia. Me acerqué hasta el frigorífico y saqué de su interior una lata de
cerveza bien fría. Tiré de la anilla y bebí directamente un trago de la lata,
sin escanciarla previamente en un vaso, sin miedo a dar mal ejemplo a los
niños, “luego quieren hacer lo mismo que tú y beben directamente de la botella
o de la lata, así que aprende a usar el vaso si no quieres que tus hijos salgan
tan mal educados como has salido tú”, solía escuchar cada vez que intentaba
hacer algo similar. Con una sonrisa de oreja a oreja volví al salón y me tumbé
en el sofá todo lo largo que era. Sólo me faltaba la gorrita de béisbol para
parecerme a esos personajes que salen en las películas americanas, desaliñados
y tripudos, que beben compulsivamente cerveza mientras ven en televisión la
final del campeonato de baloncesto de la Costa Este. Volví a darle otro trago a
la lata y noté, con satisfacción, cómo parte del rubio líquido se me desbordaba
por la barbilla, manchando la camiseta, sucia por supuesto, que llevaba puesta.
Empuñé el mando a
distancia con el mismo brío que un caballero de la mesa redonda su lanza, pero
del mismo modo que Sir Galahad no encontró el Santo Grial yo no encontré nada
digno de verse. Culebrones y más culebrones solo sustituidos, a veces, por
interesantes debates sobre el cuidado de los lactantes. Nada de deportes. No
entendía lo que pasaba, Elena siempre se estaba quejando de que en la
televisión no daban más que fútbol y baloncesto, “y cuando acaba la temporada
empiezan el ciclismo o las olimpíadas u otras bobadas de ese tipo”, finalizaba
indignada, pero ese día el deporte había desaparecido del panorama televisivo
nacional. Recordé que tenía grabado el partido que había jugado mi equipo el
sábado anterior y que no pude verlo en directo, “¿cómo vamos a dejar de ir a
cenar con Tere y Gorka, por un partido?, hemos quedado con ellos hace tres
semanas, no me parece lógico ni normal dejarlo todo por ver a once tíos correr
detrás de un balón”, me había dicho mi media naranja sin darme ninguna opción.
El hecho de que a Gorka también le gustara el fútbol era intrascendente, “si
por vosotros fuera estaríais todo el día en casa viendo la televisión, menos
mal que estamos nosotras para haceros salir, si no os ibais a momificar”.
Feliz y contento me
puse a ver el partido, pero no me era posible sacarle gusto. Conocía el
resultado y eso le quitaba algo extremadamente importante, la emoción. Con la
finalidad de sacarle algo más de jugo utilicé el mando para rebobinar algunas
jugadas comprobando que, como había dicho la prensa, el penalti que habían
pitado contra mi equipo era totalmente injusto, pero ni siquiera eso me excitó.
¿Cómo se puede insultar a un árbitro en diferido? No tiene ningún aliciente,
como no lo tenía tampoco el saber que no iba a aparecer de repente Elena
amenazándome con apagar la televisión si no me tranquilizaba y dejaba de usar
ese lenguaje, “que luego los niños lo repiten en la calle y yo me muero de
vergüenza”.
Con la televisión
fuera de servicio decidí llegada la hora de cultivar mi espíritu y leer aquella
novela que había comprado hacía cuatro meses. Me acerqué a la estantería y cogí
el volumen. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo voluminoso que era.
Ciento veinte páginas para alguien acostumbrado a leer tan sólo las páginas
deportivas de los periódicos era una empresa que podía calificarse de ciclópea sin
la más mínima exageración y tal vez por eso no conseguí pasar de la quinta
línea, aunque no por ello me desanimé. Lo había intentado, y eso es lo que vale
para un espíritu inquieto y culto como el mío.
Intentando salir
del marasmo en el que me había sumergido decidí salir a la calle. Al fin y al
cabo era una persona adulta y no necesitaba compañía para ir a tomar unas
copas. Recordé ese viejo refrán que dice que el buey solo bien se lame y volví
a relamerme de gusto pensando en ejercer mi libertad.
Mi gran error fue
ir a tomar la primera copa a una cafetería en la que me conocían y a la que
siempre acudía acompañado por Elena. El camarero, solícito, me preguntó por
ella y mostró su extrañeza al verme solo. Tras las pertinentes explicaciones
para dejarle tranquilo --lo que me faltaba, tener que justificar ante un
camarero el motivo de que estuviera tomando a solas una simple cerveza-- apuré
mi bebida y salí del local como alma que lleva el diablo. Escaldado por la
experiencia decidí entrar en un bar en el que no era conocido. Me senté en un
taburete, junto a la barra, y pedí otra cerveza. Afortunadamente el camarero
que me atendió no tenía ganas de cháchara así que me dediqué a escuchar los
boleros que surgían del hilo musical y a ver cómo en una televisión a la que se
había desconectado el sonido los miembros del gobierno y de la oposición
gesticulaban sin parar. Por fin me sentía feliz y, casi sin darme cuenta, volví
a pedir otra cerveza ya que había acabado la que tenía en la jarra con tan sólo
dos tragos. Comprobé con extrañeza que apenas habían transcurrido dos minutos
desde que había aposentado mis carnes en el taburete del bar. Habitualmente,
cuando estoy acompañado, una cerveza me dura mucho más tiempo, pero ahora me la
había liquidado en apenas un minuto. A ese ritmo no podía seguir. Estaba claro
que la soledad aceleraba mis acciones y que eso no era la solución, ya que o
bien acababa borracho perdido o debería volver a casa al de diez minutos,
después de haber bebido en ese tiempo lo que habitualmente tardo en consumir
dos o tres horas. Pagué la segunda cerveza y salí a la calle un tanto
desesperanzado, pero la luminosidad de la tarde primaveral volvió a darme
ánimos. No tenía por qué desfallecer ni rendirme a las primeras de cambio.
Había decidido disfrutar de mi libertad y lo haría, aunque para ello tuviera
que hundirse el universo entero.
Parecía mentira,
pero hasta ese instante no se me había ocurrido practicar el deporte más barato
y asequible del mundo, el paseo. Caminaría por mi ciudad con tranquilidad,
recreándome en los rincones más conocidos y asombrándome ante los inéditos.
Vigilaría, cual capataz inmisericorde, las obras que pululaban por todo el
centro urbano y criticaría, en su caso, los estragos que la desidia municipal
había producido. Incluso ayudaría a cruzar los pasos de cebra a las ancianas y
a los invidentes ya que aunque no lo recordaba con total seguridad, suponía que
en mi ciudad había ancianas e invidentes. Con ánimo resuelto y sin un destino
preconcebido empecé a caminar, aleatoriamente, sin rumbo fijo, pero mis pies,
tal vez guiados por mi subconsciente, me encaminaban de todas todas a mis
lugares de siempre, a los que solía recorrer con Elena y los niños o con los
amigos y compañeros de trabajo. Varias veces intenté reconducir mi itinerario,
pero en vano, siempre volvía a los mismos sitios, como si una fuerza superior
contra la que nada podía hacerse manejara, como un dictador inexorable, mi
vida.
Viendo que era
incapaz de tomar una copa con tranquilidad ni de pasear a solas sin acelerarme
recalé en una galería de arte. Hacía años que no penetraba en el interior de
ninguna y creí llegado el momento de recuperar mi antigua afición por la pintura.
Mi ciudad, según tengo entendido por la lectura habitual de los periódicos, es
pródiga en ese tipo de locales lo cual me llena de legítimo orgullo y supuse
que no me haría ningún daño entrar en aquella e imbuirme del espíritu del arte
contemporáneo.
Nada más entrar
empecé a arrepentirme. Era la única persona que había en el interior de la galería,
si exceptuamos a la mujer que a la entrada me dio un catálogo sobre la
exposición y el artista. Según iba posando los ojos sobre los lienzos sentía
sobre mi nuca la mirada taladradora de aquella mujer. Unas gotas de sudor
empezaron a deslizarse por mi frente. Posiblemente la señora, tal vez la
galerista o una empleada, era una buena mujer que mataba su aburrimiento
escudriñando sin maldad al único visitante de la exposición, pero a ese único
visitante tal interés le creaba una agobiante sensación de incomodidad. No
sabía muy bien cómo actuar. A veces me paraba delante de un cuadro y me quedaba
unos minutos observándolo fijamente, convencido de que eso es lo que se
esperaba de mí, otras veces posaba someramente mi mirada sobre un lienzo con la
aguda expresión de quien, hábil conocedor, considera que no merece la pena
detenerse en la contemplación de tamaña birria e incluso un par de veces hice
un pequeño comentario sobre la luminosidad del cuadro y la mezcla de los
colores.
Salí de la galería
lo antes que pude, convencido de que la mujer de la entrada pensaba que yo no
era sino un fatuo ignorante que quería dárselas de listo. Sumido en este
lúgubre pensamiento no sé cómo ni de qué manera me vi dentro de un videoclub
cercano a mi domicilio. Aunque sigo pensando que no entré allí usando de mi
libre albedrío decidí llevarme una película a casa para ocupar, de ese modo, al
menos dos horas de mi tiempo. Miré el reloj y me reafirmé en mi idea. Vería la
película, cenaría y a la cama. Así habría pasado mi primera tarde libre de un
modo entretenido y no tendría que estrujarme más las meninges para ocupar el
tiempo. Recorrí todo el videoclub en busca de una película cuyas imágenes me
abrieran a nuevos mundos, cuyos pensamientos elevaran los míos y cuya calidad
fuera proporcional a las dosis de aburrimiento que producían y, de repente, me
vi situado enfrente de una estantería repleta de películas clasificadas X, o lo
que es lo mismo, de películas pornográficas. Nunca había visto ninguna, pese a
mi edad, ya que a Elena no le gustaban esas guarradas, como las calificaba
despectiva y, tal vez, atinadamente, y debo admitir que en líneas generales
estaba de acuerdo con ella. No creo que ese tipo de producciones
cinematográficas aporten gran cosa al desarrollo cultural y moral de la
sociedad, pero por otra parte, ¿qué hay de malo en acceder, por mera curiosidad
y sin otro ánimo que el de ensanchar los horizontes no encerrándose en lo
trillado, a una de esas películas? No se debe criticar lo que no se ha visto,
por eso, imbuido con un espíritu exclusivamente didáctico y de tolerancia, creí
llegado el momento de alquilar una de esas películas.
No sabía cuál
escoger debido a mi inicial ignorancia del tema. Los actores y actrices que
aparecían en la carátula eran para mí totalmente desconocidos, aunque suponía
que jamás habían ganado un óscar, y en cuanto a las sinopsis argumentales sólo
variaban en las medidas de diversos tipos que atribuían a los artistas.
Decidido a acabar cuanto antes escogí una cuyo título denotaba, al menos, cierta
inspiración poética: Feliciana la lesbiana y Pascual el homosexual montan
una bacanal. Podía haber sido peor o eso pensaba, por lo menos, en aquellos
instantes.
Con mi trofeo
escondido bajo el brazo me dirigí hacia el mostrador, pero antes de llegar frené
en seco. Una vecina se encontraba allí alquilando también algunas películas.
Miré hacia otro lado intentando ocultarme y lo conseguí, pero para cuando me
quedé solo había cogido ya otras tres películas, dos de ellas de dibujos
animados. Aun así creo que el dependiente fue un tanto irónico al decir que mis
hijos disfrutarían seguramente con mi elección.
Mientras regresaba
a mi domicilio deseé fervientemente que hubiera regresado la moda del siglo
XVIII, ¿o era del XVII?, para poder ir embozado en el interior de una capa y
que nadie me reconociera, ya que mis amistades son muy dadas a averiguar mis
gustos cinematográficos, pero afortunadamente debe haber algún ángel de la
guarda especial para pornógrafos novatos y conseguí llegar a casa sin ningún
nuevo contratiempo. Decidido a disfrutar plenamente de mi comprometedora
adquisición me serví un generoso gin-tónic y me repantigué cuan largo soy en el
sofá antes de apretar el botón del play.
La película, según venía impreso en la carátula, duraba alrededor de los setenta
minutos, pero yo no consumí viéndola más de quince. Vista una escena vistas
todas, pensé para mis adentros. Eso sí, en esos quince minutos fui espectador
de todo un cúmulo de posturas y posibilidades para hacer el amor, alguna de
ellas desconocida por mí después de nueve años de casado. Quizás ése fuera el
auténtico problema, tal vez mis nueve años de casado me habían convertido en un
inútil incapaz de disfrutar de la libertad. Rechacé de plano esa idea, yo era
una persona adulta y con recursos, además mi vida en pareja era feliz y
satisfactoria, yo era un hombre al que le gustaba la vida familiar. ¿Por qué
entonces sentía esa desagradable desazón?
No me quedó más
remedio que entregarme a profundas reflexiones. No se trata de que me pareciera
el mejor método de disfrutar de mi circunstancial y recién adquirida libertad,
pero muchas veces no controlamos nosotros nuestra vida sino que es ésta la que
nos lleva por donde quiere, en el supuesto de que tenga voluntad propia, lo que
es mucho suponer. El caso es que, disquisiciones filosóficas aparte, me
encontré de repente tumbado en el sofá, con otro gin-tónic en la mano, pasando
revista a mi vida en común con Elena.
El balance era
satisfactorio, lo digo como lo siento, pero en un ejercicio de sinceridad me di
cuenta de que en nuestra vida había una importante carencia, nuestra vida
sexual. Es posible que si no hubiera alquilado y visto aquel vídeo pornográfico
no me hubiera puesto a recapitular sobre ese aspecto de mi matrimonio, pero la
cosa no tenía ya remedio, estaba claro que había un mundo mucho más sugerente
que el que conocíamos Elena y yo.
Entiéndanme, no soy
un obseso sexual ni nada de eso, soy una persona normal a la que le gusta
disfrutar de la vida de un modo normal, sin meterse con nadie ni hacer cosas
extrañas. Y no es que Elena sea muy diferente, lo que ocurre es que con el
transcurso de los años la situación fue cambiando. Los dos primeros años fueron
una perpetua luna de miel, luego vinieron los hijos, el cambio de domicilio con
su consiguiente endeudamiento económico, los colegios, en fin, ese cúmulo de
circunstancias que tal vez den sabor a la existencia, pero que acaban
agobiándote por todos los lados y que hacen que tu vida cambie. Poco a poco
Elena fue disminuyendo su interés por el sexo, manteniéndose últimamente en los
límites de quien sin haber hecho voto de castidad podría llegar a dar ese paso
sin que le supusiera un gran esfuerzo. La cosa, además, no tenía remedio. Si ya
de joven era más bien conservadora en ese aspecto, en estos momentos la situación
no tenía cariz de poder reconducirse con facilidad. Recuerdo que una vez le
propuse acudir a donde un psicólogo o sexólogo y me respondió, toda ofendida,
que ella no estaba loca y que en todo caso quizás fuera yo el que necesitara ir
a un médico, por obseso y egoísta. Después de aquello decidí no replantear nunca
más el tema y adaptarme a la situación de carencia que se me presentaba. Al fin
y al cabo seguía queriendo a Elena y si ponía en una balanza lo positivo y lo
negativo, pesaba mucho más lo positivo. Pero, a pesar de ello, tal vez acuciado
por la soledad y por la visión de aquella película no apta para menores, me
acababa de dar cuenta de que necesitaba llenar ese vacío que había en mi vida,
el problema era cómo llenarlo.
Con Elena,
desgraciadamente, no se podía contar para solucionarlo y, sin embargo, algo me
impelía a hacer frente a esa situación. Con el cuarto gin-tónic que me tomé vi
por fin la luz. Si Elena me lo negaba no me quedaba más remedio que tomarlo en
otro sitio. No se trataba de engañarla o serle infiel, yo seguía queriéndola y
deseaba que mi matrimonio continuara, era una simple cuestión de supervivencia.
En realidad había una gran similitud con el caso del marido que no puede comer
en casa. O come fuera de ella o se muere de hambre. Así era lo mío, o me lo
montaba con otras mujeres o se había acabado, para siempre, mi vida sexual.
Reafirmado en esta
idea y eufórico gracias a mis generosas libaciones alcohólicas decidí pasar del
pensamiento a la acción. Al fin y al cabo estaba solo y libre y si no agarraba
en ese momento el toro por los cuernos nunca jamás podría hacerlo. Una vez
asumida la teoría tenía que pasar a la práctica, pero dar ese paso no era nada
sencillo. De hecho, era bastante peliagudo. Uno no consigue solucionar sus
problemas eróticos con un simple chasquido de dedos. Ligar es un proceso a
menudo lento y, además, yo llevaba bastantes años desentrenado. Por otra parte,
si lo pensaba fríamente, no me convenía para nada liarme con otra mujer de un
modo estable. Eso podría acabar poniendo mi matrimonio y mi vida familiar en
peligro y si algo estimaba en la vida eran precisamente esas dos cosas. Sumido
en estos negros pensamientos comprendí que las cosas no eran nada fáciles para
quienes nos consideramos buenos maridos y padres ejemplares. No obstante,
totalmente decidido a conseguir la cuadratura del círculo, me serví un nuevo
combinado de tónica y ginebra, esta vez recargando la mano en la ginebra, con
la esperanza de que de ese modo viniera más fácil la inspiración. Y vino, por
supuesto que vino.
Había tenido la solución
delante de mis narices y la había desechado. Cuando pensaba que no se pueden
solucionar los problemas sexuales con un simple chasquido de dedos estaba
equivocado. Ése era, en efecto, el modo de arreglarlos. No precisamente con un
chasquido de dedos, sino usándolos para hacer una llamada telefónica. Cogí el
periódico que había dejado tirado sobre la moqueta y lo abrí por las páginas
dedicadas a los anuncios. Allí encontraría lo que necesitaba, me dije, mientras
leía pausadamente en la sección epigrafiada "relax" de un modo
eufemístico alguno de sus reclamos publicitarios: Sonia, treinta años, cariñosa, complaciente, no te arrepentirás.
Gladys, filipina, veinticinco años, tierna y sensual, admite Visa. Soraya,
mulata, pechos insinuantes, exóticas caderas, largo y sedoso cabello negro,
todo tipo de prestaciones, si pruebas repetirás. Seguí leyendo hasta acabar
las cinco columnas repletas de anuncios de ese jaez. ¡Qué razón tenía aquel
profesor de Literatura que me recomendaba que leyera mucho más! Gracias a su
sabio consejo iba a ser capaz de solucionar mis problemas. Lo único que tenía
que hacer era elegir una de las chicas que se anunciaban en esas páginas y
llamarla por teléfono. Tras mucho pensarlo opté por Soraya, la mulata,
posiblemente influenciado por los sugerentes anuncios televisivos de viajes al
Caribe. Estaba disponible y me aseguró que en menos de media hora aparecería
por mi domicilio.
Aunque media hora
no es mucho tiempo esos treinta minutos se me hicieron eternos, pero por fin llegó
el momento tan esperado. Cuando oí que el ascensor se posaba en nuestra planta
acudí raudo a la puerta y oteé a través de la mirilla. No cabía ninguna duda,
era ella. El anuncio del periódico no le hacía justicia, era todo eso y mucho
más, parecía una diosa enviada a la Tierra para revolucionar el género
masculino. Aunque no había nadie, aparentemente, que pudiera ver sus
evoluciones, caminaba de un modo tan sensual que hubiera sido capaz de derretir
el más frío bloque de hielo. Y se dirigía directamente a mi puerta. Me empezaron
a entrar unos agobiantes calores y cierto músculo de mi cuerpo reaccionó de un
modo un tanto violento. Estaba ya junto a la puerta de mi domicilio cuando giró
hacia la derecha y tocó el timbre de la de mi vecino, un cincuentón huraño que
vivía solo. Cuando mi vecino abrió la puerta se llevó una gran sorpresa, pero
algo debieron decirse porque le vi sonreír --era la primera vez que le veía
hacerlo-- y agarrándola por la cintura la introdujo en el interior de su
domicilio, momento en que les perdí de vista.
Regresé al salón y
me serví otro gin-tónic. Estaba temblando pero la bebida consiguió
tranquilizarme. De todos modos comprendí que estaba en el buen camino. Había
sido capaz de enfrentarme a mis problemas y hacerles frente. Ya nada volvería a
ser igual, había dado el primer paso y nada ni nadie me haría retroceder. La
próxima vez que estuviera solo y libre daría el segundo y definitivo paso. La
próxima vez que estuviera solo y libre le daría a la chica mi auténtica
dirección, no la de mi vecino, pensé con una beatífica sonrisa en los labios
justo antes de dormirme como consecuencia del exceso de ginebra ingerida.