lunes, 17 de diciembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: SOLO Y LIBRE


En realidad este no es un relato de género negro, se mire por donde se mire. Pero me apetecía incorporarlo a esta serie que estoy publicando a través del blog, porque hace ya más de veinte años, concretamente en 1996, gané con él el XV Certamen de Cuentos Villa de Lodosa.
La verdad es que, tras darle un repaso, me parece que es un relato un tanto ingenuo, y seguramente de escribirlo en la actualidad, en caso de que deseara escribir algo de ese tipo, cambiaría muchas cosas, pero he decidido no mantenerlo como estaba. Soy partidario de revisar y corregir lo escrito hasta la extenuación, pero cuando algo ha sido ya publicado o, como en este caso, fijado, no me parece correcto hacerlo. Respetando, por supuesto, la opinión contraria.
En fin, aquí tenéis la historia de un tipo sencillo que, un buen día, se encontró



SOLO Y LIBRE



Cuando vi cómo se cerraba la puerta de mi domicilio comprendí que por fin estaba solo y libre. Una libertad y soledad precarias, que durarían tan sólo siete días, pero que eran suficientes por el momento. Además no estaba seguro de desear que esa situación durara mucho más, pero transitoriamente lo necesitaba, vaya que si lo necesitaba.
Era la primera vez en nueve años de matrimonio que me separaba de mi mujer y mis hijos. Parece fuerte decirlo, pero es la verdad. Sin embargo hasta hacía muy poco tiempo, dos, tal vez tres semanas, no había empezado a sentirme agobiado, oprimido por esa situación. Necesitaba hacer algo al respecto y hacerlo pronto porque en caso contrario temía que algún resorte en mi interior saltara y estropeara definitivamente la maquinaria. Gracias a eso que algunos llaman azar y otros destino, un asunto urgente había obligado a mi mujer a desplazarse, junto con nuestros tres vástagos, a una ciudad situada a trescientos kilómetros de la nuestra. Por motivos laborales me había resultado imposible acompañarla y, de repente, me había encontrado solo, dueño y señor del castillo que, según el dicho inglés, es la casa propia.
Me tumbé en el sofá y me dispuse a escuchar música. Por fin las Valquirias de Wagner iban a resonar en mis oídos con toda la fuerza de que eran capaces, sin necesidad de soportar las continuas admoniciones sobre lo poco conveniente que para los niños era poner ese tipo de música tan fuerte y dura, “sería mucho mejor que pusieras algo suave, que despertara su sensibilidad”, me decía siempre, y claro, lo que acababa por escucharse a través del equipo de música solía ser Richard Clayderman o Julio Iglesias. Cuando la música wagneriana, conducida por Herbert Von Karajan, llegó a su cumbre toda mi alma se sintió pletórica y satisfecha, como si me hubiera transformado en un hombre nuevo. Apagué el tocadiscos y decidí dar una vuelta. Me apetecía tomarme unas copas en compañía de algunos amigos. Estábamos en primavera y, tras el cambio horario, la luz del día se había alargado hasta cerca de las nueve de la noche, invitando a salir, a pasear, a vivir en suma.
Estuve colgado más de media hora del teléfono, pero todo fue en vano. Yo era un hombre casado y bien casado, y eso se notaba. La inmensa mayoría de mis viejos amigos estaban también casados y tan sólo recibía de ellos invitaciones para ir a cenar con la pareja, pobre Manolo, tienes que sentirte muy solo, no te quedes en casa, hombre, ven a cenar con nosotros y los niños, me decían. Todo un planazo. Para eso no necesitaba ser libre, para eso prefería cenar con mi mujer y mis niños aunque, como persona educada que soy, me callaba esos pensamientos. Los demás, los solteros, o bien tenían planes propios, “lo siento, chico, pero ya he quedado, si me hubieras avisado con tiempo…, pero como nos vemos cada tres meses más o menos, no había pensado en ti”, comentaban en lo que incluso parecía ser un velado reproche, o bien me proponían la realización de actividades, “estupendo chaval, me alegra que me llames porque tenía pensado salir este fin de semana para hacer rafting y me había quedado sin acompañante”, para las que no me sentía ni anímica ni físicamente preparado. Estaba claro que, después de nueve años de matrimonio, la vida de todos había cambiado y no se podía echar marcha atrás.
Me removí inquieto en el sofá. Era una situación absurda, apenas hacía dos horas que me había quedado solo y ya empezaba a pensar que la libertad me agobiaba. No podía aceptarlo, tenía que demostrarme a mí mismo que era digno de administrar esa pequeña parcela de autonomía que la providencia me había concedido. Paseando mi extraviada mirada por el salón me fijé en la televisión, esa parte del mobiliario tan denostada por todo el mundo de puertas hacia fuera, pero que en la intimidad de nuestro hogar utilizamos las veinticuatro horas del día. Me levanté del sofá y acudí presto a encenderla, con la autoconfianza y orgullo que me proporcionaba el ser, por unos días, el dueño absoluto del mando a distancia. Me acerqué hasta el frigorífico y saqué de su interior una lata de cerveza bien fría. Tiré de la anilla y bebí directamente un trago de la lata, sin escanciarla previamente en un vaso, sin miedo a dar mal ejemplo a los niños, “luego quieren hacer lo mismo que tú y beben directamente de la botella o de la lata, así que aprende a usar el vaso si no quieres que tus hijos salgan tan mal educados como has salido tú”, solía escuchar cada vez que intentaba hacer algo similar. Con una sonrisa de oreja a oreja volví al salón y me tumbé en el sofá todo lo largo que era. Sólo me faltaba la gorrita de béisbol para parecerme a esos personajes que salen en las películas americanas, desaliñados y tripudos, que beben compulsivamente cerveza mientras ven en televisión la final del campeonato de baloncesto de la Costa Este. Volví a darle otro trago a la lata y noté, con satisfacción, cómo parte del rubio líquido se me desbordaba por la barbilla, manchando la camiseta, sucia por supuesto, que llevaba puesta.
Empuñé el mando a distancia con el mismo brío que un caballero de la mesa redonda su lanza, pero del mismo modo que Sir Galahad no encontró el Santo Grial yo no encontré nada digno de verse. Culebrones y más culebrones solo sustituidos, a veces, por interesantes debates sobre el cuidado de los lactantes. Nada de deportes. No entendía lo que pasaba, Elena siempre se estaba quejando de que en la televisión no daban más que fútbol y baloncesto, “y cuando acaba la temporada empiezan el ciclismo o las olimpíadas u otras bobadas de ese tipo”, finalizaba indignada, pero ese día el deporte había desaparecido del panorama televisivo nacional. Recordé que tenía grabado el partido que había jugado mi equipo el sábado anterior y que no pude verlo en directo, “¿cómo vamos a dejar de ir a cenar con Tere y Gorka, por un partido?, hemos quedado con ellos hace tres semanas, no me parece lógico ni normal dejarlo todo por ver a once tíos correr detrás de un balón”, me había dicho mi media naranja sin darme ninguna opción. El hecho de que a Gorka también le gustara el fútbol era intrascendente, “si por vosotros fuera estaríais todo el día en casa viendo la televisión, menos mal que estamos nosotras para haceros salir, si no os ibais a momificar”.
Feliz y contento me puse a ver el partido, pero no me era posible sacarle gusto. Conocía el resultado y eso le quitaba algo extremadamente importante, la emoción. Con la finalidad de sacarle algo más de jugo utilicé el mando para rebobinar algunas jugadas comprobando que, como había dicho la prensa, el penalti que habían pitado contra mi equipo era totalmente injusto, pero ni siquiera eso me excitó. ¿Cómo se puede insultar a un árbitro en diferido? No tiene ningún aliciente, como no lo tenía tampoco el saber que no iba a aparecer de repente Elena amenazándome con apagar la televisión si no me tranquilizaba y dejaba de usar ese lenguaje, “que luego los niños lo repiten en la calle y yo me muero de vergüenza”.
Con la televisión fuera de servicio decidí llegada la hora de cultivar mi espíritu y leer aquella novela que había comprado hacía cuatro meses. Me acerqué a la estantería y cogí el volumen. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo voluminoso que era. Ciento veinte páginas para alguien acostumbrado a leer tan sólo las páginas deportivas de los periódicos era una empresa que podía calificarse de ciclópea sin la más mínima exageración y tal vez por eso no conseguí pasar de la quinta línea, aunque no por ello me desanimé. Lo había intentado, y eso es lo que vale para un espíritu inquieto y culto como el mío.
Intentando salir del marasmo en el que me había sumergido decidí salir a la calle. Al fin y al cabo era una persona adulta y no necesitaba compañía para ir a tomar unas copas. Recordé ese viejo refrán que dice que el buey solo bien se lame y volví a relamerme de gusto pensando en ejercer mi libertad.
Mi gran error fue ir a tomar la primera copa a una cafetería en la que me conocían y a la que siempre acudía acompañado por Elena. El camarero, solícito, me preguntó por ella y mostró su extrañeza al verme solo. Tras las pertinentes explicaciones para dejarle tranquilo --lo que me faltaba, tener que justificar ante un camarero el motivo de que estuviera tomando a solas una simple cerveza-- apuré mi bebida y salí del local como alma que lleva el diablo. Escaldado por la experiencia decidí entrar en un bar en el que no era conocido. Me senté en un taburete, junto a la barra, y pedí otra cerveza. Afortunadamente el camarero que me atendió no tenía ganas de cháchara así que me dediqué a escuchar los boleros que surgían del hilo musical y a ver cómo en una televisión a la que se había desconectado el sonido los miembros del gobierno y de la oposición gesticulaban sin parar. Por fin me sentía feliz y, casi sin darme cuenta, volví a pedir otra cerveza ya que había acabado la que tenía en la jarra con tan sólo dos tragos. Comprobé con extrañeza que apenas habían transcurrido dos minutos desde que había aposentado mis carnes en el taburete del bar. Habitualmente, cuando estoy acompañado, una cerveza me dura mucho más tiempo, pero ahora me la había liquidado en apenas un minuto. A ese ritmo no podía seguir. Estaba claro que la soledad aceleraba mis acciones y que eso no era la solución, ya que o bien acababa borracho perdido o debería volver a casa al de diez minutos, después de haber bebido en ese tiempo lo que habitualmente tardo en consumir dos o tres horas. Pagué la segunda cerveza y salí a la calle un tanto desesperanzado, pero la luminosidad de la tarde primaveral volvió a darme ánimos. No tenía por qué desfallecer ni rendirme a las primeras de cambio. Había decidido disfrutar de mi libertad y lo haría, aunque para ello tuviera que hundirse el universo entero.
Parecía mentira, pero hasta ese instante no se me había ocurrido practicar el deporte más barato y asequible del mundo, el paseo. Caminaría por mi ciudad con tranquilidad, recreándome en los rincones más conocidos y asombrándome ante los inéditos. Vigilaría, cual capataz inmisericorde, las obras que pululaban por todo el centro urbano y criticaría, en su caso, los estragos que la desidia municipal había producido. Incluso ayudaría a cruzar los pasos de cebra a las ancianas y a los invidentes ya que aunque no lo recordaba con total seguridad, suponía que en mi ciudad había ancianas e invidentes. Con ánimo resuelto y sin un destino preconcebido empecé a caminar, aleatoriamente, sin rumbo fijo, pero mis pies, tal vez guiados por mi subconsciente, me encaminaban de todas todas a mis lugares de siempre, a los que solía recorrer con Elena y los niños o con los amigos y compañeros de trabajo. Varias veces intenté reconducir mi itinerario, pero en vano, siempre volvía a los mismos sitios, como si una fuerza superior contra la que nada podía hacerse manejara, como un dictador inexorable, mi vida.
Viendo que era incapaz de tomar una copa con tranquilidad ni de pasear a solas sin acelerarme recalé en una galería de arte. Hacía años que no penetraba en el interior de ninguna y creí llegado el momento de recuperar mi antigua afición por la pintura. Mi ciudad, según tengo entendido por la lectura habitual de los periódicos, es pródiga en ese tipo de locales lo cual me llena de legítimo orgullo y supuse que no me haría ningún daño entrar en aquella e imbuirme del espíritu del arte contemporáneo.
Nada más entrar empecé a arrepentirme. Era la única persona que había en el interior de la galería, si exceptuamos a la mujer que a la entrada me dio un catálogo sobre la exposición y el artista. Según iba posando los ojos sobre los lienzos sentía sobre mi nuca la mirada taladradora de aquella mujer. Unas gotas de sudor empezaron a deslizarse por mi frente. Posiblemente la señora, tal vez la galerista o una empleada, era una buena mujer que mataba su aburrimiento escudriñando sin maldad al único visitante de la exposición, pero a ese único visitante tal interés le creaba una agobiante sensación de incomodidad. No sabía muy bien cómo actuar. A veces me paraba delante de un cuadro y me quedaba unos minutos observándolo fijamente, convencido de que eso es lo que se esperaba de mí, otras veces posaba someramente mi mirada sobre un lienzo con la aguda expresión de quien, hábil conocedor, considera que no merece la pena detenerse en la contemplación de tamaña birria e incluso un par de veces hice un pequeño comentario sobre la luminosidad del cuadro y la mezcla de los colores.
Salí de la galería lo antes que pude, convencido de que la mujer de la entrada pensaba que yo no era sino un fatuo ignorante que quería dárselas de listo. Sumido en este lúgubre pensamiento no sé cómo ni de qué manera me vi dentro de un videoclub cercano a mi domicilio. Aunque sigo pensando que no entré allí usando de mi libre albedrío decidí llevarme una película a casa para ocupar, de ese modo, al menos dos horas de mi tiempo. Miré el reloj y me reafirmé en mi idea. Vería la película, cenaría y a la cama. Así habría pasado mi primera tarde libre de un modo entretenido y no tendría que estrujarme más las meninges para ocupar el tiempo. Recorrí todo el videoclub en busca de una película cuyas imágenes me abrieran a nuevos mundos, cuyos pensamientos elevaran los míos y cuya calidad fuera proporcional a las dosis de aburrimiento que producían y, de repente, me vi situado enfrente de una estantería repleta de películas clasificadas X, o lo que es lo mismo, de películas pornográficas. Nunca había visto ninguna, pese a mi edad, ya que a Elena no le gustaban esas guarradas, como las calificaba despectiva y, tal vez, atinadamente, y debo admitir que en líneas generales estaba de acuerdo con ella. No creo que ese tipo de producciones cinematográficas aporten gran cosa al desarrollo cultural y moral de la sociedad, pero por otra parte, ¿qué hay de malo en acceder, por mera curiosidad y sin otro ánimo que el de ensanchar los horizontes no encerrándose en lo trillado, a una de esas películas? No se debe criticar lo que no se ha visto, por eso, imbuido con un espíritu exclusivamente didáctico y de tolerancia, creí llegado el momento de alquilar una de esas películas.
No sabía cuál escoger debido a mi inicial ignorancia del tema. Los actores y actrices que aparecían en la carátula eran para mí totalmente desconocidos, aunque suponía que jamás habían ganado un óscar, y en cuanto a las sinopsis argumentales sólo variaban en las medidas de diversos tipos que atribuían a los artistas. Decidido a acabar cuanto antes escogí una cuyo título denotaba, al menos, cierta inspiración poética: Feliciana la lesbiana y Pascual el homosexual montan una bacanal. Podía haber sido peor o eso pensaba, por lo menos, en aquellos instantes.
Con mi trofeo escondido bajo el brazo me dirigí hacia el mostrador, pero antes de llegar frené en seco. Una vecina se encontraba allí alquilando también algunas películas. Miré hacia otro lado intentando ocultarme y lo conseguí, pero para cuando me quedé solo había cogido ya otras tres películas, dos de ellas de dibujos animados. Aun así creo que el dependiente fue un tanto irónico al decir que mis hijos disfrutarían seguramente con mi elección.
Mientras regresaba a mi domicilio deseé fervientemente que hubiera regresado la moda del siglo XVIII, ¿o era del XVII?, para poder ir embozado en el interior de una capa y que nadie me reconociera, ya que mis amistades son muy dadas a averiguar mis gustos cinematográficos, pero afortunadamente debe haber algún ángel de la guarda especial para pornógrafos novatos y conseguí llegar a casa sin ningún nuevo contratiempo. Decidido a disfrutar plenamente de mi comprometedora adquisición me serví un generoso gin-tónic y me repantigué cuan largo soy en el sofá antes de apretar el botón del play. La película, según venía impreso en la carátula, duraba alrededor de los setenta minutos, pero yo no consumí viéndola más de quince. Vista una escena vistas todas, pensé para mis adentros. Eso sí, en esos quince minutos fui espectador de todo un cúmulo de posturas y posibilidades para hacer el amor, alguna de ellas desconocida por mí después de nueve años de casado. Quizás ése fuera el auténtico problema, tal vez mis nueve años de casado me habían convertido en un inútil incapaz de disfrutar de la libertad. Rechacé de plano esa idea, yo era una persona adulta y con recursos, además mi vida en pareja era feliz y satisfactoria, yo era un hombre al que le gustaba la vida familiar. ¿Por qué entonces sentía esa desagradable desazón?
No me quedó más remedio que entregarme a profundas reflexiones. No se trata de que me pareciera el mejor método de disfrutar de mi circunstancial y recién adquirida libertad, pero muchas veces no controlamos nosotros nuestra vida sino que es ésta la que nos lleva por donde quiere, en el supuesto de que tenga voluntad propia, lo que es mucho suponer. El caso es que, disquisiciones filosóficas aparte, me encontré de repente tumbado en el sofá, con otro gin-tónic en la mano, pasando revista a mi vida en común con Elena.
El balance era satisfactorio, lo digo como lo siento, pero en un ejercicio de sinceridad me di cuenta de que en nuestra vida había una importante carencia, nuestra vida sexual. Es posible que si no hubiera alquilado y visto aquel vídeo pornográfico no me hubiera puesto a recapitular sobre ese aspecto de mi matrimonio, pero la cosa no tenía ya remedio, estaba claro que había un mundo mucho más sugerente que el que conocíamos Elena y yo.
Entiéndanme, no soy un obseso sexual ni nada de eso, soy una persona normal a la que le gusta disfrutar de la vida de un modo normal, sin meterse con nadie ni hacer cosas extrañas. Y no es que Elena sea muy diferente, lo que ocurre es que con el transcurso de los años la situación fue cambiando. Los dos primeros años fueron una perpetua luna de miel, luego vinieron los hijos, el cambio de domicilio con su consiguiente endeudamiento económico, los colegios, en fin, ese cúmulo de circunstancias que tal vez den sabor a la existencia, pero que acaban agobiándote por todos los lados y que hacen que tu vida cambie. Poco a poco Elena fue disminuyendo su interés por el sexo, manteniéndose últimamente en los límites de quien sin haber hecho voto de castidad podría llegar a dar ese paso sin que le supusiera un gran esfuerzo. La cosa, además, no tenía remedio. Si ya de joven era más bien conservadora en ese aspecto, en estos momentos la situación no tenía cariz de poder reconducirse con facilidad. Recuerdo que una vez le propuse acudir a donde un psicólogo o sexólogo y me respondió, toda ofendida, que ella no estaba loca y que en todo caso quizás fuera yo el que necesitara ir a un médico, por obseso y egoísta. Después de aquello decidí no replantear nunca más el tema y adaptarme a la situación de carencia que se me presentaba. Al fin y al cabo seguía queriendo a Elena y si ponía en una balanza lo positivo y lo negativo, pesaba mucho más lo positivo. Pero, a pesar de ello, tal vez acuciado por la soledad y por la visión de aquella película no apta para menores, me acababa de dar cuenta de que necesitaba llenar ese vacío que había en mi vida, el problema era cómo llenarlo.
Con Elena, desgraciadamente, no se podía contar para solucionarlo y, sin embargo, algo me impelía a hacer frente a esa situación. Con el cuarto gin-tónic que me tomé vi por fin la luz. Si Elena me lo negaba no me quedaba más remedio que tomarlo en otro sitio. No se trataba de engañarla o serle infiel, yo seguía queriéndola y deseaba que mi matrimonio continuara, era una simple cuestión de supervivencia. En realidad había una gran similitud con el caso del marido que no puede comer en casa. O come fuera de ella o se muere de hambre. Así era lo mío, o me lo montaba con otras mujeres o se había acabado, para siempre, mi vida sexual.
Reafirmado en esta idea y eufórico gracias a mis generosas libaciones alcohólicas decidí pasar del pensamiento a la acción. Al fin y al cabo estaba solo y libre y si no agarraba en ese momento el toro por los cuernos nunca jamás podría hacerlo. Una vez asumida la teoría tenía que pasar a la práctica, pero dar ese paso no era nada sencillo. De hecho, era bastante peliagudo. Uno no consigue solucionar sus problemas eróticos con un simple chasquido de dedos. Ligar es un proceso a menudo lento y, además, yo llevaba bastantes años desentrenado. Por otra parte, si lo pensaba fríamente, no me convenía para nada liarme con otra mujer de un modo estable. Eso podría acabar poniendo mi matrimonio y mi vida familiar en peligro y si algo estimaba en la vida eran precisamente esas dos cosas. Sumido en estos negros pensamientos comprendí que las cosas no eran nada fáciles para quienes nos consideramos buenos maridos y padres ejemplares. No obstante, totalmente decidido a conseguir la cuadratura del círculo, me serví un nuevo combinado de tónica y ginebra, esta vez recargando la mano en la ginebra, con la esperanza de que de ese modo viniera más fácil la inspiración. Y vino, por supuesto que vino.
Había tenido la solución delante de mis narices y la había desechado. Cuando pensaba que no se pueden solucionar los problemas sexuales con un simple chasquido de dedos estaba equivocado. Ése era, en efecto, el modo de arreglarlos. No precisamente con un chasquido de dedos, sino usándolos para hacer una llamada telefónica. Cogí el periódico que había dejado tirado sobre la moqueta y lo abrí por las páginas dedicadas a los anuncios. Allí encontraría lo que necesitaba, me dije, mientras leía pausadamente en la sección epigrafiada "relax" de un modo eufemístico alguno de sus reclamos publicitarios: Sonia, treinta años, cariñosa, complaciente, no te arrepentirás. Gladys, filipina, veinticinco años, tierna y sensual, admite Visa. Soraya, mulata, pechos insinuantes, exóticas caderas, largo y sedoso cabello negro, todo tipo de prestaciones, si pruebas repetirás. Seguí leyendo hasta acabar las cinco columnas repletas de anuncios de ese jaez. ¡Qué razón tenía aquel profesor de Literatura que me recomendaba que leyera mucho más! Gracias a su sabio consejo iba a ser capaz de solucionar mis problemas. Lo único que tenía que hacer era elegir una de las chicas que se anunciaban en esas páginas y llamarla por teléfono. Tras mucho pensarlo opté por Soraya, la mulata, posiblemente influenciado por los sugerentes anuncios televisivos de viajes al Caribe. Estaba disponible y me aseguró que en menos de media hora aparecería por mi domicilio.
Aunque media hora no es mucho tiempo esos treinta minutos se me hicieron eternos, pero por fin llegó el momento tan esperado. Cuando oí que el ascensor se posaba en nuestra planta acudí raudo a la puerta y oteé a través de la mirilla. No cabía ninguna duda, era ella. El anuncio del periódico no le hacía justicia, era todo eso y mucho más, parecía una diosa enviada a la Tierra para revolucionar el género masculino. Aunque no había nadie, aparentemente, que pudiera ver sus evoluciones, caminaba de un modo tan sensual que hubiera sido capaz de derretir el más frío bloque de hielo. Y se dirigía directamente a mi puerta. Me empezaron a entrar unos agobiantes calores y cierto músculo de mi cuerpo reaccionó de un modo un tanto violento. Estaba ya junto a la puerta de mi domicilio cuando giró hacia la derecha y tocó el timbre de la de mi vecino, un cincuentón huraño que vivía solo. Cuando mi vecino abrió la puerta se llevó una gran sorpresa, pero algo debieron decirse porque le vi sonreír --era la primera vez que le veía hacerlo-- y agarrándola por la cintura la introdujo en el interior de su domicilio, momento en que les perdí de vista.
Regresé al salón y me serví otro gin-tónic. Estaba temblando pero la bebida consiguió tranquilizarme. De todos modos comprendí que estaba en el buen camino. Había sido capaz de enfrentarme a mis problemas y hacerles frente. Ya nada volvería a ser igual, había dado el primer paso y nada ni nadie me haría retroceder. La próxima vez que estuviera solo y libre daría el segundo y definitivo paso. La próxima vez que estuviera solo y libre le daría a la chica mi auténtica dirección, no la de mi vecino, pensé con una beatífica sonrisa en los labios justo antes de dormirme como consecuencia del exceso de ginebra ingerida.