viernes, 21 de diciembre de 2018

FICHERO DE NOVELAS NEGRAS: 689.-TRAICIÓN (WALTER MOSLEY)

Título: TRAICIÓN
Título original: DOWN THE RIVER UNTO THE SEA
Autor: WALTER MOSLEY
Editorial: RBA
Trama: Un detective, antiguo agente de policía, recibe una carta en la que le confiesan que su expulsión del cuerpo policial se debió a una trampa que hurdieron contra él. Simultáneamente, la abogada de un periodista y activista radical afroamericano, condenado a muerte por el asesinato de otros dos agentes de policía, recurre a él para que demuestre cómo su cliente también está condenado a causa de una trampa. Ambos casos obligarán al detective a enfrentarse no sólo a enemigos pderosos sino, sobre todo, a su pasado.
Personajes: Joe King Oliver, antiguo inspector de raza negra que fue expulsado de la policía tras serle tendida una trampa y que sobrevive trabajando como detective, Aja-Denise, hija adolescente de Oliver, muy unida a él pese a los esfuerzos en contra de su madre, tan moderna como sensata, Gladston Palmer, policía y amigo de Oliver, el único que no le volvió la espalda cuando fue expulsado del cuerpo, Melquarth Frost, delincuente de grandes y sorprendentes cualidades, que se siente en deuda con Oliver por unos hechos ocurridos en el pasado, Willa Portman, abogada del periodista afroamericano condenado a muerte, que se siente unida a él por algo más allá de la mera relación laboral.
Aspectos a Destacar: Con esta obra, ganadora del Premio Internacional de Novela Negra RBA 2018, Mosley inicia una nueva serie ambientada en la época actual, sin relación ninguna, por tanto, con la que tantos éxitos cosechó con Easy Rawlins, situada en los años 50 del pasado siglo, por lo que ha primado en ella más la presentación de sus personajes, fuertemente caracterizados, que la elaboración de las tramas que confluyen en la misma.
La Frase: Yo era un poli bueno. Uno de esos agentes que tenía más paciencia que un santo y que sólo perdía los nervios cuando algún sospechoso lo amenazaba físicamente. Y ni siquiera en esa situación disfrutaba pegándole después de haberlo reducido y esposado.

lunes, 17 de diciembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: SOLO Y LIBRE


En realidad este no es un relato de género negro, se mire por donde se mire. Pero me apetecía incorporarlo a esta serie que estoy publicando a través del blog, porque hace ya más de veinte años, concretamente en 1996, gané con él el XV Certamen de Cuentos Villa de Lodosa.
La verdad es que, tras darle un repaso, me parece que es un relato un tanto ingenuo, y seguramente de escribirlo en la actualidad, en caso de que deseara escribir algo de ese tipo, cambiaría muchas cosas, pero he decidido no mantenerlo como estaba. Soy partidario de revisar y corregir lo escrito hasta la extenuación, pero cuando algo ha sido ya publicado o, como en este caso, fijado, no me parece correcto hacerlo. Respetando, por supuesto, la opinión contraria.
En fin, aquí tenéis la historia de un tipo sencillo que, un buen día, se encontró



SOLO Y LIBRE



Cuando vi cómo se cerraba la puerta de mi domicilio comprendí que por fin estaba solo y libre. Una libertad y soledad precarias, que durarían tan sólo siete días, pero que eran suficientes por el momento. Además no estaba seguro de desear que esa situación durara mucho más, pero transitoriamente lo necesitaba, vaya que si lo necesitaba.
Era la primera vez en nueve años de matrimonio que me separaba de mi mujer y mis hijos. Parece fuerte decirlo, pero es la verdad. Sin embargo hasta hacía muy poco tiempo, dos, tal vez tres semanas, no había empezado a sentirme agobiado, oprimido por esa situación. Necesitaba hacer algo al respecto y hacerlo pronto porque en caso contrario temía que algún resorte en mi interior saltara y estropeara definitivamente la maquinaria. Gracias a eso que algunos llaman azar y otros destino, un asunto urgente había obligado a mi mujer a desplazarse, junto con nuestros tres vástagos, a una ciudad situada a trescientos kilómetros de la nuestra. Por motivos laborales me había resultado imposible acompañarla y, de repente, me había encontrado solo, dueño y señor del castillo que, según el dicho inglés, es la casa propia.
Me tumbé en el sofá y me dispuse a escuchar música. Por fin las Valquirias de Wagner iban a resonar en mis oídos con toda la fuerza de que eran capaces, sin necesidad de soportar las continuas admoniciones sobre lo poco conveniente que para los niños era poner ese tipo de música tan fuerte y dura, “sería mucho mejor que pusieras algo suave, que despertara su sensibilidad”, me decía siempre, y claro, lo que acababa por escucharse a través del equipo de música solía ser Richard Clayderman o Julio Iglesias. Cuando la música wagneriana, conducida por Herbert Von Karajan, llegó a su cumbre toda mi alma se sintió pletórica y satisfecha, como si me hubiera transformado en un hombre nuevo. Apagué el tocadiscos y decidí dar una vuelta. Me apetecía tomarme unas copas en compañía de algunos amigos. Estábamos en primavera y, tras el cambio horario, la luz del día se había alargado hasta cerca de las nueve de la noche, invitando a salir, a pasear, a vivir en suma.
Estuve colgado más de media hora del teléfono, pero todo fue en vano. Yo era un hombre casado y bien casado, y eso se notaba. La inmensa mayoría de mis viejos amigos estaban también casados y tan sólo recibía de ellos invitaciones para ir a cenar con la pareja, pobre Manolo, tienes que sentirte muy solo, no te quedes en casa, hombre, ven a cenar con nosotros y los niños, me decían. Todo un planazo. Para eso no necesitaba ser libre, para eso prefería cenar con mi mujer y mis niños aunque, como persona educada que soy, me callaba esos pensamientos. Los demás, los solteros, o bien tenían planes propios, “lo siento, chico, pero ya he quedado, si me hubieras avisado con tiempo…, pero como nos vemos cada tres meses más o menos, no había pensado en ti”, comentaban en lo que incluso parecía ser un velado reproche, o bien me proponían la realización de actividades, “estupendo chaval, me alegra que me llames porque tenía pensado salir este fin de semana para hacer rafting y me había quedado sin acompañante”, para las que no me sentía ni anímica ni físicamente preparado. Estaba claro que, después de nueve años de matrimonio, la vida de todos había cambiado y no se podía echar marcha atrás.
Me removí inquieto en el sofá. Era una situación absurda, apenas hacía dos horas que me había quedado solo y ya empezaba a pensar que la libertad me agobiaba. No podía aceptarlo, tenía que demostrarme a mí mismo que era digno de administrar esa pequeña parcela de autonomía que la providencia me había concedido. Paseando mi extraviada mirada por el salón me fijé en la televisión, esa parte del mobiliario tan denostada por todo el mundo de puertas hacia fuera, pero que en la intimidad de nuestro hogar utilizamos las veinticuatro horas del día. Me levanté del sofá y acudí presto a encenderla, con la autoconfianza y orgullo que me proporcionaba el ser, por unos días, el dueño absoluto del mando a distancia. Me acerqué hasta el frigorífico y saqué de su interior una lata de cerveza bien fría. Tiré de la anilla y bebí directamente un trago de la lata, sin escanciarla previamente en un vaso, sin miedo a dar mal ejemplo a los niños, “luego quieren hacer lo mismo que tú y beben directamente de la botella o de la lata, así que aprende a usar el vaso si no quieres que tus hijos salgan tan mal educados como has salido tú”, solía escuchar cada vez que intentaba hacer algo similar. Con una sonrisa de oreja a oreja volví al salón y me tumbé en el sofá todo lo largo que era. Sólo me faltaba la gorrita de béisbol para parecerme a esos personajes que salen en las películas americanas, desaliñados y tripudos, que beben compulsivamente cerveza mientras ven en televisión la final del campeonato de baloncesto de la Costa Este. Volví a darle otro trago a la lata y noté, con satisfacción, cómo parte del rubio líquido se me desbordaba por la barbilla, manchando la camiseta, sucia por supuesto, que llevaba puesta.
Empuñé el mando a distancia con el mismo brío que un caballero de la mesa redonda su lanza, pero del mismo modo que Sir Galahad no encontró el Santo Grial yo no encontré nada digno de verse. Culebrones y más culebrones solo sustituidos, a veces, por interesantes debates sobre el cuidado de los lactantes. Nada de deportes. No entendía lo que pasaba, Elena siempre se estaba quejando de que en la televisión no daban más que fútbol y baloncesto, “y cuando acaba la temporada empiezan el ciclismo o las olimpíadas u otras bobadas de ese tipo”, finalizaba indignada, pero ese día el deporte había desaparecido del panorama televisivo nacional. Recordé que tenía grabado el partido que había jugado mi equipo el sábado anterior y que no pude verlo en directo, “¿cómo vamos a dejar de ir a cenar con Tere y Gorka, por un partido?, hemos quedado con ellos hace tres semanas, no me parece lógico ni normal dejarlo todo por ver a once tíos correr detrás de un balón”, me había dicho mi media naranja sin darme ninguna opción. El hecho de que a Gorka también le gustara el fútbol era intrascendente, “si por vosotros fuera estaríais todo el día en casa viendo la televisión, menos mal que estamos nosotras para haceros salir, si no os ibais a momificar”.
Feliz y contento me puse a ver el partido, pero no me era posible sacarle gusto. Conocía el resultado y eso le quitaba algo extremadamente importante, la emoción. Con la finalidad de sacarle algo más de jugo utilicé el mando para rebobinar algunas jugadas comprobando que, como había dicho la prensa, el penalti que habían pitado contra mi equipo era totalmente injusto, pero ni siquiera eso me excitó. ¿Cómo se puede insultar a un árbitro en diferido? No tiene ningún aliciente, como no lo tenía tampoco el saber que no iba a aparecer de repente Elena amenazándome con apagar la televisión si no me tranquilizaba y dejaba de usar ese lenguaje, “que luego los niños lo repiten en la calle y yo me muero de vergüenza”.
Con la televisión fuera de servicio decidí llegada la hora de cultivar mi espíritu y leer aquella novela que había comprado hacía cuatro meses. Me acerqué a la estantería y cogí el volumen. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo voluminoso que era. Ciento veinte páginas para alguien acostumbrado a leer tan sólo las páginas deportivas de los periódicos era una empresa que podía calificarse de ciclópea sin la más mínima exageración y tal vez por eso no conseguí pasar de la quinta línea, aunque no por ello me desanimé. Lo había intentado, y eso es lo que vale para un espíritu inquieto y culto como el mío.
Intentando salir del marasmo en el que me había sumergido decidí salir a la calle. Al fin y al cabo era una persona adulta y no necesitaba compañía para ir a tomar unas copas. Recordé ese viejo refrán que dice que el buey solo bien se lame y volví a relamerme de gusto pensando en ejercer mi libertad.
Mi gran error fue ir a tomar la primera copa a una cafetería en la que me conocían y a la que siempre acudía acompañado por Elena. El camarero, solícito, me preguntó por ella y mostró su extrañeza al verme solo. Tras las pertinentes explicaciones para dejarle tranquilo --lo que me faltaba, tener que justificar ante un camarero el motivo de que estuviera tomando a solas una simple cerveza-- apuré mi bebida y salí del local como alma que lleva el diablo. Escaldado por la experiencia decidí entrar en un bar en el que no era conocido. Me senté en un taburete, junto a la barra, y pedí otra cerveza. Afortunadamente el camarero que me atendió no tenía ganas de cháchara así que me dediqué a escuchar los boleros que surgían del hilo musical y a ver cómo en una televisión a la que se había desconectado el sonido los miembros del gobierno y de la oposición gesticulaban sin parar. Por fin me sentía feliz y, casi sin darme cuenta, volví a pedir otra cerveza ya que había acabado la que tenía en la jarra con tan sólo dos tragos. Comprobé con extrañeza que apenas habían transcurrido dos minutos desde que había aposentado mis carnes en el taburete del bar. Habitualmente, cuando estoy acompañado, una cerveza me dura mucho más tiempo, pero ahora me la había liquidado en apenas un minuto. A ese ritmo no podía seguir. Estaba claro que la soledad aceleraba mis acciones y que eso no era la solución, ya que o bien acababa borracho perdido o debería volver a casa al de diez minutos, después de haber bebido en ese tiempo lo que habitualmente tardo en consumir dos o tres horas. Pagué la segunda cerveza y salí a la calle un tanto desesperanzado, pero la luminosidad de la tarde primaveral volvió a darme ánimos. No tenía por qué desfallecer ni rendirme a las primeras de cambio. Había decidido disfrutar de mi libertad y lo haría, aunque para ello tuviera que hundirse el universo entero.
Parecía mentira, pero hasta ese instante no se me había ocurrido practicar el deporte más barato y asequible del mundo, el paseo. Caminaría por mi ciudad con tranquilidad, recreándome en los rincones más conocidos y asombrándome ante los inéditos. Vigilaría, cual capataz inmisericorde, las obras que pululaban por todo el centro urbano y criticaría, en su caso, los estragos que la desidia municipal había producido. Incluso ayudaría a cruzar los pasos de cebra a las ancianas y a los invidentes ya que aunque no lo recordaba con total seguridad, suponía que en mi ciudad había ancianas e invidentes. Con ánimo resuelto y sin un destino preconcebido empecé a caminar, aleatoriamente, sin rumbo fijo, pero mis pies, tal vez guiados por mi subconsciente, me encaminaban de todas todas a mis lugares de siempre, a los que solía recorrer con Elena y los niños o con los amigos y compañeros de trabajo. Varias veces intenté reconducir mi itinerario, pero en vano, siempre volvía a los mismos sitios, como si una fuerza superior contra la que nada podía hacerse manejara, como un dictador inexorable, mi vida.
Viendo que era incapaz de tomar una copa con tranquilidad ni de pasear a solas sin acelerarme recalé en una galería de arte. Hacía años que no penetraba en el interior de ninguna y creí llegado el momento de recuperar mi antigua afición por la pintura. Mi ciudad, según tengo entendido por la lectura habitual de los periódicos, es pródiga en ese tipo de locales lo cual me llena de legítimo orgullo y supuse que no me haría ningún daño entrar en aquella e imbuirme del espíritu del arte contemporáneo.
Nada más entrar empecé a arrepentirme. Era la única persona que había en el interior de la galería, si exceptuamos a la mujer que a la entrada me dio un catálogo sobre la exposición y el artista. Según iba posando los ojos sobre los lienzos sentía sobre mi nuca la mirada taladradora de aquella mujer. Unas gotas de sudor empezaron a deslizarse por mi frente. Posiblemente la señora, tal vez la galerista o una empleada, era una buena mujer que mataba su aburrimiento escudriñando sin maldad al único visitante de la exposición, pero a ese único visitante tal interés le creaba una agobiante sensación de incomodidad. No sabía muy bien cómo actuar. A veces me paraba delante de un cuadro y me quedaba unos minutos observándolo fijamente, convencido de que eso es lo que se esperaba de mí, otras veces posaba someramente mi mirada sobre un lienzo con la aguda expresión de quien, hábil conocedor, considera que no merece la pena detenerse en la contemplación de tamaña birria e incluso un par de veces hice un pequeño comentario sobre la luminosidad del cuadro y la mezcla de los colores.
Salí de la galería lo antes que pude, convencido de que la mujer de la entrada pensaba que yo no era sino un fatuo ignorante que quería dárselas de listo. Sumido en este lúgubre pensamiento no sé cómo ni de qué manera me vi dentro de un videoclub cercano a mi domicilio. Aunque sigo pensando que no entré allí usando de mi libre albedrío decidí llevarme una película a casa para ocupar, de ese modo, al menos dos horas de mi tiempo. Miré el reloj y me reafirmé en mi idea. Vería la película, cenaría y a la cama. Así habría pasado mi primera tarde libre de un modo entretenido y no tendría que estrujarme más las meninges para ocupar el tiempo. Recorrí todo el videoclub en busca de una película cuyas imágenes me abrieran a nuevos mundos, cuyos pensamientos elevaran los míos y cuya calidad fuera proporcional a las dosis de aburrimiento que producían y, de repente, me vi situado enfrente de una estantería repleta de películas clasificadas X, o lo que es lo mismo, de películas pornográficas. Nunca había visto ninguna, pese a mi edad, ya que a Elena no le gustaban esas guarradas, como las calificaba despectiva y, tal vez, atinadamente, y debo admitir que en líneas generales estaba de acuerdo con ella. No creo que ese tipo de producciones cinematográficas aporten gran cosa al desarrollo cultural y moral de la sociedad, pero por otra parte, ¿qué hay de malo en acceder, por mera curiosidad y sin otro ánimo que el de ensanchar los horizontes no encerrándose en lo trillado, a una de esas películas? No se debe criticar lo que no se ha visto, por eso, imbuido con un espíritu exclusivamente didáctico y de tolerancia, creí llegado el momento de alquilar una de esas películas.
No sabía cuál escoger debido a mi inicial ignorancia del tema. Los actores y actrices que aparecían en la carátula eran para mí totalmente desconocidos, aunque suponía que jamás habían ganado un óscar, y en cuanto a las sinopsis argumentales sólo variaban en las medidas de diversos tipos que atribuían a los artistas. Decidido a acabar cuanto antes escogí una cuyo título denotaba, al menos, cierta inspiración poética: Feliciana la lesbiana y Pascual el homosexual montan una bacanal. Podía haber sido peor o eso pensaba, por lo menos, en aquellos instantes.
Con mi trofeo escondido bajo el brazo me dirigí hacia el mostrador, pero antes de llegar frené en seco. Una vecina se encontraba allí alquilando también algunas películas. Miré hacia otro lado intentando ocultarme y lo conseguí, pero para cuando me quedé solo había cogido ya otras tres películas, dos de ellas de dibujos animados. Aun así creo que el dependiente fue un tanto irónico al decir que mis hijos disfrutarían seguramente con mi elección.
Mientras regresaba a mi domicilio deseé fervientemente que hubiera regresado la moda del siglo XVIII, ¿o era del XVII?, para poder ir embozado en el interior de una capa y que nadie me reconociera, ya que mis amistades son muy dadas a averiguar mis gustos cinematográficos, pero afortunadamente debe haber algún ángel de la guarda especial para pornógrafos novatos y conseguí llegar a casa sin ningún nuevo contratiempo. Decidido a disfrutar plenamente de mi comprometedora adquisición me serví un generoso gin-tónic y me repantigué cuan largo soy en el sofá antes de apretar el botón del play. La película, según venía impreso en la carátula, duraba alrededor de los setenta minutos, pero yo no consumí viéndola más de quince. Vista una escena vistas todas, pensé para mis adentros. Eso sí, en esos quince minutos fui espectador de todo un cúmulo de posturas y posibilidades para hacer el amor, alguna de ellas desconocida por mí después de nueve años de casado. Quizás ése fuera el auténtico problema, tal vez mis nueve años de casado me habían convertido en un inútil incapaz de disfrutar de la libertad. Rechacé de plano esa idea, yo era una persona adulta y con recursos, además mi vida en pareja era feliz y satisfactoria, yo era un hombre al que le gustaba la vida familiar. ¿Por qué entonces sentía esa desagradable desazón?
No me quedó más remedio que entregarme a profundas reflexiones. No se trata de que me pareciera el mejor método de disfrutar de mi circunstancial y recién adquirida libertad, pero muchas veces no controlamos nosotros nuestra vida sino que es ésta la que nos lleva por donde quiere, en el supuesto de que tenga voluntad propia, lo que es mucho suponer. El caso es que, disquisiciones filosóficas aparte, me encontré de repente tumbado en el sofá, con otro gin-tónic en la mano, pasando revista a mi vida en común con Elena.
El balance era satisfactorio, lo digo como lo siento, pero en un ejercicio de sinceridad me di cuenta de que en nuestra vida había una importante carencia, nuestra vida sexual. Es posible que si no hubiera alquilado y visto aquel vídeo pornográfico no me hubiera puesto a recapitular sobre ese aspecto de mi matrimonio, pero la cosa no tenía ya remedio, estaba claro que había un mundo mucho más sugerente que el que conocíamos Elena y yo.
Entiéndanme, no soy un obseso sexual ni nada de eso, soy una persona normal a la que le gusta disfrutar de la vida de un modo normal, sin meterse con nadie ni hacer cosas extrañas. Y no es que Elena sea muy diferente, lo que ocurre es que con el transcurso de los años la situación fue cambiando. Los dos primeros años fueron una perpetua luna de miel, luego vinieron los hijos, el cambio de domicilio con su consiguiente endeudamiento económico, los colegios, en fin, ese cúmulo de circunstancias que tal vez den sabor a la existencia, pero que acaban agobiándote por todos los lados y que hacen que tu vida cambie. Poco a poco Elena fue disminuyendo su interés por el sexo, manteniéndose últimamente en los límites de quien sin haber hecho voto de castidad podría llegar a dar ese paso sin que le supusiera un gran esfuerzo. La cosa, además, no tenía remedio. Si ya de joven era más bien conservadora en ese aspecto, en estos momentos la situación no tenía cariz de poder reconducirse con facilidad. Recuerdo que una vez le propuse acudir a donde un psicólogo o sexólogo y me respondió, toda ofendida, que ella no estaba loca y que en todo caso quizás fuera yo el que necesitara ir a un médico, por obseso y egoísta. Después de aquello decidí no replantear nunca más el tema y adaptarme a la situación de carencia que se me presentaba. Al fin y al cabo seguía queriendo a Elena y si ponía en una balanza lo positivo y lo negativo, pesaba mucho más lo positivo. Pero, a pesar de ello, tal vez acuciado por la soledad y por la visión de aquella película no apta para menores, me acababa de dar cuenta de que necesitaba llenar ese vacío que había en mi vida, el problema era cómo llenarlo.
Con Elena, desgraciadamente, no se podía contar para solucionarlo y, sin embargo, algo me impelía a hacer frente a esa situación. Con el cuarto gin-tónic que me tomé vi por fin la luz. Si Elena me lo negaba no me quedaba más remedio que tomarlo en otro sitio. No se trataba de engañarla o serle infiel, yo seguía queriéndola y deseaba que mi matrimonio continuara, era una simple cuestión de supervivencia. En realidad había una gran similitud con el caso del marido que no puede comer en casa. O come fuera de ella o se muere de hambre. Así era lo mío, o me lo montaba con otras mujeres o se había acabado, para siempre, mi vida sexual.
Reafirmado en esta idea y eufórico gracias a mis generosas libaciones alcohólicas decidí pasar del pensamiento a la acción. Al fin y al cabo estaba solo y libre y si no agarraba en ese momento el toro por los cuernos nunca jamás podría hacerlo. Una vez asumida la teoría tenía que pasar a la práctica, pero dar ese paso no era nada sencillo. De hecho, era bastante peliagudo. Uno no consigue solucionar sus problemas eróticos con un simple chasquido de dedos. Ligar es un proceso a menudo lento y, además, yo llevaba bastantes años desentrenado. Por otra parte, si lo pensaba fríamente, no me convenía para nada liarme con otra mujer de un modo estable. Eso podría acabar poniendo mi matrimonio y mi vida familiar en peligro y si algo estimaba en la vida eran precisamente esas dos cosas. Sumido en estos negros pensamientos comprendí que las cosas no eran nada fáciles para quienes nos consideramos buenos maridos y padres ejemplares. No obstante, totalmente decidido a conseguir la cuadratura del círculo, me serví un nuevo combinado de tónica y ginebra, esta vez recargando la mano en la ginebra, con la esperanza de que de ese modo viniera más fácil la inspiración. Y vino, por supuesto que vino.
Había tenido la solución delante de mis narices y la había desechado. Cuando pensaba que no se pueden solucionar los problemas sexuales con un simple chasquido de dedos estaba equivocado. Ése era, en efecto, el modo de arreglarlos. No precisamente con un chasquido de dedos, sino usándolos para hacer una llamada telefónica. Cogí el periódico que había dejado tirado sobre la moqueta y lo abrí por las páginas dedicadas a los anuncios. Allí encontraría lo que necesitaba, me dije, mientras leía pausadamente en la sección epigrafiada "relax" de un modo eufemístico alguno de sus reclamos publicitarios: Sonia, treinta años, cariñosa, complaciente, no te arrepentirás. Gladys, filipina, veinticinco años, tierna y sensual, admite Visa. Soraya, mulata, pechos insinuantes, exóticas caderas, largo y sedoso cabello negro, todo tipo de prestaciones, si pruebas repetirás. Seguí leyendo hasta acabar las cinco columnas repletas de anuncios de ese jaez. ¡Qué razón tenía aquel profesor de Literatura que me recomendaba que leyera mucho más! Gracias a su sabio consejo iba a ser capaz de solucionar mis problemas. Lo único que tenía que hacer era elegir una de las chicas que se anunciaban en esas páginas y llamarla por teléfono. Tras mucho pensarlo opté por Soraya, la mulata, posiblemente influenciado por los sugerentes anuncios televisivos de viajes al Caribe. Estaba disponible y me aseguró que en menos de media hora aparecería por mi domicilio.
Aunque media hora no es mucho tiempo esos treinta minutos se me hicieron eternos, pero por fin llegó el momento tan esperado. Cuando oí que el ascensor se posaba en nuestra planta acudí raudo a la puerta y oteé a través de la mirilla. No cabía ninguna duda, era ella. El anuncio del periódico no le hacía justicia, era todo eso y mucho más, parecía una diosa enviada a la Tierra para revolucionar el género masculino. Aunque no había nadie, aparentemente, que pudiera ver sus evoluciones, caminaba de un modo tan sensual que hubiera sido capaz de derretir el más frío bloque de hielo. Y se dirigía directamente a mi puerta. Me empezaron a entrar unos agobiantes calores y cierto músculo de mi cuerpo reaccionó de un modo un tanto violento. Estaba ya junto a la puerta de mi domicilio cuando giró hacia la derecha y tocó el timbre de la de mi vecino, un cincuentón huraño que vivía solo. Cuando mi vecino abrió la puerta se llevó una gran sorpresa, pero algo debieron decirse porque le vi sonreír --era la primera vez que le veía hacerlo-- y agarrándola por la cintura la introdujo en el interior de su domicilio, momento en que les perdí de vista.
Regresé al salón y me serví otro gin-tónic. Estaba temblando pero la bebida consiguió tranquilizarme. De todos modos comprendí que estaba en el buen camino. Había sido capaz de enfrentarme a mis problemas y hacerles frente. Ya nada volvería a ser igual, había dado el primer paso y nada ni nadie me haría retroceder. La próxima vez que estuviera solo y libre daría el segundo y definitivo paso. La próxima vez que estuviera solo y libre le daría a la chica mi auténtica dirección, no la de mi vecino, pensé con una beatífica sonrisa en los labios justo antes de dormirme como consecuencia del exceso de ginebra ingerida.



sábado, 15 de diciembre de 2018

FICHERO DE NOVELAS NEGRAS: 688.-TE VERÉ ESTA NOCHE (SUSANA RODRÍGUEZ LEZAUN)

Título: TE VERÉ ESTA NOCHE
Autora: SUSANA RODRÍGUEZ LEZAUN
Editorial: DEBOLSILLO
Trama: Cuando Raquel Gimeno se despierta en el interior del coche que la trasladaba a ella y su familia del pueblo de su madre a Pamplona, se enuentra sola. Su madre, su marido y sus dos hijos han desaparecido. ¿Qué les ha ocurrido? ¿Por qué ella, en cambio, no lo ha hecho? La policía deberá iniciar una carrera contra reloj para encontrar a los desaparecidos y, a ser posible, con vida. Todo ello mientras el inspector encargado del caso sufre un grave conflicto personal.
Personajes: David Vázquez, inspector de policía dedicado a su trabajo y también a su pareja, de la que está profundamente enamorado, Irene Ochoa, pareja sentimental de Vázquez, que fue maltratada por su primer marido y de la que se sospecha que lo asesinó, así como a otras personas para encubrir su crimen, que ha encontrado en David el refugio que necesitaba, Raquel Gimeno, la mujer cuya familia ha desaparecido, que llevaba una vida rutinaria dedicada sobre todo a sus hijos y a un empleo a tiempo parcial, Germán Labra, profesor de historia, al igual que el desaparecido marido de Raquel, colaborador eventual de la policía por su conocimiento de ciertos temas históricos, Fernando Aguilera, compañero y amigo de Raquel, aficionado a la poesía y la mecánica, Esther López de Aguerri, farmacéutica vitoriana que pertenece a la misma asociación dedicada al estudio de la historia que el hombre desaparecido con quien, al parecer, comparte algo más que dicha afición.
Aspectos a Destacar: Dentro de una narración intensa, en la que nada está fuera de lugar, la autora no duda en introducirnos en el interior de algo que no se suele retratar en exceso en la novela negra actual, salvo excepciones, como es el sufrimiento de las víctimas, sin sensiblerías, pero acercándonos a sus pensamientos y sentimientos.
La Frase: Todavía faltaban muchas horas para que amaneciera, pero entonces todo sería distinto. La luz suele tamizar las desilusiones y los miedos, ahuyenta las pesadillas, aclara las ideas y aleja las ganas de morir. La luz obliga a seguir adelante, al menos un día más.

martes, 11 de diciembre de 2018

EL ÁRBOL DE LAS HISTORIAS VIVAS (KATRIN PEREDA)


Una tormenta salvaje sorprende a cuatro peregrinos que realizan el camino de Santiago por Baztan y que, perdidos en un frondoso bosque, hallan refugio en la cabaña nada convencional de una mujer, Gorixeti, que arrastra un pasado misterioso.
Ella les desvelará la historia de Zuriko, un pueblo quemado por un peligroso grupo de personas.
Los peregrinos descubrirán que sobre Zuriko se cierne una profecía que condena a quienes de algún modo participan en ella.



lunes, 10 de diciembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: PARADOJA MORTAL


La historia de hoy para los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS no es estrictamente negra, lo admito, aunque sí tiene un componente de ese tipo, y no sólo por la palabra “mortal” que aparece en el título. Es, en realidad, un relato de ciencia-ficción. Pero si Isaac asimos, salvando las distancias, escribió también relatos y novelas policiales, ¿por qué no podría yo escribir uno de ciencia-ficción?
Además, sed sinceros, ¿a quién de vosotros no os interesan las historias de los viajes por el tiempo? Y, sobre todo, esa paradoja de que si yo viajo por el tiempo y mato a mi abuelo antes de que mi padre sea concebido, que hay que ser retorcido para hacer algo así, yo jamás habría existido porque… pero en vez de dar tantas explicaciones, mejor será leer esta



PARADOJA MORTAL



          Mientras oigo retumbar los pasos de mi carcelero intento serenarme pensando que esta situación absurda no puede durar mucho tiempo. Antes o después alguien se dará cuenta de que he desaparecido y empezarán a buscarme, por eso mantengo la esperanza de que la policía venga a liberarme y detenga a mi secuestrador; sin embargo no puedo evitar que la sombra de una duda atraviese mi mente. ¿Y si fuera verdad que estoy condenado a muerte y nada ni nadie lo puede evitar? Si lo que me han dicho es cierto, por mucho que la policía y el ejército entero descubrieran donde me encuentro y entraran a rescatarme, la condena a muerte que han dictado contra mí se cumpliría.
          ¿Condena a muerte he dicho? No, algo mucho peor, condena a la no existencia, A no haber vivido jamás. El muerto, al menos, deja recuerdos, afectos, hechos. El que no ha existido, simplemente no ha existido, por absurdas que parezcan en este momento mis palabras. Nadie conoce sus obras, que no se llevaron a cabo, ni le guarda en su memoria porque la no existencia es eso, la nada, el vacío, el terrible e insondable vacío. Pero me temo que estoy desvariando. Si soy capaz de poner en orden mis pensamientos y escribirlos es que aún soy alguien, es que todavía existo aunque, y la duda me corroe por dentro, ¿es esta realidad inmutable? ¿Podré pasar de la existencia a la no-existencia, no como corolario lógico de una muerte indeseable, pero que antes o después nos alcanza a todos, sino como la desaparición total de toda huella de mi paso por la vida como si nunca, nunca, hubiera nacido y vivido?
          Sé que es difícil pensarlo y concebirlo, de ahí que me resista a creer en esa posibilidad, pero aún así revolotea sobre mi cabeza como las aves carroñeras sobre un cadáver en avanzado estado de putrefacción. Y la prueba de que quizás no sea una idea tan desatinada está en mi encierro. No estoy, como pudiera parecer por mis primeras palabras, internado en una cárcel, sino en una cómoda y espaciosa habitación de la Residencia Universitaria, en el ala destinada a los profesores, de ahí que confíe en que no sea difícil para la policía el localizarme, pero esta dejadez por parte de mi secuestrador es una de las cosas que me produce inquietud. De todos modos, mientras aguardo a que algo ocurra, si es que algo tiene que ocurrir, tengo a mi disposición todos los lujos y comodidades que la Universidad ofrece a los catedráticos e investigadores eméritos, entre los que yo me encuentro desde hace bastante tiempo, tanto que fui nombrado el pasado año Vicerrector de Investigación Universitaria. Y ahí empezaron los problemas.
          Como Vicerrector encargado de la supervisión de todos aquellos temas relacionados con la investigación y experimentación, hice un exhaustivo seguimiento de los proyectos que me parecían más relevantes y también, al fin y al cabo no debemos olvidar que mi cargo tiene connotaciones administrativas, del costo económico de los mismos. Fue debido a eso como pude comprobar que el profesor Rodríguez tenía uno de los más elevados presupuestos para investigación de todo el campus, aunque no los había justificado de ningún modo, ni desde el punto de vista económico --jamás había presentado una cuenta detallada de gastos-- ni desde el científico, desconociéndose oficialmente a qué se estaba dedicando. Lo único que encontré en el expediente del Ministerio de Universidades que se había unido a nuestros archivos fue una leve nota en la que se especificaba que sus investigaciones podían tener implicaciones militares interesantes.
          Esa nota me extrañó, ya que los proyectos militares los financiaba directamente el Ministerio de Defensa y no el de Universidades, pero tampoco se trataba de algo descabellado ya que, desgraciadamente, muchos avances y descubrimientos científicos tienen un doble uso, tanto para fines pacíficos y humanitarios como para fines bélicos. Por ese motivo, aunque no le di una excesiva importancia, creí mi deber recopilar la mayor cantidad de datos posibles sobre el trabajo del profesor Rodríguez, ya que entendía que todas las investigaciones llevadas a cabo en la Universidad con dinero público debían estar debidamente controladas y, si llegara el caso, ponerse en conocimiento de la ciudadanía en general y de la comunidad científica internacional en particular.
          Por otra parte, si bien admito que eso no debiera interferir en el desempeño de mis responsabilidades, me inquietaba la personalidad del administrador de dichos fondos, el profesor Horacio Rodríguez. Aunque nadie en el mundo científico y docente discutía su excepcional valía, eran sobradamente conocidos tanto su carácter excéntrico y huraño como su proclividad a apoyar movimientos políticos belicistas y autoritarios, lo que le hacía no tener muchas simpatías en el claustro. Y si bien uno de los principios que rigen en la Universidad es, precisamente, el de respeto a la libertad de pensamiento, ciertas ideologías seguían considerándose potencialmente peligrosas y desestabilizadoras. Por eso, un proyecto secreto y con connotaciones militares, en manos de una persona como Rodríguez, resultaba cuando menos inquietante.
          Tanto mi cargo universitario como mi propio prestigio personal, dicho sea sin falsa modestia, me abrieron muchas puertas, pero no conseguí desmadejar del todo el secreto. En el Ministerio de Defensa no tenían constancia de que en la Universidad se estuviera trabajando en ningún asunto relacionado con sus intereses y en el de Universidades tampoco me dijeron gran cosa. La aprobación del proyecto había sido efectuada por un funcionario de tercer nivel, el cual había recibido órdenes de algún subsecretario adjunto al que un director general le había comentado que el vicepresidente de una subcomisión parlamentaria relacionada con los presupuestos le había dicho que un alto cargo del partido gobernante vería con buenos ojos la susodicha aprobación. Un caos burocrático, como se puede comprobar fácilmente, así que opté por olvidarme temporalmente del tema, limitándome a hacer una anotación en el expediente referido a ese proyecto, como forma de cubrirme por si al final se detectaba algo irregular.
          El asunto volvió a surgir al cabo de unos pocos meses cuando un colega me comentó, con extrañeza, que al equipo del profesor Rodríguez se había incorporado un nuevo catedrático, el profesor Landuyt. Eso, que al principio no me extrañó, ya que no tiene por qué parecer raro que los investigadores y científicos trabajen conjunta y coordinadamente, sino todo lo contrario, es algo más bien positivo y deseable, acabó por chocarme cuando mi colega me explicó que el profesor Landuyt era toda una eminencia en el campo de la Historia. ¿Qué pintaba un historiador en un proyecto científico comandado por un físico? La pregunta, que estaba en el aire, no tuvo contestación por parte del profesor Rodríguez que, en tono malhumorado, me recordó el principio de libertad de investigación así como su capacidad para decidir qué apoyos necesitaba en cada momento. Como ante eso no podía replicar en modo alguno ya que por rara que fuera la situación su razonamiento era impecable, decidí nuevamente no intervenir, hasta que poco después me enteré de una nueva incorporación en el equipo investigador. Si la presencia de un catedrático de Historia no tenía, en principio, mucha lógica, la de un profesor de Educación Física era algo descabellado. Descabellado e inquietante si ese profesor de Educación Física resulta ser, además, un antiguo jefe de operaciones especiales de las Fuerzas de Intervención del Ejército.
          Esa vez opté por actuar más sutilmente y no encararme con el profesor Rodríguez. Con la colaboración de otros profesores y catedráticos que no se fiaban del ilustre físico inicié una investigación casi clandestina, cuyo objetivo era descubrir fehacientemente en qué trabajaba y en qué se gastaba el dinero. Poco a poco fui recogiendo ciertos indicios, al principio increíbles, pero que con el tiempo se demostró que estaban bastante bien fundados. El profesor Horacio Rodríguez estaba trabajando en la creación y construcción de una máquina capaz de viajar en el tiempo. Si no fuera porque para llegar a esa conclusión habíamos sopesado profundamente todos los datos obtenidos en nuestra investigación, habríamos pensado que estábamos siendo víctimas de una broma pesada. El viaje por el tiempo, el más delirante ensueño de los escritores de ciencia ficción, estaba siendo investigado en nuestra propia Universidad. Menos mal que sabíamos que ese hecho era técnica y científicamente imposible porque, en caso de ser realizable, si había alguien capacitado para materializarlo esa persona sólo podía ser el físico más importante e inteligente no ya de nuestra universidad sino del mundo científico en general, el profesor Horacio Rodríguez.
          Por una parte me tranquilizó el descubrimiento, ya que algo que es imposible de obtener no puede servir de ayuda a objetivos peligrosos e inquietantes, como los que todos sabíamos que anidaban en la mente de Rodríguez, pero por otro lado, como responsable de la maquinaria administrativa de la Universidad, decidí tomar mis medidas. Aunque tanto la asignación de los presupuestos como el visto bueno a su proyecto científico habían venido directamente del Ministerio yo sabía que, si se demostraba alguna irregularidad, la cabeza que iba a rodar era la mía. Y qué mayor irregularidad que gastar el dinero en algo imposible de conseguir. Así que me armé de valor y decidí poner fin a los manejos del sospechoso físico, para lo cual dicté una circular interna poniendo fin a sus trabajos y ordenándole el desalojo de las instalaciones que ocupaba. Una vez firmado se la di a uno de los bedeles, con órdenes de entregárselo personalmente al profesor y de practicar el citado desalojo, ayudado por fuerzas policiales en caso de ser estrictamente necesario, lo que no me hubiese extrañado lo más mínimo, conociendo la personalidad del afectado. Hecho esto me limité a esperar con tranquilidad los acontecimientos, convencido de que había obrado correctamente. Sabía que en un primer momento podía desencadenarse un pequeño escándalo por lo expeditivo de mis métodos, pero tenía todas las bazas en mis manos. El profesor Rodríguez, si llegaba el caso, corría el riesgo de ser procesado y encarcelado por varios delitos económicos como estafa, desfalco, apropiación indebida y algunos más, por lo que no le convenía armar mucho barullo. Sumido en esos dulces pensamientos me recosté en la butaca de mi despacho sonriendo beatíficamente.
          La brusca irrupción del profesor Rodríguez borró de cuajo la sonrisa. Le acompañaban el bedel que había enviado para notificarle el desahucio y el profesor Landuyt, el historiador que se había unido a su equipo. Los tres sostenían con sus manos sendos pistolones de hermoso calibre. Como no soy especialista en armas no fui capaz de distinguir si se trataban de una Magnum, una Beretta o una Smith & Wesson, lo que sí tenía claro era que cualquiera de ellas podía abrir en mi cuerpo un agujero del tamaño del Gran Cañón del Colorado. Intenté mostrar mi indignación --y nerviosismo-- del mejor modo que supe.
          --¿Están ustedes locos? ¿Cómo se atreven a entrar de ese modo en mi despacho?
          --¿Me hubiera permitido hacerlo de otro modo? Probablemente no, así que he optado por lo seguro --me contestó irónico, aunque no exento de razón, el profesor Rodríguez.
          --¿Se puede saber qué es lo que desean?
          --¿No se lo imagina?
          --Si quiere forzarme a revocar la circular por la que le he obligado a suspender sus trabajos y desalojar las instalaciones universitarias, comete un craso error. No cederé al chantaje. Y le prevengo que con mi muerte no conseguirá nada. Así que lo mejor que pueden hacer es salir inmediatamente de aquí, en cuyo caso me olvidaré por completo de este penoso incidente. De lo contrario lamentarán de por vida las consecuencias de su irrupción. El recinto universitario es un lugar sagrado e inviolable, cometer en su interior un acto violento no sólo está penado duramente por la ley sino que sus autores quedarían estigmatizados de por vida.
          --Se equivoca, señor Vicerrector, se equivoca en esto como en muchas otras cosas. No es nuestra intención matarlo ni tampoco obligarle a retractarse de su absurda decisión. No lo necesitamos.
          --En ese caso, ¿qué es lo que quieren?
          --Ganar tiempo.
          --Ganar tiempo, ¿para qué necesitan ganar tiempo? No lo entiendo.
          --Con lo que usted no entiende, señor vicerrector, se podrían llenar enciclopedias, pero de todos modos, como deferencia no sólo a su cargo si no también a su persona, se lo explicaré. Necesitamos ganar tiempo para que la máquina que hemos construido funcione.
          --¿Está usted loco? Su máquina nunca podrá funcionar, el viaje por el tiempo es imposible.
          --¿Está usted seguro? No sabía que además de biólogo fuera una eminencia en el campo de la Física y las Matemáticas.
          --Y no lo soy, pero no hace falta ser un especialista en esos campos para comprender la inutilidad e imposibilidad de sus trabajos. Cualquier niño de pecho sabe que es imposible viajar a través del tiempo. Imagínese que usted, efectivamente, construye esa máquina y, viajando al pasado, conoce a su abuelo. Trata con él y en un momento de fuerte discusión lo mata cuando todavía no ha nacido su padre. Usted no podría nacer y por tanto no podría inventar esa máquina del tiempo con la cual habría ido a la época de su abuelo para matarle. Es una paradoja total que demuestra la imposibilidad de alcanzar sus sueños.
          --Conozco esa paradoja, por supuesto, muy típica de los escritores de ciencia ficción más previsibles y menos originales. Es, por otra parte, el argumento que utilizan siempre los espíritus débiles que se oponen a que los fuertes dominen la tierra. Pero es un argumento inservible. Voy a retomar su ejemplo. Si yo hiciera eso, habría creado un mundo en el que yo no existiría y por tanto no habría máquina del tiempo, a no ser que la hubiera inventado otra persona. Pero nunca se sabría, por eso desaparecería la contradicción. Nadie me lloraría porque nunca hubiera existido en el nuevo plano de la realidad surgido como consecuencia de mis acciones. ¿Cómo puede usted estar seguro de que la máquina existe desde hace tiempo? ¿Puede asegurar sin lugar a dudas que ayer era Vicerrector de esta Universidad?
          --Por supuesto que sí, no sé a dónde quiere llegar con esa sarta de estupideces.
          --Le falta imaginación, querido Vicerrector. ¿Y si yo le dijera que antesdeayer usted era ministro de Universidades, pero que gracias a unos arreglos hechos al viajar por el tiempo, actuando en el momento adecuado, hemos conseguido que su situación personal cambiara y no accediera a ese cargo? Usted no se acordaría de nada porque en el nuevo plano de la realidad nunca habría sido ministro. ¿Puede usted decirme con absoluta certeza que nunca ha sido ministro en otras coordenadas temporales?
          La idea continuaba siendo absurda, pero de repente algo me inquietó. Yo había estado a punto de ser ministro en la última remodelación gubernamental, pero las necesidades de pactar con otros partidos hicieron que al final no ocupara el cargo. ¿Era posible que...? No, no podía dejarme envolver por la palabrería vacua del profesor Rodríguez.
          --Tranquilícese --volvió a hablar el profesor, como si hubiera adivinado mis pensamientos--, puedo asegurarle que usted nunca ha sido ministro de nada. Nuestros experimentos, hasta el momento, no han llegado a tanto.
          --¿De qué experimentos me está hablando?
          --Somos científicos, ¿lo ha olvidado? Las grandes ideas no sirven de nada si no pueden experimentarse, si no pueden llevarse a cabo, en suma. Ésa es la auténtica prueba de que algo funciona, mejor que los sesudos artículos, con un montón de fórmulas incorporadas y vistosos diagramas, en las revistas científicas. Para su información, esa fórmula que usted considera imposible de conseguir existe desde hace ocho meses, y desde hace tan sólo cuatro hemos estado experimentando viajes por el tiempo con gran éxito.
          El profesor Rodríguez hablaba con tal convicción y sus palabras exhalaban un tono de autoconvencimiento tan sincero e impresionante que por unos momentos se minó mi entereza, hasta que recordé que todos los fanáticos tenían aire de sinceridad y podían llegar a ser extremadamente convincentes.
          --No le creo. Si eso fuera verdad hace tiempo que se sabría y, aunque se hubiera mantenido en secreto, no necesitaría recurrir a esos argumentos --añadí señalando las armas que aún conservaban en sus manos mis tres visitantes-- para conseguir que retire la orden de desalojo de las instalaciones universitarias. Usted sabe que con demostrarme fehacientemente que sus investigaciones estaban bien encaminadas no sólo les restituiría lo ahora quitado sino que aumentaría generosamente sus asignaciones presupuestarias.
          --Sigue sin entender nada, querido vicerrector. En ningún momento he tenido la intención de compartir mi descubrimiento con la comunidad científica, y por lo que atañe a las cantidades que tengo adscritas para seguir con mis trabajos debo admitir que son más que suficientes. ¿No se da cuenta de que tengo en mis manos el arma más poderosa que jamás se haya inventado? Con ella tengo también la posibilidad de cambiar el mundo. ¿Ha pensado usted que habría ocurrido si no hubiera sido asesinado Julio César? ¿Cómo sería España si los Reyes Católicos jamás se hubieran casado o Francia si Robespierre no hubiera muerto en la guillotina? ¿Existirían los Estados Unidos si el general Washington se hubiera ahogado al intentar cruzar el Potomac? O, más recientemente, ¿cómo sería el mundo si Hitler hubiera tenido a su disposición la bomba atómica mucho antes de que los americanos empezaran siquiera a teorizar sobre la posibilidad de construirla?
          --Está usted loco.
          --Las palabras no ofenden y, además, no pueden nada contra la fuerza de los hechos. Usted, como el resto de la comunidad universitaria que ha intentado desprestigiarme y hacerme el vacío, sabe cómo pienso y lo que opino de la política actual, de esta sociedad débil y degenerada que espíritus pusilánimes como usted han contribuido a crear. Afortunadamente, aunque no somos mayoría ni la necesitamos, ya que no creemos en esa farsa democrática que permite que se considere igual el voto de un negro que el de un blanco, el de un ignorante que el de un sabio o el de una mujer que el de un hombre, todavía quedamos un grupo de hombres dispuestos a arreglar esta situación y cambiar el mundo. Y con mi invento lo vamos a lograr.
          --¿Y en cuatro meses ha sido incapaz de alcanzar su objetivo? --intenté hablar en tono sarcástico, sin conseguirlo del todo.
          --Usted me cree un fanático y piensa que los fanáticos somos, además, imbéciles. Es por eso por lo que lucho contra lo que representa la gente como usted --dijo meneando la cabeza con aspecto lastimero--, porque son incapaces de ver más allá de sus narices. Un proyecto como ése necesita tiempo. Imagínese que envío a través de mi máquina un comando con las órdenes de matar a Napoleón y así cambiar el curso de la historia de Francia y tal vez de la Humanidad. ¿Cómo puedo saber que no hay algún tipo de relación entre Napoleón o alguno de los guardaespaldas o colaboradores que pudieran morir en la acción con mis antepasados y que, como consecuencia de ella, en las nuevas coordenadas temporales generadas yo no existiría, con lo que todo el proyecto se iría al garete? Sinceramente, no me atrae la idea. De ahí que haya incorporado a mi equipo historiadores y genealogistas en los últimos tiempos. Toda acción debe estar bien medida tanto en sus consecuencias políticas generales como en las personales de quienes participan en el proyecto. Por eso necesitamos tiempo, un tiempo que usted nos quiere negar. Afortunadamente tenemos gente leal introducida en todos los ámbitos --añadió señalando paradójicamente al bedel traidor-- y hemos podido contrarrestar su golpe. Pero no podemos tenerle retenido indefinidamente hasta que nuestro gran proyecto llegue a su fin. Lamentable pero inevitable.
          --¿Eso significa que van a matarme? Están ustedes rematadamente locos. Les repito lo que les he dicho al principio, el asesinato de un catedrático en el interior de la Universidad tendría consecuencias funestas para ustedes.
          --No nos haga reír, señor vicerrector. Las consecuencias funestas serían para usted en primer lugar, no para nosotros. Pero algo de razón no le falta, podría traernos complicaciones y molestias que preferimos evitar. Matarle es absurdo cuando podemos hacer algo mejor. Podemos cambiar la realidad temporal de modo que usted nunca haya existido.
          --¿Qué quiere decir con eso?
          --Me parece que ya se lo imagina. Hace tiempo que nos hemos dado cuenta de que estaba investigándonos y hemos elaborado un plan estupendo para deshacernos de usted. ¿Recuerda la paradoja del abuelo con la que ha intentado argumentar en contra de la posibilidad del viaje temporal? Pues la va a sufrir en sus propias carnes. En estos momentos el coronel Bermejo, me imagino que ya sabe de quién le hablo, del profesor de Educación Física que recientemente se unió a mi equipo, está viajando a la época de su abuelo con órdenes estrictas de asesinarle antes de concebir a su padre. Es posible incluso que ya haya conseguido su objetivo. Según nuestros experimentos la nueva realidad temporal puede tardar en notarse entre cuatro horas y cuatro días, pero antes o después esa realidad sustituirá a la presente y usted jamás habrá existido. Nadie podrá acusarnos nunca de asesinato, porque no se puede asesinar a alguien inexistente. Brillante, ¿no le parece? No, claro que no, desde su punto de vista personal no es una gran idea, pero debe admitir, como científico, que hemos descubierto el modo de cometer el crimen perfecto. Bueno, querido amigo, ¿me permite que le califique así teniendo en cuenta que son nuestros últimos momentos juntos? ¿No?, lo entiendo aunque me parece una cortedad de miras por su parte. En fin, señor vicerrector, me temo que vamos a tener que dar por acabada nuestra pequeña e instructiva conversación, comunicándole que hasta su desaparición en la nueva realidad quedará retenido en una habitación que le tenemos ya preparada, bajo la custodia del bedel. Confío en que pueda disfrutar de su corto retiro ya que le hemos preparado todas las comodidades posibles. Incluso, si lo desea, estamos predispuestos a proporcionarle mujeres, bebidas y drogas, para que sus últimos momentos sean lo más placenteros posibles. Como ve, no le guardo rencor ni mala voluntad. Incluso sopesamos, por unos momentos, la posibilidad de dejarle en libertad ya que, aunque usted nos denunciara, independientemente de que nadie, o casi nadie, le creería, al llegar la nueva realidad toda conciencia de ese hecho habría desaparecido, pero preferimos evitar las pequeñas molestias temporales que nos podría generar en la realidad actual, así que de momento será nuestro prisionero. Adiós. señor vicerrector, hasta nunca. Disfrute de sus últimos momentos de existencia.
          Han pasado ya dos días desde esta conversación y continuó siendo un prisionero en la habitación que me asignaron. El profesor Rodríguez habló de unos plazos de hasta cuatro días para que las acciones destinadas a cambiar la realidad surjan efecto, y eso si la acción que se tiene que llevar a cabo se consigue efectuar nada más llegar al pasado, porque en otro caso el plazo empezaría a correr más tarde, no se sabe cuándo. Han sido dos días angustiosos, esperando la llegada de la no existencia. ¿Cómo será? ¿Se notará algo, como cuando una persona se muere o, sencillamente, en un momento estás y en otro no estás? Intelectualmente sigo pensando que el viaje a través del tiempo es imposible, pero entonces, ¿por qué estoy tan nervioso? ¿Quizás porque en el fondo de mi mente siempre he sabido que el profesor Rodríguez decía la verdad? No lo sé, pero como siga así no va a ser necesario que su experimento funcione para que consiga eliminarme, porque tengo la sensación de que me estoy volviendo loco por momentos. De otro modo, ¿a qué se debe que cada vez que me mire en el espejo vea reflejada no mi cara, sino la de mi abuelo cuando tenía mi edad?



SKULL (MÓNICA GALLEGO HERNANDO)


LA NOVELA: Rubén Mistake, de la agencia “Con la lupa somos los mejores”, se encauzará en la investigación de la misteriosa desaparición de un miembro de una familia ejemplar estellesa. A la vez, el cuerpo de criminalística de la Guardia Civil de Pamplona deberá dar caza al “asesino de las calaveras”, debiendo resolver el enigma que esconde el parque donde se han hallado cada uno de los cadáveres.
¿Qué significado albergan los números y fotografías halladas? ¿Por qué el “asesino de las calaveras” acaba con la vida de personas inocentes de una forma tan sumamente macabra? Una pista: el comienzo tendrá mucho que ver con el final de la historia. Y como siempre, nada es lo que parece.

LA AUTORA: Mónica Gallego Hernando (Bilbao, Bizkaia, 1977). Abogada de profesión, se inició en el mundo de la literatura con su primera publicación infantil, El árbol mágico y con su primera novela, Cosas de la vida. Posteriormente publicó su segunda novela, Símbolos y muertes ocultas, iniciándose así en el género policial y de misterio. Su segundo libro infantil, El diario de Jorge se publicó en el mes de junio de 2017, narrado en primera persona por un niño que padece epilepsia, a la par de su tercera novela, Huracán rojo. Skull es su cuarta novela.



martes, 4 de diciembre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: EL PEOR CRIMEN


Sí, ya sé que hoy es martes, pero si “El Jueves” se anuncia como la revista que sale los miércoles no sé por qué los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS no pueden salir los martes. Hay crímenes peores. Y si no, podéis leer el siguiente relato que por algo se titula



EL PEOR CRIMEN



          --¿El peor crimen con el que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria profesional?
          La pregunta que acababan de hacerme era lógica, sobre todo si tenemos en cuenta que quienes se animan a acudir a una conferencia dictada por un psiquiatra forense tienen que estar, por fuerza, interesados en el tema. Es cierto que la proliferación de series de televisión protagonizadas por supuestos colegas que manejan con idéntica soltura la pistola reglamentaria y el microscopio ha distorsionado considerablemente nuestra imagen, pero por otra parte si esa distorsión no hubiera calado en el imaginario popular yo no habría podido incrementar mis ingresos de funcionario público con los más cuantiosos que me proporciona la faceta de conferenciante. Y aunque algunos miembros del público pueden decepcionarse al comprobar que entre las funciones de un psiquiatra forense no se encuentra la de realizar autopsias, el hecho de ser un profesional cuyo trabajo consiste en escudriñar las mentes de los criminales suele añadir una pizca adicional de morbo a los asistentes, lo que contribuye considerablemente a aumentar mi cotización. Por eso aquel día, cuando una vez acabada la charla y llegado el turno de preguntas me preguntaron por el peor crimen que había tenido la ocasión de contemplar en el transcurso de mi vida, no me sorprendí lo más mínimo. De hecho, estaba esperando la pregunta.
          --¿El peor crimen con el que me he encontrado a lo largo de mi trayectoria? Es difícil decirlo, sí, muy difícil. He tenido que examinar a tantos criminales, a tantos reos de deleznables delitos en el transcurso de mi ejercicio profesional, que elegir uno en detrimento de los demás no es nada sencillo.
          Sí, es complicado, terriblemente complicado decidirse por uno en concreto, volví a afirmar, no porque no supiera qué contestar sino porque es un truco infalible que he ido aprendiendo con el tiempo para asegurar la atención del público y que esperan, expectantes, lo que voy a decirles.
          No, no es nada sencillo --continué--, pero como me he comprometido a responder a todas las preguntas que se me hagan, si debo optar por uno entre todos los casos que he tenido que atender, quizás el que tiene más derecho a recibir el honorífico título de "el peor crimen" sería uno que se cometió hace unos cuantos años en una pequeña ciudad del interior. Permítanme que no dé más datos en aras a la necesaria confidencialidad y por respeto a quienes estuvieron implicados en su desarrollo e investigación.
          Es posible, de todos modos, que ustedes hayan oído hablar de ese caso aunque, debido a las circunstancias que lo rodearon las autoridades lo intentaron silenciar y apenas se le dio publicidad. Desde luego, ninguno de los dos periódicos de la provincia en la que se produjeron los hechos que voy a narrar se hizo eco del mismo, limitándose ambos a publicar unas simples reseñas, sin proporcionar excesivos datos. Sí salió la noticia en varios diarios de alcance nacional, pero la vida política y social de nuestro país es tan proclive a los escándalos de portada que un triste crimen de provincias enseguida queda relegado a un lugar secundario para desaparecer de las linotipias al de muy pocos días de producirse. Además, los hechos coincidieron con uno de esos escándalos de corrupción que cada poco tiempo afloran a la luz, lo que hizo que el asunto pasara en pocos días a un segundo plano.
          Como es lógico, mi intervención en el caso fue posterior a la detención del autor del crimen, de los crímenes tendría que decir, pero gracias a mis conversaciones con la totalidad de los implicados conseguí reconstruir perfectamente los hechos que, por otra parte, no eran nada excepcionales, salvo por la actuación, más habitual en las películas norteamericanas que en las poblaciones españolas, de un asesino en serie. Un psicópata que antes de ser detenido violó y asesinó a cinco jóvenes, dos de ellas prácticamente adolescentes. Los policías encargados de la investigación optaron por denominar al desconocido asesino con el apelativo de “El Inventor”, ya que junto al cadáver de cada una de sus víctimas dejaba la fotografía de un inventor famoso, Edison, Graham Bell, etc. Afortunadamente dicho sobrenombre no llegó a oídos de los periodistas, porque eso hubiera acrecentado el morbo y magnificado el interés por parte del público, que es lo que se quería evitar a toda costa, para no alarmar a la población.
          No voy a extenderme en los detalles de la investigación, que no vienen al caso, pero finalmente fue detenido el responsable de los hechos, un joven profesor adjunto de la Facultad de Ciencias, varios de cuyos inventos fueron despreciados por las autoridades académicas, lo que motivó que su novia rompiera con él, harta de su inutilidad e incapacidad para ganarse la vida, quebrándose simultáneamente la frágil estabilidad mental del propio profesor.
          El policía que resolvió el caso fue un inspector al que podríamos denominar Jiménez, ya que no considero correcto desvelar su identidad. Espero que ustedes comprendan el motivo de esta omisión, aunque supongo que si son expertos navegantes por Internet no les será difícil descubrirla. En fin, perdonen el inciso y permítanme proseguir con la historia. El éxito del inspector Jiménez, aparte de la satisfacción profesional que le produjo y las alabanzas que recibió por parte de sus conciudadanos y de las autoridades, contribuyó notablemente a que fuese ascendido en poco tiempo a comisario. El segundo policía más joven en conseguir ese grado en aquella provincia.
          Porque curiosamente quien detentaba el récord de haberlo obtenido con menos edad era su superior inmediato al que podríamos llamar, también utilizando un nombre ficticio, Juan Pérez. Y fue precisamente Juan Pérez, desde su puesto de Jefe de la Brigada de Homicidios, quien impulsó y coordinó desde el primer momento las investigaciones del caso del Inventor. Policía metódico y concienzudo, entregado a su trabajo día y noche, no tardó en obsesionarse con la captura del criminal. Incluso llegó a instalar un camastro en su despacho, que apenas utilizó, para seguir dirigiendo, desde su puesto de mando, todas las operaciones.
          Fue en ese mismo despacho donde le comunicaron la terrible noticia. La noche anterior, mientras él a duras penas se mantenía en pie gracias al café solo y fuertemente cargado que tomaba a grandes sorbos como único alimento, alguien penetró en el chalet adosado que poseía en una urbanización situada a las afueras de la ciudad y rebanó, sin el menor atisbo de piedad o misericordia, el cuello de su mujer, Adriana, y de sus hijas Elisa y Amparo, estas últimas de catorce y quince años de edad. Para sorpresa de quienes cargaron con el amargo deber de comunicarle la luctuosa noticia, el comisario reaccionó con absoluta frialdad, como si ese hecho no le afectara lo más mínimo, y se negó a acudir a su casa, aduciendo que aún tenía mucho trabajo que hacer.
          --Tengo que atrapar a un asesino y juro por mi vida que lo atraparé --le oyeron decir quienes estaban junto a él que, comprensivos, achacaron su actitud al shock producido por la tragedia.
          Como si sus palabras hubiesen sido proféticas un día después uno de los agentes a sus órdenes, el hombre al que he bautizado como inspector Jiménez, detuvo al asesino. Y fue precisamente la rueda de prensa que se organizó posteriormente para explicar cómo se llevó a cabo la investigación, el momento elegido por el comisario Pérez para hacerse responsable del asesinato de su mujer y sus dos hijas.
          --Tuve que hacerlo, no me quedó otro remedio, para poder atrapar al Inventor --narró en la rueda de prensa, ya que sus palabras no podían ser calificadas estrictamente como una confesión, sino que constituían una aséptica narración de los hechos--. Como ustedes sabrán llevábamos más de dos meses sin ninguna pista de ese execrable asesino, hasta que una casualidad hizo que me diera cuenta de un hecho. Cada vez que El Inventor violaba y asesinaba a una joven, el día anterior a mi mujer y a mis dos hijas les había llegado el período. Esa sincronía no podía ser muy normal, pero al principio no le di la menor importancia. Según un médico con el que consulté se trataba de una de esas coincidencias que se dan en la vida, algo raro, extremadamente raro incluso, admitió, aunque sin mayor trascendencia. Aún así no podía quitarme ese hecho de la cabeza. Revisé una y mil veces el expediente del Inventor y en todas ellas pude comprobar que estaba en lo cierto, si un día a mi mujer y a las niñas les venía la regla, al siguiente aparecía el cadáver de una mujer violada y asesinada con la fotografía de un famoso inventor junto a su cuerpo.
          “No sabía qué hacer con ese descubrimiento hasta que, una noche, un ángel vino a verme a este mismo despacho y habló conmigo. Debía hacer desaparecer el foco primitivo del mal, debía acabar con la vida de mi mujer y mis hijas o, mejor dicho, de los entes malignos que se habían adueñado de sus cuerpos para desde allí contaminar con su maldad nuestra hermosa y tranquila ciudad. Y debo confesar con orgullo que hice lo correcto. No habían transcurrido ni veinticuatro horas desde que acabé con esos seres malignos cuando el inspector Jiménez, aquí presente, detuvo al Inventor y devolvió la paz y tranquilidad a nuestras calles.
          Lógicamente el comisario fue detenido nada más acabar la rueda de prensa y conducido al hospital psiquiátrico de la comarca. La Audiencia decidió absolverle del crimen al considerarle inimputable por motivos obvios, pero ordenó que se le retuviera indefinidamente en el centro psiquiátrico, donde aún permanece ingresado.
          Los asistentes a la conferencia se miraron entre sí horrorizados antes de posar nuevamente sus ojos en mi persona. Uno de ellos dijo en voz alta que era cierto, que ése era el peor crimen que podía cometerse. “Matar a su mujer y a sus dos inocentes hijas de catorce y quince años”, añadió con voz entrecortada por la emoción, “¿puede haber algo más espeluznante?”.
          Estuve tentado de contestarle que sí, pero me abstuve de hacerlo. Si mi atento público creía que ése era el peor crimen que podía cometerse, para qué desengañarle, no me pagaban por llevarle la contraria. Pero yo sabía que el peor crimen que podía cometerse no es el que perpetró el comisario Pérez. Lo sé porque desde que ingresó en el hospital me hice cargo de su tratamiento y he seguido su caso día a día.
          El comisario cometió un crimen horrible, eso no puede negarse, pero no era él, en realidad, el asesino. El exceso de trabajo unido a su obsesión por encontrar al psicópata denominado El Inventor y otros factores más difusos que sería muy prolijo explicar, motivaron que algo se rompiera en su interior y que, creyéndose un enviado divino, matara con sus propias manos a quienes consideraba instrumentos del Diablo. Era un enfermo y, por lo tanto, no podía considerársele responsable de sus actos.
          Hoy en día, en cambio, está curado, completamente curado. Si aún sigue ingresado en el hospital, totalmente sedado y con una camisa de fuerza que no se le quita ni para dormir, es para evitar que se suicide, apesadumbrado por el dolor que siente al saber que su pasada locura causó la muerte de su amada mujer y sus adorables hijas. Sí, está curado. Yo mismo le curé, yo mismo le saqué del mundo irreal en el que vivía plácidamente y le devolví a la dura realidad, una realidad en la que no había luchado contra demonios del Averno sino en la que había masacrado a su propia familia. El comisario Pérez dejó de ser un pobre desequilibrado que vivía feliz en ese universo ficticio que se había creado para pasar a ser un hombre totalmente lúcido, consciente de que su propia mano era la que había segado la vida de sus seres más queridos.
          Sí, yo le curé, yo le saqué de las sombras en las que vivía y le devolví a la realidad. Y ése sí que fue, de verdad, el peor crimen que alguien ha cometido desde que el sol empezó a alumbrar a la Humanidad.