James Hadley Chase fue un escritor británico que, sin embargo, solía situar sus obras en escenarios norteamericanos, quizás fascinado por esa nueva reinterpretación del género policial que, en la época en que empezó a escribir, estaban realizando los autores adscritos a la línea creada por “Black Mask” y las publicaciones denominadas “pulps” o tal vez, de un modo más prosaico, porque era lo que el mercado exigía.
Chase, cuyo verdadero nombre era René Raymond, fue un escritor muy prolífico, tanto que tuvo que usar varios seudónimos como James L. Docherty, Ambrose Grand o Raymond Marshall. De algún modo eso le lastró convirtiéndole en un escritor irregular, pero aún así nos dio un puñado de obras que pueden decirse que son grandes novelas dentro del género, como quizás la más conocida, El secuestro de Miss Blandish, que Robert Aldrich llevó a las pantallas cinematográficas el año 1971, o Eva, que también se convirtió en película de la mano de Joseph Losey. Su disección de la intervención norteamericana en Vietnam, Un loto para Miss Quon, sin llegar quizás a la brillantez que alcanzó Graham Greene con El americano impasible, es una de las miradas más lúcidas que se han escrito sobre aquella época y país no desde un punto de vista bélico sino de lo que significó la guerra para la propia sociedad vietnamita y para los occidentales implicados en ella.
Pero si hay una obra de Hadley Chase a la que tengo especial cariño, ésa es Una radiante mañana estival. La leí dentro de la Serie Negra de Bruguera, a principios de los 80, cuando yo tenía 20 y pocos años. Y la leí en unas condiciones especiales. Por decirlo claramente, la leí bajo los efectos de una espantosa resaca.
No recuerdo bien, pero sería un sábado o domingo. La noche anterior había salido con los amigos a tomar copas, una cerveza por aquí, un gin tónic por allá, una chica que te guiña un ojo pero al final resulta que no está entrando en tu juego sino que simplemente tiene un molesto tic, en fin, lo habitual cuando se tiene esa edad y uno se considera casi inmortal y cree que el mundo es suyo. Supongo que disfruté de lo lindo, no puedo asegurarlo al cien por cien ya que mis recuerdos eran más bien difusos, pero el caso es que a la mañana siguiente amanecí con una hermosa resaca. Un tambor golpeaba mi cabeza rítmicamente y no tenía ganas de nada, así que opté por quedarme en casa, haciendo tiempo hasta que de un modo natural la resaca huyera en busca de un inquilino mejor dispuesto que yo a aguantarla.
Fue entonces, cuando no sabía qué hacer para abstraerme del "bum-bum-bum" que resonaba inclemente en el interior de mi cabeza, cuando recordé que la tarde anterior, antes de dedicarme a beber hasta el agua de los jarrones, acababa de comprar Una radiante mañana estival, y sin nada mejor que hacer me puse a leerla.
No puedo decir que la resaca desapareciera, pero sí que no solté la novela hasta acabarla y que la lectura, normalmente poco aconsejable en esas circunstancias, mitigó de alguna manera mi malestar, tanto que por la tarde (ya he dicho que estaba en la veintena, y las cosas se soportan mejor con esa edad) ya estaba preparado para salir nuevamente a la calle.
Nunca he sabido si Una radiante mañana estival me cautivó debido a las circunstancias o porque efectivamente era una buena novela. Por si acaso no he vuelto a leerla, pero quién sabe, quizás algún día, con la cabeza despejada, volveré a echar un vistazo a esa historia de un gángster arruinado por un abogado que intenta salir del apuro con un secuestro. Espero que vuelva a gustarme y si no, no importa, me tomaré un par de whiskys y reiniciaré la lectura. Seguro que veré el libro, y la vida, de otra manera.
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