PARADOJA MORTAL (UN RELATO SOBRE EL VIAJE EN EL
TIEMPO)
Aunque como escritor
me dedico, sobre todo, al género negro, como lector siempre me ha gustado la ciencia
ficción y un tema siempre interesante en ese género es el del viaje por el
tiempo, quizás porque en mi infancia veía una serie, en blanco y negro, por
supuesto, titulada "El túnel del tiempo". incluso recuerdo un capítulo
en el que los protagonistas aparecen en el "Titanic", pero no pueden
evitar que se hunda porque eso sería alterar la realidad.
Resumiendo, que pese a
no ser especialista me he atrevido a escribir un relato sobre el tema. Supongo
que tendrá muchos defectos, ya que no soy especialista, pero en mi descargo
tengo que decir que me lo he pasado muy bien escribiéndolo. Por si os interesa
leerlo, aquí abajo podéis hacerlo.
Mientras oigo retumbar los pasos de mi carcelero intento
serenarme pensando que esta situación absurda no puede durar mucho tiempo.
Antes o después alguien se dará cuenta de que he desaparecido y empezarán a
buscarme, por eso mantengo la esperanza de que la policía venga a liberarme y
detenga a mi secuestrador; sin embargo no puedo evitar que la sombra de una
duda atraviese mi mente. ¿Y si fuera verdad que estoy condenado a muerte y nada
ni nadie lo puede evitar? Si lo que me han dicho es cierto, por mucho que la
policía y el ejército entero descubrieran donde me encuentro y entraran a
rescatarme, la condena a muerte que han dictado contra mí se cumpliría.
¿Condena a muerte he dicho? No, algo mucho peor, condena
a la no existencia. El muerto, al menos, deja recuerdos, afectos, hechos. El
que no ha existido, simplemente no ha existido, por absurdas que parezcan en
este momento mis palabras. Nadie conoce sus obras ni le guarda en su memoria
porque la no existencia es eso, la nada, el vacío, pero me temo que estoy
desvariando. Si soy capaz de poner en orden mis pensamientos y escribirlos es
que aún soy alguien, existo, aunque, y la duda me come por dentro, ¿es esta
realidad inmutable? ¿Podré pasar de la existencia a la no-existencia, no como
corolario lógico de una muerte indeseable, pero que antes o después nos alcanza
a todos, sino como la desaparición total de toda huella de mi paso por la vida
como si nunca, nunca, hubiera nacido y vivido?
Sé que es difícil pensarlo y concebirlo, de ahí que me
resista a creer en esa posibilidad, pero aún así revolotea sobre mi cabeza como
las aves carroñeras sobre un cadáver en avanzado estado de putrefacción. Y la
prueba de que quizás no sea una idea tan desatinada está en mi encierro. No
estoy, como pudiera parecer por mis primeras palabras, internado en una cárcel,
sino en una cómoda y espaciosa habitación de la Residencia Universitaria, en el
ala destinada a los profesores, de ahí que confíe en que no sea difícil para la
policía el localizarme, pero esta dejadez por parte de mi secuestrador es una
de las cosas que me produce inquietud. De todos modos, mientras aguardo a que
algo ocurra, si es que algo tiene que ocurrir, tengo a mi disposición todos los
lujos y comodidades que el Gobierno ofrece a los catedráticos e investigadores
eméritos, entre los que yo me encuentro desde hace bastante tiempo, tanto que
fui nombrado el pasado año Vicerrector de Investigación Universitaria. Y ahí
empezaron los problemas.
Como Vicerrector encargado de la supervisión de todos
aquellos temas relacionados con la investigación y experimentación, hice un
exhaustivo seguimiento de aquellos proyectos que parecían más importantes y
también, al fin y al cabo no debemos olvidar que mi cargo tiene connotaciones
administrativas, del costo económico de los mismos. Fue debido a eso como pude
comprobar que el profesor Rodríguez tenía uno de los más elevados presupuestos
para investigación de todo el campus, aunque no los había justificado de ningún
modo, ni desde el punto de vista económico --jamás había presentado una cuenta
detallada de gastos-- ni desde el científico, desconociéndose oficialmente a
qué se estaba dedicando. Lo único que encontré en el expediente del Ministerio
de Universidades que se había unido a nuestros archivos fue una leve nota en la
que se especificaba que sus investigaciones podían tener implicaciones militares
interesantes.
Esa nota me extrañó, ya que los proyectos militares los
financiaba directamente el Ministerio de Defensa y no el de Universidades, pero
tampoco se trataba de algo descabellado ya que, desgraciadamente, muchos
avances y descubrimientos científicos tienen un doble uso, tanto para fines
pacíficos y humanitarios como para fines bélicos. Por ese motivo, aunque no le
di una excesiva importancia, creí mi deber recopilar la mayor cantidad de datos
posibles sobre el trabajo del profesor Rodríguez, ya que entendía que todas las
investigaciones llevadas a cabo en la Universidad con dinero público debían
estar debidamente controladas y, si llegara el caso, ponerse en conocimiento de
la ciudadanía en general y de la comunidad científica internacional en particular.
Por otra parte, si bien admito que eso no debiera
interferir en el desempeño de mis responsabilidades, me inquietaba la
personalidad del administrador de dichos fondos, el profesor Horacio Rodríguez.
Aunque nadie en el mundo científico y docente discutía su excepcional valía,
eran sobradamente conocidos tanto su carácter excéntrico y huraño como su
proclividad a apoyar movimientos políticos belicistas y autoritarios, lo que le
hacía no tener muchas simpatías en el claustro. Y si bien uno de los principios
que rigen en la Universidad es, precisamente, el de respeto a la libertad de
pensamiento, cierta ideologías seguían considerándose potencialmente peligrosas
y desestabilizadoras. Por eso, un proyecto secreto y con connotaciones
militares, en manos de una persona como Rodríguez, resultaba cuando menos
inquietante.
Tanto mi cargo universitario como mi propio prestigio
personal, dicho sea sin falsa modestia, me abrieron muchas puertas, pero no
conseguí desmadejar del todo el secreto. En el Ministerio de Defensa no tenían
constancia de que en la Universidad se estuviera trabajando en ningún asunto
relacionado con sus intereses y en el de Universidades tampoco me dijeron gran
cosa. La aprobación del proyecto había sido efectuada por un funcionario de tercer
nivel, el cual había recibido órdenes de algún subsecretario adjunto al que un
director general le había comentado que el vicepresidente de una subcomisión
parlamentaria relacionada con los presupuestos le había dicho que un alto cargo
del partido gobernante vería con buenos ojos la susodicha aprobación. Un caos
burocrático, como se puede comprobar fácilmente, así que opté por olvidarme
temporalmente del tema, limitándome a hacer una anotación en el expediente
referido a ese proyecto, como forma de cubrirme por si al final se detectaba
algo irregular.
El asunto volvió a surgir al cabo de unos pocos meses
cuando un colega me comentó, con extrañeza, que al equipo del profesor
Rodríguez se había incorporado un nuevo catedrático, el profesor Landuyt. Eso, que
al principio no me extrañó, ya que no tiene por qué parecer raro que los
investigadores y científicos trabajen conjunta y coordinadamente, sino todo lo
contrario, es algo más bien positivo y deseable, acabó por chocarme cuando mi
colega me explicó que el profesor Landuyt era toda una eminencia en el campo de
la Historia. ¿Qué pintaba un historiador en un proyecto científico comandado
por un físico? La pregunta, que estaba en el aire, no tuvo contestación por
parte del profesor Rodríguez que, en tono malhumorado, me recordó el principio
de libertad de investigación así como su capacidad para decidir qué apoyos
necesitaba en cada momento. Como ante eso no podía replicar en modo alguno ya
que, por rara que fuera la situación su razonamiento era impecable, decidí
nuevamente no intervenir, hasta que poco después me enteré de una nueva
incorporación en el equipo investigador. Si la presencia de un catedrático de
Historia no tenía, en principio, mucha lógica, la de un profesor de Educación
Física era algo descabellado. Descabellado e inquietante si ese profesor de
Educación Física resulta ser, además, un antiguo jefe de operaciones especiales
de las Fuerzas de Intervención del Ejército.
Esa vez opté por actuar más sutilmente y no encararme con
el profesor Rodríguez. Con la colaboración de otros profesores y catedráticos
que no se fiaban del ilustre físico inicié una investigación casi clandestina,
cuyo objetivo era descubrir fehacientemente en qué trabajaba y en qué se
gastaba el dinero. Poco a poco fui recogiendo ciertos indicios, al principio
increíbles, pero que con el tiempo se demostró que estaban bastante bien
fundados. El profesor Horacio Rodríguez estaba trabajando en la creación y
construcción de una máquina capaz de viajar en el tiempo. Si no fuera porque
para llegar a esa conclusión habíamos sopesado profundamente todos los datos
obtenidos en nuestra investigación, habríamos pensado que estábamos siendo
víctimas de una broma pesada. El viaje por el tiempo, el más delirante ensueño
de los escritores de ciencia ficción, estaba siendo investigado en nuestra
propia Universidad. Menos mal que sabíamos que ese hecho era técnica y
científicamente imposible porque, en caso de ser realizable, si había alguien
capacitado para materializarlo esa persona sólo podía ser el físico más
importante e inteligente no ya de nuestra universidad sino del mundo científico
en general, el profesor Horacio Rodríguez.
Por una parte me tranquilizó el descubrimiento, ya que
algo que es imposible de obtener no puede servir de ayuda a objetivos
peligrosos e inquietantes, como los que todos sabíamos que anidaban en la mente
de Rodríguez, pero por otra parte, como responsable de la maquinaria
administrativa de la Universidad, decidí tomar mis medidas. Aunque tanto la
asignación de los presupuestos como el visto bueno a su proyecto científico
habían venido directamente del Ministerio yo sabía que, si se demostraba alguna
irregularidad, la cabeza que iba a rodar era la mía. Y qué mayor irregularidad
que gastar el dinero en algo imposible de conseguir. Así que me armé de valor y
decidí poner fin a los manejos del sospechoso físico, para lo cual dicté una
circular interna poniendo fin a sus trabajos y ordenándole el desalojo de las
instalaciones que ocupaba. Una vez firmado se lo di a uno de los bedeles, con
órdenes de entregárselo personalmente al profesor y de practicar el citado
desalojo, ayudado por fuerzas policiales en caso de ser estrictamente
necesario, lo que no me hubiese extrañado lo más mínimo, conociendo la
personalidad del afectado. Hecho esto me limité a esperar con tranquilidad los
acontecimientos, convencido de que había obrado correctamente. Sabía que en un
primer momento podía desencadenarse un pequeño escándalo por lo expeditivo de
mis métodos, pero tenía todas las bazas en mis manos. El profesor Rodríguez, si
llegaba el caso, corría el riesgo de ser procesado y encarcelado por varios
delitos económicos como estafa, desfalco, apropiación indebida y algunos más,
por lo que no le convenía armar mucho barullo. Sumido en esos dulces pensamientos
me recosté en la butaca de mi despacho sonriendo beatíficamente.
La brusca irrupción del profesor Rodríguez borró de cuajo
la sonrisa. Le acompañaban el bedel que había enviado para notificarle el
desahucio y el profesor Landuyt, el historiador que se había unido a su equipo.
Los tres sostenían con sus manos sendos pistolones de hermoso calibre. Como no
soy especialista en armas no fui capaz de distinguir si se trataban de una
Magnum, una Beretta o una Smith & Wesson, lo que sí tenía claro era que
cualquiera de ellas podía abrir en mi cuerpo un agujero del tamaño del Gran
Cañón del Colorado. Intenté mostrar mi indignación --y nerviosismo-- del mejor
modo que supe.
--¿Están ustedes locos? ¿Cómo se atreven a entrar de ese
modo en mi despacho?
--¿Me hubiera permitido hacerlo de otro modo?
Probablemente no, así que he optado por lo seguro --me contestó irónico, aunque
no exento de razón, el profesor Rodríguez.
--¿Se puede saber qué es lo que desean?
--¿No se lo imagina?
--Si quiere forzarme a revocar la circular por la que le
he obligado a suspender sus trabajos y desalojar las instalaciones
universitarias, comete un craso error. No cederé al chantaje. Y le prevengo que
con mi muerte no conseguirá nada. Así que lo mejor que pueden hacer es salir
inmediatamente de aquí, en cuyo caso me olvidaré por completo de este penoso
incidente, de lo contrario lamentarán de por vida las consecuencias de su
irrupción. El recinto universitario es un lugar sagrado e inviolable, cometer
en su interior un acto violento no sólo está penado duramente por la ley sino
que sus autores quedarían estigmatizados de por vida.
--Se equivoca, señor Vicerrector, se equivoca en esto
como en muchas otras cosas. No es nuestra intención matarle ni tampoco
obligarle a retractarse de su absurda decisión. No lo necesitamos.
--En ese caso, ¿qué es lo que quieren?
--Ganar tiempo.
--Ganar tiempo, ¿para qué?
--Para que la máquina que hemos construido funcione.
--¿Está usted loco? Su máquina nunca podrá funcionar, el
viaje por el tiempo es imposible.
--¿Está usted seguro? No sabía que además de biólogo
fuera usted una eminencia en el campo de la Física y las Matemáticas.
--Y no lo soy, pero no hace falta ser un especialista en
esos campos para comprender la inutilidad e imposibilidad de sus trabajos.
Cualquier niño de pecho sabe que es imposible viajar a través del tiempo.
Imagínese que usted efectivamente construye esa máquina y, viajando al pasado,
conoce a su abuelo. Trata con él y en un momento de fuerte discusión lo mata cuando
todavía no ha nacido su padre. Usted no podría nacer y por tanto no podría
inventar esa máquina del tiempo con la cual habría ido a la época de su abuelo
para matarle. Es una paradoja total que demuestra la imposibilidad de alcanzar
sus sueños.
--Conozco esa paradoja, por supuesto, muy típica de los
escritores de ciencia ficción más previsibles y menos originales. Es, por otra
parte, el argumento que utilizan siempre los espíritus débiles que se oponen a
que los fuertes dominen la tierra. Pero es un argumento inservible. Voy a
retomar su ejemplo. Si yo hiciera eso, habría creado un mundo en el que yo no
existiría y por tanto no habría máquina del tiempo, a no ser que la hubiera
inventado otra persona. Pero nunca se sabría, por eso desaparecería la contradicción.
Nadie me lloraría porque nunca hubiera existido en el nuevo plano de la
realidad surgido como consecuencia de mis acciones. ¿Cómo puede usted estar
seguro de que la máquina existe desde hace tiempo y usted no lo sabe? ¿Puede
asegurar sin lugar a dudas que ayer era Vicerrector de esta Universidad?
--Por supuesto que sí, no sé a dónde quiere llegar con
esa sarta de estupideces.
--Le falta imaginación, querido Vicerrector. ¿Y si yo le
dijera que antesdeayer usted era ministro de Universidades, pero que gracias a
unos arreglos hechos al viajar por el tiempo, actuando en el momento adecuado,
hemos conseguido que su situación personal cambiara y no accediera a ese cargo?
Usted no se acordaría de nada porque en el nuevo plano de la realidad nunca
habría sido ministro. ¿Puede usted decirme con absoluta certeza que nunca ha
sido ministro en otras coordenadas temporales?
La idea continuaba siendo absurda, pero de repente algo
me inquietó. Yo había estado a punto de ser ministro en la última remodelación
gubernamental, pero las necesidades de pactar con otros partidos hicieron que
al final no ocupara el cargo. ¿Era posible que...? No, no podía dejarme
envolver por la palabrería vacua del profesor Rodríguez.
--Tranquilícese --volvió a hablar el profesor--, puedo
asegurarle que usted nunca ha sido ministro de nada. Nuestros experimentos,
hasta el momento, no han llegado a tanto.
--¿De qué experimentos me está hablando?
--Somos científicos, ¿lo ha olvidado? Las grandes ideas
no sirven de nada si no pueden experimentarse, si no pueden llevarse a cabo, en
suma. Ésa es la auténtica prueba de que algo funciona, mejor que los sesudos
artículos, con un montón de fórmulas incorporadas y vistosos diagramas, en las
revistas científicas. Para su información, esa fórmula que usted considera
imposible de conseguir existe desde hace ocho meses, y desde hace cinco hemos
experimentado viajes por el tiempo con gran éxito.
El profesor Rodríguez hablaba con tal convicción y sus
palabras exhalaban un tono de autoconvencimiento tan sincero e impresionante
que por unos momentos se minó mi entereza, hasta que recordé que todos los
fanáticos tenían aire de sinceridad y podían llegar a ser extremadamente
convincentes.
--No le creo. Si eso fuera verdad hace tiempo que se
sabría y, aunque se hubiera mantenido en secreto, no necesitaría recurrir a
esos argumentos --añadí señalando las armas que aún conservaban en sus manos
mis tres visitantes-- para conseguir que retire la orden de desalojo de las
instalaciones universitarias. Usted sabe que con demostrarme fehacientemente
que sus investigaciones han prosperado no sólo les restituiría lo ahora quitado
sino que aumentaría generosamente sus asignaciones presupuestarias.
--Sigue sin entender nada, querido vicerrector. En ningún
momento he tenido la intención de compartir mi descubrimiento con la comunidad
científica, y por el momento las cantidades que tengo adscritas para seguir con
mis trabajos son más que suficientes. ¿No se da cuenta de que tengo en mis
manos el arma más poderosa que jamás se haya inventado? Con ella tengo también
la posibilidad de cambiar el mundo. ¿Ha pensado usted que habría ocurrido si no
hubiera sido asesinado Julio César? ¿Cómo sería España si los Reyes Católicos
jamás se hubieran casado o Francia si Robespierre no hubiera muerto en la
guillotina? ¿Existirían los Estados Unidos si el general Washington se hubiera
ahogado al intentar cruzar el Potomac? O, más recientemente, ¿cómo sería el
mundo si Hitler hubiera tenido a su disposición la bomba atómica mucho antes de
que los americanos empezaran siquiera a teorizar sobre la posibilidad de
construirla?
--Está usted loco.
--Las palabras no ofenden y, además, no pueden nada
contra la fuerza de los hechos. Usted, como el resto de la comunidad
universitaria que ha intentado desprestigiarme y hacerme el vacío, sabe cómo
pienso y lo que opino de la política actual, de esta sociedad débil y
degenerada que los espíritus pusilánimes como usted han contribuido a crear.
Afortunadamente, aunque no somos mayoría ni la necesitamos, ya que no creemos
en esa farsa democrática que permite que se considere igual el voto de un negro
que el de un blanco, el de un ignorante que el de un sabio o el de una mujer
que el de un hombre, todavía quedamos un grupo de hombres dispuestos a arreglar
esta situación y cambiar el mundo. Y con mi invento lo vamos a lograr.
--¿Y en cinco meses ha sido incapaz de alcanzar su
objetivo? --intenté hablar en tono sarcástico, sin conseguirlo del todo.
--Usted me cree un fanático y piensa que los fanáticos
somos, además, imbéciles. Es por eso por lo que lucho contra gente como usted y
lo que representa --dijo meneando la cabeza con aspecto lastimero--, porque son
incapaces de ver más allá de sus narices. Un proyecto como ése necesita tiempo.
Imagínese que envío a través de mi máquina un comando con las órdenes de matar
a Napoleón y así cambiar el curso de la historia de Francia y tal vez de la
Humanidad. ¿Cómo puedo saber que no hay algún tipo de relación entre Napoleón o
alguno de los guardaespaldas o colaboradores que pudieran morir en la acción
con mis antepasados y que, como consecuencia de ella, en las nuevas coordenadas
temporales generadas yo no existiera? Sinceramente, no me atrae la idea. De ahí
que haya incorporado a mi equipo historiadores y genealogistas en los últimos
tiempos. Toda acción debe estar bien medida tanto en sus consecuencias
políticas generales como en las personales de quienes participamos en el
proyecto. Por eso necesitamos tiempo, un tiempo que usted nos quiere negar.
Afortunadamente tenemos gente leal introducida en todos los ámbitos --añadió
señalando paradójicamente al bedel traidor-- y hemos podido contrarrestar su
golpe. Pero no podemos tenerle retenido indefinidamente hasta que nuestro gran
proyecto llegue a su fin. Lamentable pero inevitable.
--¿Eso significa que van a matarme? Están ustedes
rematadamente locos. Les repito lo que les he dicho al principio, el asesinato
de un catedrático en el interior de la Universidad tendría consecuencias
funestas para ustedes.
--No nos haga reír, señor vicerrector. Las consecuencias
funestas serían para usted en primer lugar, no para nosotros. Pero algo de
razón no le falta, podría traernos complicaciones y molestias que preferimos
evitar. Matarle es absurdo cuando podemos hacer algo mejor. Podemos cambiar la realidad
temporal de modo que usted nunca haya existido.
--¿Qué quiere decir con eso?
--Me parece que ya se lo imagina. Hace tiempo que nos
hemos dado cuenta de que estaba investigándonos y hemos elaborado un plan
estupendo para deshacernos de usted. ¿Recuerda la paradoja del abuelo con la
que ha intentado argumentar en contra de la posibilidad del viaje temporal?
Pues la va a sufrir en sus propias carnes. En estos momentos el coronel
Bermejo, me imagino que ya sabe de quién le hablo, del profesor de Educación
Física que recientemente se unió a mi equipo, está viajando a la época de su
abuelo con órdenes estrictas de asesinarle antes de concebir a su padre. Es
posible incluso que ya haya conseguido su objetivo. Según nuestros experimentos
la nueva realidad temporal puede tardar en notarse entre cuatro horas y cuatro
días, pero antes o después esa realidad sustituirá a la presente y usted jamás
habrá existido. Nadie podrá acusarnos nunca de asesinato, porque no se puede
asesinar a alguien inexistente. Brillante, ¿no le parece? No, claro que no,
desde su punto de vista personal no es una gran idea, pero debe admitir, como
científico, que hemos descubierto el modo de cometer el crimen perfecto. Bueno,
querido amigo, ¿me permite que le califique así teniendo en cuenta que son
nuestros últimos momentos juntos? ¿No?, lo entiendo aunque me parece una
cortedad de miras por su parte. En fin, señor vicerrector, me temo que vamos a
tener que dar por acabada nuestra pequeña e instructiva conversación,
comunicándole que hasta su desaparición en la nueva realidad quedará retenido
en una habitación que le tenemos ya preparada, bajo la custodia del bedel.
Confío en que pueda disfrutar de su corto retiro ya que le hemos preparado
todas las comodidades posibles. Incluso, si lo desea, estamos predispuestos a
proporcionarle mujeres y drogas, para que sus últimos momentos sean lo más
placenteros posibles, ya ve que no le guardo rencor ni mala voluntad. Incluso
sopesamos, por unos momentos, la posibilidad de dejarle en libertad ya que,
aunque usted nos denunciara, independientemente de que nadie, o casi nadie, le
creería, al llegar la nueva realidad toda conciencia de ese hecho habría
desaparecido, pero preferimos evitar las pequeñas molestias temporales que nos
podría generar en la realidad actual, así que de momento será nuestro
prisionero. Adiós. señor vicerrector, hasta nunca.
Han pasado ya dos días desde esta conversación y continuó
siendo un prisionero en la habitación que me asignaron. El profesor Rodríguez
habló de unos plazos de hasta cuatro días para que las acciones destinadas a
cambiar la realidad surjan efecto, y eso si la acción que se tiene que llevar a
cabo se consigue realizar nada más llegar al pasado, porque en otro caso el
plazo empezaría a correr más tarde, no se sabe cuándo. Han sido dos días
angustiosos, esperando la llegada de la no existencia. ¿Cómo será? ¿Se notará
algo, como cuando una persona se muere o, sencillamente, en un momento estás y
en otro no estás?. Intelectualmente sigo pensando que el viaje a través del
tiempo es imposible, pero entonces, ¿por qué estoy tan nervioso? ¿Quizás porque
en el fondo de mi mente siempre he sabido que el profesor Rodríguez decía la
verdad? No lo sé, pero como siga así no va a ser necesario que su experimento
funcione para que consiga eliminarme, porque tengo la sensación de que me estoy
volviendo loco por momentos. De otro modo, ¿a qué se debe que cada vez que me
mire en el espejo vea reflejada no mi cara, sino la de mi abuelo cuando tenía
mi edad?
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