Pues como
hoy es lunes, vuelven los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS. En esta ocasión
transcurre en uno de esos ambientes que todos conocemos, gustosamente o a la
fuerza, una comunidad de vecinos. Y es que no todas son tan divertidas como las
que nos presentan las series de televisión “Aquí no hay quien viva2 o “La que
se avecina”. Y es que también puede realizarse un
ASESINATO
EN LA COMUNIDAD DE VECINOS
--¡La han asesinado, la
han asesinado!
Debí repetir esa frase
unas ochenta veces, no las dos que por economía verbal únicamente he trascrito,
quizás ése fuera el motivo de que los vecinos me miraran con una expresión
mezcla de pena e indignación. En algunos de ellos primaba la pena y en el
resto, la mayoría para ser sincero, la indignación, pero ninguno era
indiferente a mis palabras. No podían serlo porque, asesinada o no, lo que
estaba claro es que el cadáver de la septuagenaria que todos en la comunidad
conocíamos como doña Mercedes reposaba exánime, tendido sobre la fría baldosa
en la que acababan las escaleras, con la cabeza reposando sobre los hilos
dispersos que había al borde de la alfombra. Era una buena alfombra
y seguramente su limpieza, ya que sobre ella habían caído algunos goterones de
sangre, le costaría una buena pasta a la comunidad de propietarios, pero en ese
momento a nadie se le ocurrió comentarlo aunque muchos de ellos, que los tengo
bien calados, seguramente estarían pensándolo.
Lo que a pesar de todo no
podían negar era el hecho de que doña Mercedes yacía muerta allí, en el portal
del edificio. Que hubiera sido asesinada, como defendía yo con ardor casi
homicida, para estar a tono con mis palabras, o que su fallecimiento lo hubiera
originado un accidente, como sostenían la totalidad de los vecinos e incluso
algunos extraños a los que la muerte había atraído con más celeridad que la
miel a las moscas, era un asunto circunstancial y que ya se dilucidaría (como
dijo el del sexto, que era profesor de Lengua en un instituto) en otros ámbitos
o esferas.
--De todos modos, Paco
--dijo el profesor con voz engolada y una pronunciación campanuda, más dirigida
a que le escucharan el resto de los vecinos que yo mismo, a quien supuestamente
iban dirigidas sus palabras--, creo que exageras. Doña Mercedes era una mujer
mayor y no es raro que haya resbalado, sobre todo si tenemos en cuenta que el
día ha sido muy lluvioso y por toda la escalera hay esparcidas gotas de agua.
Iba a replicar, pero opté
por callarme. Los vecinos, por mucho respeto que les tuviera, y cada vez les
tenía menos, para qué mentir, no eran los receptores adecuados de mis
sospechas. Para eso estaba la Policía, que no tardaría en acudir al lugar de
los hechos. Al lugar del crimen, se me escapó, originando las consiguientes
protestas del vecindario, al que mis fabulaciones empezaban a cansar.
Tengo que confesar que
tampoco tuve mucho éxito entre los abnegados defensores de la Ley. Cuando les
hice partícipe de mis sospechas uno de ellos, que aparentemente estaba al mando
aunque sus galones no le distinguían de los demás, me preguntó si tenía
pruebas.
--Bueno, pruebas, lo que
se dice pruebas, ninguna --intenté explicarme lo mejor que supe--, pero no sé, doña
Mercedes no era muy apreciada en esta comunidad. Seguramente el resto de los
vecinos le dirán lo contrario, los muy hipócritas --añadí esto bajando la voz,
ya que no quería enemistarme con quienes, después de todo, eran mis empleadores
y me proporcionaban sueldo, sustento y vivienda--, pero no caía bien a nadie.
--Eso no es suficiente
para matar a una persona --me espetó sin disimular su aburrimiento el policía--.
En todas las comunidades de vecinos, lo mismo que en los centros de trabajo, en
los clubes de fútbol o en las asociaciones filatélicas, hay gente que cae mejor
o peor, incluso rematadamente mal a los demás, y no por eso se les asesina. Si
así fuera no daríamos abasto. Lo que necesitamos son pruebas que corroboren su
denuncia.
--¡Oiga, que yo no he
denunciado a nadie! --protesté completamente indignado, era lo que me faltaba,
que me acusaran de falso testimonio--. Lo único que he dicho es que creo que doña
Mercedes ha sido asesinada y le he explicado el motivo de mis sospechas. Es a
ustedes, a la policía, a quienes corresponde encontrar las pruebas necesarias
para corroborar mis palabras. Si hicieran su trabajo como Dios manda no me
estaría sermoneando a mí sino que estaría buscándolas.
La mirada que me echó el
policía al escuchar mis últimas palabras me hizo reflexionar sobre la
inconveniencia de soltar, sin pensar previamente en sus consecuencias, lo
primero que a uno se le viene a la cabeza, así que reculé y con una tímida
sonrisa le pedí disculpas.
--Lo siento, no quería
decir eso --me humillé como un gusano--, sé que ustedes hacen lo que pueden,
pero es que estoy convencido de que aquí ha habido un asesinato.
Con disculpas o sin disculpas
tanto el policía que se había erigido en mi interlocutor como el resto de sus
compañeros pasaron ampliamente de mí desde aquel momento y se limitaron a
custodiar el cadáver, como si temieran que alguien tuviera la idea de
llevárselo, hasta que el juez de guardia acabara la siesta y se dignara acudir
para proceder al preceptivo levantamiento.
Para mí sorpresa dos días
después un subinspector de policía, aunque yo muy astutamente le otorgué el
rango de “comisario”, un poco de peloteo con nuestras abnegadas fuerzas del
orden nunca viene mal, se acercó hasta mi garita con la pretensión de
interrogarme. La sorpresa fue doble, no sólo porque había empezado a pensar que
no querían hablar conmigo sino porque los policías de la secreta siempre suelen
ir en parejas, al menos eso es lo que sucede en las novelas y películas de las
que soy un compulsivo consumidor. O esas películas y novelas mienten o me
consideraban tan insignificante que habían decidido que con un solo hombre era
suficiente. Y además ni siquiera era un inspector sino un subinspector que,
aunque no sé muy bien lo que es, parece evidente, por eso del sub, que
está algún escalón más abajo que el inspector.
Parecía un clon del
policía uniformado con el que había estado hablando hacía tan sólo dos días, porque
se limitó a preguntarme cuáles eran mis motivos para sospechar que doña
Mercedes había sido asesinada y, sobre todo, con qué pruebas contaba para
sostener mi afirmación. Como la experiencia le convierte a uno en un hombre
prudente no repetí lo que le había contado a su colega el día de autos, pero sí
insinué que tan sólo me estaba comportando como un buen ciudadano, consciente
de sus responsabilidades y de la necesidad de colaborar con las Fuerzas del
Orden aunque sin la preparación suficiente para conseguir unas pruebas que era
a otros estamentos a los que les correspondía obtenerlas.
Sin disimular su
aburrimiento y mal humor el subinspector se despidió de mí y me comentó que ya
me llamarían si me necesitaban, aunque del tono de sus palabras deduje que esa
llamada hipotética jamás iba a producirse.
Inasequible al desaliento
como soy decidí coger el toro por los cuernos y presentarme en el Juzgado que
llevaba el tema. Tuve que insistir mucho ante una auxiliar administrativa para
que me recibiera el juez y por fin, con un gesto parecido al que hubiera
efectuado si me estuviera regalando el Santo Grial, me comunicó que podía
hablar con el Señor Secretario. No era lo que yo esperaba, pero si no me
quedaba más remedio que hablar con el Señor Secretario pues eso, hablaría con
el Señor Secretario.
Fue como hablar con una
piedra. Se limitó a permanecer mudo mientras escuchaba mi historia y a mirar
ostensiblemente su reloj, en inequívoco gesto de que no deseaba perder mucho
tiempo atendiéndome. Tan sólo tomó la palabra al final de nuestra entrevista
para decirme que ya tenía noticias de mi intervención anterior en el asunto y
comunicarme que, aunque apreciaba mis desvelos por cooperar con la
Administración de Justicia, el Ilustrísimo Señor Magistrado Juez había decidido
archivar las diligencias por no haberse encontrado indicios de delito.
--Salvo que usted pueda
aportar nuevas pruebas o evidencias capaces de desmentir lo expuesto en el Auto
de Archivo --me dijo sonriendo, mientras tácitamente lo que me estaba soltando
era un evidente chúpate ésa, pringao.
Salí del despacho del
Señor Secretario con el rabo entre las piernas, pero pronto se me enderezó
cuando en un bar cercano al Palacio de Justicia me tomé una copa de Veterano.
Me la había ganado con creces. Lo sospechaba desde hace tiempo, pero acababa de
confirmar que la mayoría de los jueces y policías eran idiotas. Muchos
estudios, muchas oposiciones, mucha corbata de seda, pero en el fondo no eran
más que unos idiotas ignorantes y pomposos que no sabían ver nada más allá de
sus narices.
¿Necesitaban motivos? Yo
tenía un motivo. Doña Mercedes estaba forrada, pero forrada de verdad, vamos,
que estaba podrida de pasta. Una de las ventajas de tener una llave maestra de
todas las viviendas es que puedo introducirme en las casas de los inquilinos
sin levantar la más mínima sospecha. Incluso si alguien aparece inopinadamente,
lo que jamás ha ocurrido porque soy prudente hasta la exageración, siempre
puedo decir que he oído algún ruido extraño, que alguien me ha avisado de que sucedía
algo raro o que por fin estaba reparando esa avería que tanto les incordiaba.
Así que no hay ningún riesgo y sí un montón de ventajas. Como la de descubrir
que doña Mercedes, que aparentemente era una viejuca sin mayores recursos que
su modesta pensión, poseía un auténtica fortuna en joyas y alhajas así como en
dinero efectivo, contante y sonante, que guardaba en un viejo arcón. Del mismo
modo descubrí que no tenía parientes vivos ni amigos ni nadie que se preocupara
por ella. Tan sólo su perro, Cuscús, menudo nombrecito, un pastor alemán
que acostumbraba a mearse en la puerta del edificio, por el único motivo de
joderme, ya que estoy convencido de que sabía que era yo el encargado de
limpiar su orina.
Sí, había un motivo para
asesinar a doña Mercedes, quedarse con sus joyas y millones. ¿Y las pruebas?
Como dijeron policías y funcionarios judiciales, ¿dónde están las pruebas? Pues
en el sitio más sencillo del mundo, en el periódico de la ciudad. Y además se trata de una noticia que
ha sido resaltada topográficamente. Como en nuestro pequeño villorrio casi
nunca pasa nada, que una perrita blanca, de raza caniche, haya sido encontrada
degollada en el vertedero de la ciudad es una noticia a la que el único periódico
local que tenemos ha intentado exprimir al máximo. ¡Y de qué modo! Expresivas
descripciones del rojo de la sangre manchando la impoluta piel blanca de la
perra, editoriales clamando contra los desaprensivos que no respetan a los
animales, enfurecidas cartas al director en las que se pide la pena de muerte
para el desalmado que ha sido tan depravado como para cometer un acto tan
horrendo e incluso, para rematar la jugada, un artículo firmado por un eminente
psiquiatra en el que desmenuzaba la personalidad sicótica y esquizoide del
mataperros, insinuando que era más digno de lástima que de odio por tratarse
con toda seguridad de un ser solitario, amargado y sin ningún objetivo en la
vida.
El psiquiatra, como suele
ser habitual en sus colegas, se equivocaba por completo porque, ¿qué tiene de
sicótico o esquizoide el querer hacerse rico? Pues está claro, nada de nada. Se
trata de la pasta, y eso es lo más importante. Si de paso se lleva uno por
delante a una perra asquerosa que posiblemente también se meaba en los portales
de la ciudad, pues tanto mejor. Pero lo más importante no estribaba en acabar
con una miserable representante del género canino, con una auténtica hija de
perra, dicho tanto en sentido metafórico como literal, sino en conseguir la pasta. Y para ello lo mejor, e incluso lo
más sensato, era cometer el crimen perfecto.
Sólo hay que tener
paciencia y yo la tengo por arrobas. Vivir y trabajar en una portería no
proporciona otras cosas, pero paciencia toda la que se quiera y algo más. Y por
supuesto está el factor suerte. Las cosas nunca salen a la primera, es raro
tener tanta potra, pero si se tiene paciencia todo acaba por llegar. Como aquel
día en el que se conjugaron varios factores. En primer lugar, que el ascensor
no funcionaba. Eso me vino de perlas porque si hubiera sido saboteado la
policía habría tomado cartas en el asunto; en cambio, al llevar dos días
estropeado de forma natural, ni al comisario más suspicaz se le ocurrió pensar
que había algo sospechoso en ese asunto. Mucho menos a un subinspector aburrido
y con tendencia a la vagancia.
En segundo lugar estaba la lluvia. Un fenómeno natural,
incluso muy natural en mi ciudad, algo habitual para la gente, policías y
ancianas inclusive, y que no arredra ni a los primeros ni a las segundas, sobre
todo si estas últimas son las afortunadas propietarias de un perro que tiene
que salir a hacer sus cosas haga frío o calor, truene, llueva, nieve o caigan
relámpagos como vigas maestras.
Y por último tenemos a
nuestra preciosa perrita blanca, la que fue degollada por el desalmado
psicópata y esquizoide del que hablaba el inepto del psiquiatra. Una perrita
que, casualmente, se encontraba en pleno período de celo y que apareció
inopinadamente delante de Cuscús, el pastor alemán al que sujetaba con
mano firme doña Mercedes. Una mano tan firme que se negó a soltar la correa
pese a los tirones que daba el pastor alemán ávido, como todos los machos de
cualquier especie, de presentar sus respetos a la hembra de turno, con las
consecuencias fatales que posteriormente se vieron. Doña Mercedes resbaló
debido a la combinación del suelo mojado y las acometidas de su perro, todo
ello ayudado por una cáscara de plátano que, como buen ciudadano, arrojé poco
después al contenedor de residuos orgánicos que se encontraba estratégicamente
situado en la acera de enfrente del portal, y debido a ello se dio un golpe en
la nuca que le produjo una muerte instantánea y seguramente, o eso quiero
pensar porque no soy el sádico del que hablaba la prensa, indolora.
Dicho así parece muy
sencillo, pero las cosas hay que valorarlas en su justo término. No había sido
el primer intento si bien es cierto que cuando se tiene paciencia, como ya he
mencionado, antes o después la naturaleza juega en nuestro favor y podemos
cometer el crimen perfecto. Lo demás es tal vez un poco de sobreactuación,
seguramente tanto la policía como el Juez habían decidido archivar el asunto
desde el primer momento, pero la insistencia de un perturbado (para qué voy a
engañarme, estoy convencido de que me consideran un perturbado) en que lo que
había ocurrido era un asesinato les reafirmó aún más, si cabe, en su idea
primigenia y el asunto se archivó al considerarse un triste y lamentable
accidente. Seguramente aunque alguien les fuera con nuevas sospechas y
denuncias, pensarían que se trataba de otro perturbado como yo y no le harían
ni puto caso, por lo que el asunto quedaría enterrado por los siglos de los
siglos que es, precisamente, lo que yo había pretendido desde el primer
momento.
Actualmente sigo
trabajando como portero en la misma comunidad. Como ya he dicho soy un hombre
con mucha paciencia así que de momento me estoy aguantando y procuro no hacer
ostentación de mi nueva riqueza, no vaya a ser que alguien empiece a pensar que
hay gato encerrado. Las cosas conviene que madurarlas, todo tiene su tiempo y
yo siempre he sabido encontrarlo. Además la portería continúa siendo una
excelente atalaya para otear nuevas presas. Precisamente hace tres días se ha
mudado a nuestro edificio un tal don Senén, un señor de avanzada edad,
posiblemente octogenario, al que he empezado a tratar e investigar. Y es que
nunca se sabe, donde menos lo espera uno puede saltar la liebre. O el perro en celo.