lunes, 29 de octubre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: ASESINATO EN LA COMUNIDAD DE VECINOS


Pues como hoy es lunes, vuelven los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS. En esta ocasión transcurre en uno de esos ambientes que todos conocemos, gustosamente o a la fuerza, una comunidad de vecinos. Y es que no todas son tan divertidas como las que nos presentan las series de televisión “Aquí no hay quien viva2 o “La que se avecina”. Y es que también puede realizarse un


ASESINATO EN LA COMUNIDAD DE VECINOS


          --¡La han asesinado, la han asesinado!
          Debí repetir esa frase unas ochenta veces, no las dos que por economía verbal únicamente he trascrito, quizás ése fuera el motivo de que los vecinos me miraran con una expresión mezcla de pena e indignación. En algunos de ellos primaba la pena y en el resto, la mayoría para ser sincero, la indignación, pero ninguno era indiferente a mis palabras. No podían serlo porque, asesinada o no, lo que estaba claro es que el cadáver de la septuagenaria que todos en la comunidad conocíamos como doña Mercedes reposaba exánime, tendido sobre la fría baldosa en la que acababan las escaleras, con la cabeza reposando sobre los hilos dispersos que había al borde de la alfombra. Era una buena alfombra y seguramente su limpieza, ya que sobre ella habían caído algunos goterones de sangre, le costaría una buena pasta a la comunidad de propietarios, pero en ese momento a nadie se le ocurrió comentarlo aunque muchos de ellos, que los tengo bien calados, seguramente estarían pensándolo.
          Lo que a pesar de todo no podían negar era el hecho de que doña Mercedes yacía muerta allí, en el portal del edificio. Que hubiera sido asesinada, como defendía yo con ardor casi homicida, para estar a tono con mis palabras, o que su fallecimiento lo hubiera originado un accidente, como sostenían la totalidad de los vecinos e incluso algunos extraños a los que la muerte había atraído con más celeridad que la miel a las moscas, era un asunto circunstancial y que ya se dilucidaría (como dijo el del sexto, que era profesor de Lengua en un instituto) en otros ámbitos o esferas.
          --De todos modos, Paco --dijo el profesor con voz engolada y una pronunciación campanuda, más dirigida a que le escucharan el resto de los vecinos que yo mismo, a quien supuestamente iban dirigidas sus palabras--, creo que exageras. Doña Mercedes era una mujer mayor y no es raro que haya resbalado, sobre todo si tenemos en cuenta que el día ha sido muy lluvioso y por toda la escalera hay esparcidas gotas de agua.
          Iba a replicar, pero opté por callarme. Los vecinos, por mucho respeto que les tuviera, y cada vez les tenía menos, para qué mentir, no eran los receptores adecuados de mis sospechas. Para eso estaba la Policía, que no tardaría en acudir al lugar de los hechos. Al lugar del crimen, se me escapó, originando las consiguientes protestas del vecindario, al que mis fabulaciones empezaban a cansar.
          Tengo que confesar que tampoco tuve mucho éxito entre los abnegados defensores de la Ley. Cuando les hice partícipe de mis sospechas uno de ellos, que aparentemente estaba al mando aunque sus galones no le distinguían de los demás, me preguntó si tenía pruebas.
          --Bueno, pruebas, lo que se dice pruebas, ninguna --intenté explicarme lo mejor que supe--, pero no sé, doña Mercedes no era muy apreciada en esta comunidad. Seguramente el resto de los vecinos le dirán lo contrario, los muy hipócritas --añadí esto bajando la voz, ya que no quería enemistarme con quienes, después de todo, eran mis empleadores y me proporcionaban sueldo, sustento y vivienda--, pero no caía bien a nadie.
          --Eso no es suficiente para matar a una persona --me espetó sin disimular su aburrimiento el policía--. En todas las comunidades de vecinos, lo mismo que en los centros de trabajo, en los clubes de fútbol o en las asociaciones filatélicas, hay gente que cae mejor o peor, incluso rematadamente mal a los demás, y no por eso se les asesina. Si así fuera no daríamos abasto. Lo que necesitamos son pruebas que corroboren su denuncia.
          --¡Oiga, que yo no he denunciado a nadie! --protesté completamente indignado, era lo que me faltaba, que me acusaran de falso testimonio--. Lo único que he dicho es que creo que doña Mercedes ha sido asesinada y le he explicado el motivo de mis sospechas. Es a ustedes, a la policía, a quienes corresponde encontrar las pruebas necesarias para corroborar mis palabras. Si hicieran su trabajo como Dios manda no me estaría sermoneando a mí sino que estaría buscándolas.
          La mirada que me echó el policía al escuchar mis últimas palabras me hizo reflexionar sobre la inconveniencia de soltar, sin pensar previamente en sus consecuencias, lo primero que a uno se le viene a la cabeza, así que reculé y con una tímida sonrisa le pedí disculpas.
          --Lo siento, no quería decir eso --me humillé como un gusano--, sé que ustedes hacen lo que pueden, pero es que estoy convencido de que aquí ha habido un asesinato.
          Con disculpas o sin disculpas tanto el policía que se había erigido en mi interlocutor como el resto de sus compañeros pasaron ampliamente de mí desde aquel momento y se limitaron a custodiar el cadáver, como si temieran que alguien tuviera la idea de llevárselo, hasta que el juez de guardia acabara la siesta y se dignara acudir para proceder al preceptivo levantamiento.
          Para mí sorpresa dos días después un subinspector de policía, aunque yo muy astutamente le otorgué el rango de “comisario”, un poco de peloteo con nuestras abnegadas fuerzas del orden nunca viene mal, se acercó hasta mi garita con la pretensión de interrogarme. La sorpresa fue doble, no sólo porque había empezado a pensar que no querían hablar conmigo sino porque los policías de la secreta siempre suelen ir en parejas, al menos eso es lo que sucede en las novelas y películas de las que soy un compulsivo consumidor. O esas películas y novelas mienten o me consideraban tan insignificante que habían decidido que con un solo hombre era suficiente. Y además ni siquiera era un inspector sino un subinspector que, aunque no sé muy bien lo que es, parece evidente, por eso del sub, que está algún escalón más abajo que el inspector.
          Parecía un clon del policía uniformado con el que había estado hablando hacía tan sólo dos días, porque se limitó a preguntarme cuáles eran mis motivos para sospechar que doña Mercedes había sido asesinada y, sobre todo, con qué pruebas contaba para sostener mi afirmación. Como la experiencia le convierte a uno en un hombre prudente no repetí lo que le había contado a su colega el día de autos, pero sí insinué que tan sólo me estaba comportando como un buen ciudadano, consciente de sus responsabilidades y de la necesidad de colaborar con las Fuerzas del Orden aunque sin la preparación suficiente para conseguir unas pruebas que era a otros estamentos a los que les correspondía obtenerlas.
          Sin disimular su aburrimiento y mal humor el subinspector se despidió de mí y me comentó que ya me llamarían si me necesitaban, aunque del tono de sus palabras deduje que esa llamada hipotética jamás iba a producirse.
          Inasequible al desaliento como soy decidí coger el toro por los cuernos y presentarme en el Juzgado que llevaba el tema. Tuve que insistir mucho ante una auxiliar administrativa para que me recibiera el juez y por fin, con un gesto parecido al que hubiera efectuado si me estuviera regalando el Santo Grial, me comunicó que podía hablar con el Señor Secretario. No era lo que yo esperaba, pero si no me quedaba más remedio que hablar con el Señor Secretario pues eso, hablaría con el Señor Secretario.
          Fue como hablar con una piedra. Se limitó a permanecer mudo mientras escuchaba mi historia y a mirar ostensiblemente su reloj, en inequívoco gesto de que no deseaba perder mucho tiempo atendiéndome. Tan sólo tomó la palabra al final de nuestra entrevista para decirme que ya tenía noticias de mi intervención anterior en el asunto y comunicarme que, aunque apreciaba mis desvelos por cooperar con la Administración de Justicia, el Ilustrísimo Señor Magistrado Juez había decidido archivar las diligencias por no haberse encontrado indicios de delito.
          --Salvo que usted pueda aportar nuevas pruebas o evidencias capaces de desmentir lo expuesto en el Auto de Archivo --me dijo sonriendo, mientras tácitamente lo que me estaba soltando era un evidente chúpate ésa, pringao.
          Salí del despacho del Señor Secretario con el rabo entre las piernas, pero pronto se me enderezó cuando en un bar cercano al Palacio de Justicia me tomé una copa de Veterano. Me la había ganado con creces. Lo sospechaba desde hace tiempo, pero acababa de confirmar que la mayoría de los jueces y policías eran idiotas. Muchos estudios, muchas oposiciones, mucha corbata de seda, pero en el fondo no eran más que unos idiotas ignorantes y pomposos que no sabían ver nada más allá de sus narices.
          ¿Necesitaban motivos? Yo tenía un motivo. Doña Mercedes estaba forrada, pero forrada de verdad, vamos, que estaba podrida de pasta. Una de las ventajas de tener una llave maestra de todas las viviendas es que puedo introducirme en las casas de los inquilinos sin levantar la más mínima sospecha. Incluso si alguien aparece inopinadamente, lo que jamás ha ocurrido porque soy prudente hasta la exageración, siempre puedo decir que he oído algún ruido extraño, que alguien me ha avisado de que sucedía algo raro o que por fin estaba reparando esa avería que tanto les incordiaba. Así que no hay ningún riesgo y sí un montón de ventajas. Como la de descubrir que doña Mercedes, que aparentemente era una viejuca sin mayores recursos que su modesta pensión, poseía un auténtica fortuna en joyas y alhajas así como en dinero efectivo, contante y sonante, que guardaba en un viejo arcón. Del mismo modo descubrí que no tenía parientes vivos ni amigos ni nadie que se preocupara por ella. Tan sólo su perro, Cuscús, menudo nombrecito, un pastor alemán que acostumbraba a mearse en la puerta del edificio, por el único motivo de joderme, ya que estoy convencido de que sabía que era yo el encargado de limpiar su orina.
          Sí, había un motivo para asesinar a doña Mercedes, quedarse con sus joyas y millones. ¿Y las pruebas? Como dijeron policías y funcionarios judiciales, ¿dónde están las pruebas? Pues en el sitio más sencillo del mundo, en el periódico de la ciudad. Y además se trata de una noticia que ha sido resaltada topográficamente. Como en nuestro pequeño villorrio casi nunca pasa nada, que una perrita blanca, de raza caniche, haya sido encontrada degollada en el vertedero de la ciudad es una noticia a la que el único periódico local que tenemos ha intentado exprimir al máximo. ¡Y de qué modo! Expresivas descripciones del rojo de la sangre manchando la impoluta piel blanca de la perra, editoriales clamando contra los desaprensivos que no respetan a los animales, enfurecidas cartas al director en las que se pide la pena de muerte para el desalmado que ha sido tan depravado como para cometer un acto tan horrendo e incluso, para rematar la jugada, un artículo firmado por un eminente psiquiatra en el que desmenuzaba la personalidad sicótica y esquizoide del mataperros, insinuando que era más digno de lástima que de odio por tratarse con toda seguridad de un ser solitario, amargado y sin ningún objetivo en la vida.
          El psiquiatra, como suele ser habitual en sus colegas, se equivocaba por completo porque, ¿qué tiene de sicótico o esquizoide el querer hacerse rico? Pues está claro, nada de nada. Se trata de la pasta, y eso es lo más importante. Si de paso se lleva uno por delante a una perra asquerosa que posiblemente también se meaba en los portales de la ciudad, pues tanto mejor. Pero lo más importante no estribaba en acabar con una miserable representante del género canino, con una auténtica hija de perra, dicho tanto en sentido metafórico como literal, sino en conseguir la pasta. Y para ello lo mejor, e incluso lo más sensato, era cometer el crimen perfecto.
          Sólo hay que tener paciencia y yo la tengo por arrobas. Vivir y trabajar en una portería no proporciona otras cosas, pero paciencia toda la que se quiera y algo más. Y por supuesto está el factor suerte. Las cosas nunca salen a la primera, es raro tener tanta potra, pero si se tiene paciencia todo acaba por llegar. Como aquel día en el que se conjugaron varios factores. En primer lugar, que el ascensor no funcionaba. Eso me vino de perlas porque si hubiera sido saboteado la policía habría tomado cartas en el asunto; en cambio, al llevar dos días estropeado de forma natural, ni al comisario más suspicaz se le ocurrió pensar que había algo sospechoso en ese asunto. Mucho menos a un subinspector aburrido y con tendencia a la vagancia.
          En segundo lugar estaba la lluvia. Un fenómeno natural, incluso muy natural en mi ciudad, algo habitual para la gente, policías y ancianas inclusive, y que no arredra ni a los primeros ni a las segundas, sobre todo si estas últimas son las afortunadas propietarias de un perro que tiene que salir a hacer sus cosas haga frío o calor, truene, llueva, nieve o caigan relámpagos como vigas maestras.
          Y por último tenemos a nuestra preciosa perrita blanca, la que fue degollada por el desalmado psicópata y esquizoide del que hablaba el inepto del psiquiatra. Una perrita que, casualmente, se encontraba en pleno período de celo y que apareció inopinadamente delante de Cuscús, el pastor alemán al que sujetaba con mano firme doña Mercedes. Una mano tan firme que se negó a soltar la correa pese a los tirones que daba el pastor alemán ávido, como todos los machos de cualquier especie, de presentar sus respetos a la hembra de turno, con las consecuencias fatales que posteriormente se vieron. Doña Mercedes resbaló debido a la combinación del suelo mojado y las acometidas de su perro, todo ello ayudado por una cáscara de plátano que, como buen ciudadano, arrojé poco después al contenedor de residuos orgánicos que se encontraba estratégicamente situado en la acera de enfrente del portal, y debido a ello se dio un golpe en la nuca que le produjo una muerte instantánea y seguramente, o eso quiero pensar porque no soy el sádico del que hablaba la prensa, indolora.
          Dicho así parece muy sencillo, pero las cosas hay que valorarlas en su justo término. No había sido el primer intento si bien es cierto que cuando se tiene paciencia, como ya he mencionado, antes o después la naturaleza juega en nuestro favor y podemos cometer el crimen perfecto. Lo demás es tal vez un poco de sobreactuación, seguramente tanto la policía como el Juez habían decidido archivar el asunto desde el primer momento, pero la insistencia de un perturbado (para qué voy a engañarme, estoy convencido de que me consideran un perturbado) en que lo que había ocurrido era un asesinato les reafirmó aún más, si cabe, en su idea primigenia y el asunto se archivó al considerarse un triste y lamentable accidente. Seguramente aunque alguien les fuera con nuevas sospechas y denuncias, pensarían que se trataba de otro perturbado como yo y no le harían ni puto caso, por lo que el asunto quedaría enterrado por los siglos de los siglos que es, precisamente, lo que yo había pretendido desde el primer momento.
          Actualmente sigo trabajando como portero en la misma comunidad. Como ya he dicho soy un hombre con mucha paciencia así que de momento me estoy aguantando y procuro no hacer ostentación de mi nueva riqueza, no vaya a ser que alguien empiece a pensar que hay gato encerrado. Las cosas conviene que madurarlas, todo tiene su tiempo y yo siempre he sabido encontrarlo. Además la portería continúa siendo una excelente atalaya para otear nuevas presas. Precisamente hace tres días se ha mudado a nuestro edificio un tal don Senén, un señor de avanzada edad, posiblemente octogenario, al que he empezado a tratar e investigar. Y es que nunca se sabe, donde menos lo espera uno puede saltar la liebre. O el perro en celo.



jueves, 25 de octubre de 2018

LLANTO EN LA TIERRA BALDÍA (TOTI MARTÍNEZ DE LEZEA)


En la década de los años 30 del pasado siglo XX, ajeno a lo que ocurre a su alrededor, Dámaso, un campesino de un pueblo de Badajoz, lucha por salir de la miseria en una región en la que las tierras son propiedad de los señores y las gentes se mueren de hambre. La guerra trastocará para siempre su existencia, y se verá obligado a huir, mientras su familia sobrevive a duras penas.
Treinta años más tarde, su hijo Manuel, obrero en una fábrica vizcaína, toma parte activa en la que, a la postre, sería la mayor huelga que tuvo lugar durante el franquismo. En consecuencia, será deportado a Extremadura, donde buscará a la familia cuya existencia ignoraba hasta aquellas fechas, y descubrirá lo que realmente ocurrió con sus padres y hermanos.
En esta ocasión, Toti Martínez de Lezea nos sorprende con una descarnada historia sobre una época dura donde imperó el miedo y la crueldad, y que es preciso no olvidar.



miércoles, 24 de octubre de 2018

EL ORGULLO DE SER AGOTE (JOSU LEGARRETA BILBAO & XABIER SANTXOTENA ALSUA)


LA OBRA: Esta obra resume mil años de historia del Pueblo Agote. Mil años de misterios de un colectivo humano cuyos orígenes no se pueden concretar fehacientemente y que vivía en pequeñas comunidades dispersas a uno y otro lado de los Pirineos. Mil años en los que el desprecio y la discriminación crearon un imaginario popular hasta el punto de considerarlos malditos. A pesar de ello, los Agotes lucharon con valor, convicción y tesón por su reconocimiento y la paridad respecto a los congéneres de su entorno. Un Pueblo que merece ser restituido a un lugar importante de nuestra historia.
Autoridades de máximo nivel del siglo XVI, como el Papa León X y el Emperador Carlos V, se ocuparon de ellos en momentos políticos delicados de las relaciones internacionales entre Francia y España, con el consiguiente olvido posterior. Durante siglos han despertado el interés de personalidades históricas de diversos ámbitos, tales como Martín de Vizcay (1621), Arnauld Oihenart (1638), Pedro de Ursúa y Arizmendi (1675), Miguel de Lardizabal y Uribe (1786) o Francisque Michel (1846), entre otros.
El orgullo de ser Agote aporta documentación de forma exhaustiva, y desde una visión académica pero también emocional, nos ayudará a entender quiénes eran los Agotes y el universo que les rodeaba. La obra es novedosa y futurista; algunas de las hipótesis que plantea seguro que serán objeto de nuevas investigaciones.

LOS COAUTORES:

XABIER SANTXOTENA ALSÚA (1946). Restaurador, escultor y poeta. Es fundador, junto con Teresa Lafragua, de tres museos: la Casa Museo Gorrienea, el Parque Museo Santxotena, ambos en Bozate (Navarra), y el Taller Museo Santxotena, situado en Artziniega (Álava). La Casa Museo Gorrienea engloba Historia, Arte, Tradición y Etnografía. En el Parque Museo Santxotena el Arte se fusiona con la Naturaleza (mitología del País Vasco). Estos museos exponen gran parte de su obra escultórica, iniciada en el año 1969 con Jorge Oteiza como Maestro y supervisor. Entre sus publicaciones destaca El Universo Santxotena 1970-2013, que recoge imágenes del trabajo desarrollado entre los años 1970 y 2013. Algunas de sus esculturas se encuentran en destacadas instituciones de ámbito internacional como: Museos Vaticanos, Universidad UCA de El Salvador, Bogotá o Ginebra.

JOSU LEGARRETA BILBAO (1948). Licenciado en Filosofía por la Universidad de Valencia. Ha desempeñado diversos cargos en el Gobierno Vasco; fue designado Director de Promoción del Euskera del Departamento de Cultura (1985), Director de Cooperación al Desarrollo (1991) y Director de Relaciones con las Colectividades Vascas del Mundo (1999). Ha dirigido la publicación de la colección Urazandi (29 tomos) y Derechos de los Pueblos Indígenas (1998). Es autor de las siguientes obras: Desde el Futuro–Nacionalismo es más democracia, Sentimientos compartidos, Udazkenean aske y La Cooperación vasca al Desarrollo. También es coautor de Un Nuevo 31: Ideología y estrategia del Gobierno de Euzkadi durante la Segunda Guerra Mundial a través de la correspondencia de José Antonio Aguirre y Manuel Irujo, País Vasco, ¿un nuevo Estado?, Somos Vasco-Argentinos y Adiós, Madre Patria.



lunes, 22 de octubre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: AJUSTE DE CUENTAS


Pues aquí tenéis la tercera entrega de los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS. Una historia aparentemente muy normal porque, ¿qué hay más recurrente en la novela y el cine negro que los “ajustes de cuentas”? Aunque el que aparece en este relato es un peculiar, y espero que divertido,

AJUSTE DE CUENTAS

          --Hágame caso, señor comisario, ya verá cómo lo que le estoy diciendo no es ninguna tontería.
          Sí, sí que lo era, una solemne tontería, y aún así no le quedaban más pelotas que intentarlo porque se encontraba en un callejón sin salida, pensó el comisario Espinosa mientras mantenía la mirada fija en el inspector González Ojeda, su subordinado en el Grupo de Homicidios. Si no fuera porque el cabrón ese había sacado el número uno en las oposiciones al Cuerpo Nacional de Policía, iba a aguantarle a su lado. Dos años le quedaban para jubilarse, sólo dos años para irse a Benidorm con la parienta, lejos del bullicio de la ciudad, de sus putas y chaperos, de sus drogatas y traficantes, de los periodistas que tergiversaban sistemáticamente sus palabras y de los politicastros del Ministerio que le saludaban con una sonrisa profidén mientras le apuñalaban por la espalda. Dos años le quedaban, en suma, para alcanzar el paraíso e iba a tener que compartir esos dos años con el memo que tenía en esos momentos delante de él. Antiguamente los policías no tenían tantos estudios ni tantas chorradas, pero sabían dar hostias y obedecer las órdenes de sus superiores. Ahora, en cambio, el que no tenía un master había hecho un postgrado en alguna Universidad de nombre impronunciable.
          El inspector González Ojeda, por ejemplo. Era Licenciado en Filología Hispánica. Así, como quien no quiere la cosa. Todo matrículas y sobresalientes. Y, para más joderle, incluso estaba orgulloso y alardeaba de ello. Por qué extraños mecanismos mentales había decidido convertirse en policía una persona con su formación universitaria era algo que a él se le escapaba. En su juventud, por lo menos, los policías que se matriculaban en alguna facultad lo hacían para controlar y vigilar a los estudiantes subversivos que pululaban por los campus, pero hoy en día no, hoy en día se lo tomaban con ganas y muchos de ellos aprobaban todas las asignaturas a la primera. Sí, cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía de jubilarse. Dos años le quedaban, dos. No era mucho tiempo, pero para el comisario Espinosa esos dos años, esos setecientos treinta días, llevaban camino de hacerse eternos.
          Y todo por culpa de un desarrapado como el Cuqui. Menudo mote tenía el gachó, el Cuqui, a saber quién se lo pondría y qué coño significaba. Todavía se acordaba de su primer caso, cuando detuvo a un tipo que le llamaban el Botas, que se había cargado a su mujer. Era un fulano que usaba unos zapatones del 45, tirando por lo bajo, y su apodo le veía que ni pintado. O del Nazareno, que cuando no desfilaba con su cofradía del Cristo Resucitado se dedicaba a estafar a los turistas. Esos eran tipos con un sobrenombre bien puesto pero cómo coño podía alguien llamarse el Cuqui.
          Le habían encontrado hacía dos semanas, tumbado sobre los cartones que le servían de vivienda, con una segunda boca abierta debajo de la que le servía para beber el Don Simón Gran Reserva del que se nutría en exclusiva. Una boca artificial producida por una navaja que le había transportado, en este caso el eufemismo piadoso tenía todos los visos de ser cierto, a mejor vida. El cadáver había aparecido en la zona asignada al comisario Espinosa que no tuvo más remedio que iniciar la correspondiente investigación, sin mucho entusiasmo, por otra parte. En el fondo, ¿a quién cojones le importaba que a un indigente conocido, por mal nombre, como el Cuqui, le hubiesen rajado la garganta? Ese asesinato, por usar una expresión en boga, y es que cuando Espinosa quería sabía ser culto, no generaba alarma social. Seguramente le habría asestado el navajazo otro paria como él, quizás en una discusión sobre quién se quedaba con los restos de una botella de tinto peleón. Antes o después cazarían al autor del crimen y si no, tampoco pasaba nada, nadie le iba a reprochar que lo archivara en la carpeta de casos no resueltos.
          Hasta que un aciago día el mismísimo Secretario de Estado para la Seguridad, Don Francisco Gutiérrez de los Arcos, le llamó por teléfono. Bueno, ni siquiera eso, porque no le llamó Paco (el excelentísimo, cuando aún no se había convertido en un chupatintas del Ministerio, todavía era Paco para los amigos) sino su secretaria, para decirle que Don Francisco (se le notaban las mayúsculas al hablar) estaba muy interesado en que la investigación llegara a feliz término. Esa misma expresión utilizó, feliz término, como si hablaran de una operación de próstata.
          Si el interés del Secretario de Estado extrañó al principio al comisario Espinosa su extrañeza desapareció enseguida, lo que tardó en leer el dossier de prensa que su propia secretaria le pasó a primera hora de la mañana. Las cosas se habían complicado porque el Cuqui resultó ser toda una celebridad, un auténtico icono de la cultura popular, como apareció en el periódico mas leído por la progresía del país. El Cuqui, ese despojo humano, cuando no estaba mendigando para conseguir un vaso de vino, escribía novelas policíacas, las novelas policíacas de más éxito en España y en parte del extranjero. Espinosa no podía creérselo, le parecía imposible, pero todos los indicios apuntaban en esa dirección. Por si había alguna duda el propio Sebastián de Miguel, el exquisito editor que había publicado todas las novelas de Cameron McCoy, el seudónimo que utilizaba el Cuqui para firmar sus obras, así lo confirmó en una multitudinaria rueda de prensa.
          De repente el asesinado no era un don nadie apelado el Cuqui sino un reconocido y afamado escritor llamado Cameron McCoy. Y si a la mayoría de la gente le traía al fresco que se descubriera al asesino del primero, todos los ojos del país iban a mirar en su dirección para comprobar cómo iban las investigaciones del asesinato del escritor, una auténtica gloria nacional, loado por críticos nacionales y foráneos que por fin había conseguido que la novela negra autóctona se codeara con lo más granado de la literatura policíaca internacional, sobre todo anglosajona.
          Había que joderse. Cameron McCoy, Cameron McCoy. Hasta ese día él pertenecía a esa escasa millonésima de ciudadanos que desconocía la existencia de un escritor llamado Cameron McCoy. ¡Como si él pudiera perder el tiempo leyendo libros! Cuando quería enterarse de alguna noticia veía el telediario, el de la Televisión Española, por supuesto, y no perdía el tiempo comprando un periódico ni, hasta ahí podíamos llegar, un libro. Y ahora, a dos años de la jubilación, un escritor de mierda iba a joderle después de muerto, como parece ser que hizo el Cid con los moros, aunque la cosa no fuese exactamente igual. Joder a un puñado de moros estaba bien pero que le jodieran a él, a él, al comisario Espinosa, era algo inconcebible. Dios, qué injusta era la vida.
          El problema estribaba en que no sabía ni por dónde empezar. No había ninguna pista y las que podían haber existido habían sido borradas cuando, creyendo que el Cuqui era un simple indigente, las habían tratado con la misma delicadeza que Bin Laden usaría con la cristalería bohemia de George Bush. Y por si no tuviera suficientes problemas con la prensa, los escritores (que pese a odiarse los unos a los otros hacían piña cuando se trataba de meterse con él) y la opinión pública, no había día en el que la secretaria del señor Gutiérrez de los Arcos (ya no era Paco, ahora era el señor Gutiérrez de los Arcos) no llamara para preguntarle cómo iba la investigación y recordarle que el Secretario de Estado se estaba impacientando cada vez más.
          Por eso cuando el inspector González Ojeda le transmitió sus sospechas desechó su primera intención, la de mandarle a tomar po’l culo, y le escuchó con una paciencia como nunca hubiera sospechado que era capaz de tener. O quizás no fuese paciencia, quizás se tratara, simple y llanamente, de que estaba desesperado. Además, muchos estudios y muchas zarandajas, pero en el fondo lo que su subordinado le había propuesto era lo que él había hecho toda su puta vida, buscar un culpable y presionarlo hasta que acabara confesando su delito. Es cierto que no estaba tratando con un chorizo de tres al cuarto, al culpable elegido por el inspector, el editor de Cameron McCoy, no podía tratársele como a él le gustaba, por decirlo suavemente, con total olvido de sus derechos constitucionales, pero estaba tan desesperado que hizo caso al inspector y dictó una orden de detención contra Sebastián de Miguel.
          Y funcionó. Increíble, pero cierto. Ni siquiera tuvo que ejercer sobre el sospechoso una presión moderada porque nada más tenerle enfrente de él en la sala de interrogatorios admitió que era el asesino del Cuqui, como si estuviese deseando proclamar a los cuatro vientos que él, y sólo él, era el responsable del trasvase a la realidad de las maquinaciones criminales ideadas en la ficción por el mendigo reconvertido en autor de género negro. Era, además, una auténtica confesión, no el delirio de un loco que quiere saltar a la fama. Les dio detalles que sólo conocía la propia policía y les indicó dónde había guardado la navaja asesina, que fue oportunamente requisada por efectivos del Grupo de Homicidios. Al final hasta Paco (ahora sí, ahora no era Don Francisco Gutiérrez de los Arcos sino el Paco de siempre) le llamó, en persona, para felicitarle. Sí, pensó el comisario Espinosa, las cosas no habían podido ir mejor, pero había una cosa que no dejaba de intrigarle. ¿Cómo adivinó el inspector González Ojeda quién era el asesino? ¿Acaso le había ocultado algún dato importante de la investigación? Parecía obvio, pero no tenía sentido ningunearle para posteriormente ofrecerle en bandeja el triunfo más importante de su carrera. No, no tenía ningún sentido, así que decidió salir de dudas y le preguntó directamente cómo había adivinado había llegado al convencimiento de que el editor era el asesino.
          --En realidad fue fácil, jefe --empezó a explicarle con una sonrisa en los labios que a su superior le pareció particularmente odiosa--. En primer lugar me basé en la personalidad del Cuqui. Pese a que todo el mundo confirmara, e incluso aportara datos suficientes para avalarlo, que se trataba de Cameron McCoy, yo no me lo creí. Admito que es una figura literaria muy atrayente, el marginal que tiene una doble vida como escritor de culto, pero no acababa de visualizarlo, no sé si me explico.
          "Ya sabe, jefe, que soy Licenciado en Filología Hispánica --su sonrisa se volvió aún más odiosa a ojos del comisario-- y debo añadir que siempre me han interesado los escritores minoritarios, marginales, aquellos que escriben su obra sin dejarse influenciar por las modas del momento sino imbuidos por la estricta necesidad de crear una obra personal. Por eso conozco perfectamente la de Sebastián de Miguel. El gran público le conoce tan sólo por su condición de editor, pero es también escritor, uno de esos autores exquisitos por minoritarios o minoritarios por exquisitos, usted ya me entiende, jefe --añadió con insólito optimismo--, y como conocedor de su obra enseguida llegué, tras compararla con la del mendigo, a la conclusión de que él, y no el Cuqui, era el hombre que se escondía tras el seudónimo de Cameron McCoy.
          "¿Lo va entendiendo, jefe? Sebastián de Miguel quería ocultar que él era Cameron McCoy, posiblemente por miedo o vergüenza de que se supiera que el más exquisito escritor nacional se dedicaba también a perpetrar historias de policías y ladrones y se inventó al Cuqui, para que así nunca se sospechara de él. Supongo que luego el montaje empezó a írsele de las manos y quizás el hecho de que su alter ego hubiese conseguido el éxito popular como escritor que él jamás había logrado con su propia obra y su propio nombre le cegó y le llevó a matarlo en lo que para él no era un asesinato sino el suicidio de su lado más oscuro e indeseado. Así de fácil, jefe. Caso resuelto.
          Durante unos segundos el comisario Espinosa fue incapaz de pronunciar ni una palabra. Estaba claro que los tiempos habían cambiado desde que a él le soltaron por las calles para que persiguiera a los delincuentes. Sí, las cosas habían cambiado y él estaba dispuesto a aceptarlo. Estaba dispuesto a aceptar, porque no le quedaba más remedio, que no había que maltratar a un acusado para conseguir su confesión. Estaba dispuesto a aceptar, porque no había más pelotas, que desde un laboratorio, examinando una cosa llamada ADN, se resolviera un caso. Incluso estaba dispuesto a aceptar, aunque le tocara los cojones, que tenía que inclinarse ante un juez y respetar los derechos de los delincuentes si no quería meterse en un lío, pero había cosas que no podía aceptar, y jamás podría aceptar que gracias al estudio comparado de la obra literaria de un imbécil otro imbécil hubiera conseguido desvelar la identidad de un asesino.
          El inspector González Ojeda estaba esperando una respuesta del comisario Espinosa y éste se la dio, vaya si se la dio. Dos hostias en todo el careto, una con la mano izquierda y otra con la derecha, para que ninguna se sintiese discriminada. Las dos hostias que más a gusto había dado en toda su vida. No sabía qué ocurriría al día siguiente, si le abrirían un expediente disciplinario o si, incluso, corría peligro su jubilación, pero en ese momento todo le daba igual. Hacía años, muchos años, que no se sentía tan bien como después de haber dado aquellas dos hostias tan merecidas.



CUANDO VENGAN LOS MÍOS (EDUARDO RODRIGÁLVAREZ)


Bilbao, 1960. Una cuadrilla de txikiteros más o menos chirene fantasea, mientras juega al mus, con la idea de atentar contra Franco, aprovechando una visita que, supuestamente, el dictador tiene previsto realizar a la basílica de Begoña. Sus conversaciones entre envidos y órdagos, copas de anís y carajillos, llegan a oídos de un grupo anarquista, que un buen día coloca sobre el tapete la bomba que podría trocar la fantasía en realidad. Poco después, uno de los miembros de la cuadrilla, precisamente el elegido para hacer estallar el artefacto, muere en atentado. El comisario pone al frente del caso al más novato de los inspectores a su cargo, recién llegado de Medina de Rioseco. Cuando vengan los míos es una novela negra con una trama intrincada y excelentemente trabada, anclada en pocos pero muy significativos hechos históricos y ambientada en un Bilbao que hoy, aunque no haya desaparecido, nos cuesta reconocer. Pero, además, es una novela de humor, aunque sea el humor amargo de los protagonistas, todos ellos perdedores, personas combadas por el peso de la vida o sobrepasadas por los acontecimientos.

Fecha de publicación 15 noviembre 2018
Páginas 296



viernes, 19 de octubre de 2018

PAN CON VINO Y AZÚCAR (CRISTINA ROMEA RAMÓN)


LA NOVELA: En mil novecientos noventa y siete, Mónica acude por primera vez a la consulta terapéutica del doctor Lluc. Desde hace seis meses, dejó su ciudad natal, Zaragoza, para trabajar con su amiga Sonia en Barcelona. El hecho de alejarse de sus padres, en especial de su madre con tendencia depresiva, le causó su primer episodio de ansiedad. En su terapia, Mónica nos irá desvelando su historia familiar, acercándonos a la vida de sus abuelos maternos. Sus costumbres y forma de ser, influenciados por una época de guerra y posguerra en zona rural fronteriza entre Castilla y Aragón, formaron su percepción carencial ante la vida. Las experiencias de sus abuelos marcaron el crecimiento de las siguientes generaciones, condicionando el presente emocional de Mónica.

LA AUTORA: Nacida en Sabadell (Barcelona), el 24 de octubre de 1971, actualmente reside en Vitoria-Gasteiz. Es autora de Realidades (2016), obra teatral de humor con componente psicológico y del ensayo titulado Actitudes Sociales. Pan con vino y azúcar es su primera novela.



martes, 16 de octubre de 2018

RELATOS DE LOS LUNES NEGROS: AGENDA


Pues sí que empezamos bien. La segunda entrega de los RELATOS DE LOS LUNES NEGROS la subo al blog un martes. Aunque me da en la nariz que nadie se ha dado cuenta, porque las ingentes misivas de desolación y protesta que esperaba no se han producido. Todo un golpe a mi vanidad de escritor, como para fiarme de vosotros.
De todos modos, como tengo buen corazón, os dejo este relato sobre un policía de un país muy lejano y una ciudad desconocida, así que no empecéis con suspicacias ni sospechas. Que os conozco.


AGENDA


            06.00 A.M.: Suena el despertador. Me levanto empapado en sudor aunque he dejado abierta la ventana del dormitorio. Aún así el calor se ha adueñado de la casa. Abro la ventana en vano, no hay ni una brizna de brisa. La ciudad, en agosto, es inhabitable, pero a mí me ha tocado joderme y trabajar como un cabrón. Soy nuevo en esta plaza, hace tan sólo tres meses que me han trasladado, y aunque ha sido un ascenso largamente perseguido me he encontrado con que aquí soy el último mono y no he tenido más remedio que aguantarme y quedarme chapando este mes.
            06.01 A.M.: Instintivamente miro el lado derecho de la cama, pero Sonia no está. Debo seguir dormido porque no recordaba que se ha quedado con los niños en el pueblo de sus padres. A mí me toca trabajar mientras ellos se pasan todo el día disfrutando en el río, junto a la chopera. Ése es el significado profundo de la institución familiar.
            06.03 A.M.: Por fin, la ducha. Cómo se agradece el agua. Dejo que fluya por todo mi cuerpo, refrescándome, devolviéndome la vida. Me siento renacer. Ahora sí que puedo decir que acabo de despertarme.
            06.22 A.M.: Todo en esta vida llega a su fin. También la ducha. Normalmente no suelo permanecer veinte minutos en la bañera, pero es que hace un calor insoportable y es donde mejor se está. Por mí me hubiese quedado ahí metido todo el puto día.
            06.23 A.M.: Mientras me seco el contacto de la toalla con mi verga me hace recordar la noche anterior. Estaba buena la brasileña, ¿o era colombiana? No lo sé ni me importa, el caso es que estaba muy buena. Eso sí que fue un polvo salvaje. Amo a Sonia y me vuelven loco los niños pero, qué cojones, todo el mundo tiene derecho a divertirse y estaba solo y surgió la oportunidad y... a la mierda con las explicaciones, soy un hombre y he tenido la ocasión, no es necesario darle vueltas al coco. Además, era gratis, invitaba la casa.
            06.24 A.M.: Pensando en la brasileña, o colombiana, he tenido una erección y he manchado la toalla. Bueno, no importa, a la lavadora y santas pascuas, toallas tengo de sobra. La verdad es que soy todo un tío, después de la noche que he pasado aún me quedaban reservas.
            06.26 A.M.: Mientras me afeito vuelvo a sentir cómo todos los poros de mi cuerpo se anegan con el sudor. Acabo de salir de la ducha y ya estoy congestionado de nuevo. Esta ciudad es una puta mierda, tengo que hacer lo que sea, lo que sea, para salir de ella. Es cierto que se cobra mucho más y que después de haber estado aquí me será más fácil ascender, pero no acaban de gustarme ni la ciudad ni sus gentes. En fin, si hago bien mi trabajo, y lo sé hacer, no será mucho tiempo el que pase aquí.
            06.34 A.M.: No hay nada como un café bien cargado para despertarme del todo. Mientras lo tomo sorbo a sorbo, plácidamente, pongo la radio. En la ciudad hace, a esta hora, una temperatura de 36 grados. Hubiera sido mejor no saberlo, oídos que no oyen corazón que no siente. No por no saberlo iba a dejar de hacer calor, sólo que el saber con toda exactitud cuál es la temperatura, ya sé que es absurdo, pero es así, me deprime aún más.
            06.40 A.M.: Hora de vestirse. Por mí no me pondría ni el calzoncillo, pero me temo que mis superiores no se tomarían con mucho sentido del humor el que apareciera en pelota picada por el despacho. Además, en algún sitio tengo que llevar la cartera y los útiles de trabajo. Me pongo la camisa hawaiana y el vaquero rojo. Realzan mi piel morena y mi espeso bigote negro. Tanto la camisa como el pantalón son superceñidos así que cojo la mariconera para llevar allí mis cosas. Me miro en el espejo. Pese al sudor que surca por mi frente estoy bien hecho. Soy todo músculo, puro macho. Me acuerdo de Sonia, pero está lejos, en el pueblo, disfrutando. Me acuerdo de la brasileña, o colombiana. Ella está aquí, en la ciudad, a mi disposición. Creo que voy a pasar una buena noche, aunque todavía esté empezando el día. Pensando en ello vuelvo a tener una erección. Me duelen los huevos dentro del pantalón ceñido, pero lo supero. En realidad, me encanta esa sensación.
            06.52 A.M.: Conduzco hacia el trabajo. La ciudad aún se está despertando. No están puestas ni las aceras. No sé si es cierto eso de que a quien madruga Dios le ayuda, pero yo estoy dispuesto a prosperar en mi trabajo. Todo por el bien de mi familia y por el mío propio, por salir de esta asquerosa y mugrienta ciudad.
            06.58 A.M.: Aparco el coche en el sitio que tengo reservado. Cuando salgo de su interior observo a la gente, aún poca, que transita por la calle dirigiéndose a su trabajo. Me siento el rey de la ciudad, aunque sea una ciudad tan repugnante y polvorienta como ésta.
            07.00 A.M.: Llego al trabajo. Algunos, los que dentro de poco van a finalizar su turno, me miran con asombroso, incapaces de entender que alguien sea capaz de llegar antes de tiempo, de renunciar a una hora de sueño, por hacer las cosas bien y prosperar. Ésos nunca llegarán a nada. La mayoría me saluda con respeto y temor. Es una sensación agradable.
            07.01 A.M.: El café de la máquina está asqueroso, como siempre, pero me sienta de puta madre. Tomármelo antes de entrar en faena es como un pequeño rito, y los pequeños ritos son los que consiguen que la vida sea un poco más agradable.
            07.05 A.M.: El jefe se asoma por la puerta de su despacho y me sonríe. Le hago una señal con el índice. Confía en mí y no le puedo defraudar. Es mucho lo que me juego.
            07.08 A.M.: Bajo las escaleras del sótano. A pesar del sofocante calor que asola la ciudad, allí siempre hace frío. Mejor así. Voy a encontrarme con el primer cliente del día y nada mejor que sentir un leve frescor mientras negocio con él. Le detuvieron ayer a la noche, antes de que me fuera, pero pese a ello tuve tiempo de darme cuenta de que ahí había negocio. Algunos cretinos lo llamarían instinto cuando en realidad tan sólo se trata de profesionalidad.
            07.18 A.M.: La charla no está dando los frutos que yo quería. Paciencia, todavía es pronto, antes o después cederá.
            07.25 A.M.: Después de todo, resulta que no tengo tanta paciencia. He agarrado al tipo por el cuello y le he atizado una patada en los cojones que ha tenido que dolerle un huevo, si se me permite la broma. Lástima que el capullo no tuviera sentido del humor y no fuera capaz de captar la fina ironía de mis palabras.
            07.27 A.M.: Al cabrón éste le va la marcha, así que he apagado mi cigarrillo en su ombligo. Me enfurezco, no me gusta desperdiciar un hermoso cigarrillo rubio de contrabando por culpa de un hijo de mala madre que se niega a colaborar, así que le pateo repetidamente el estómago.
            07.32 A.M.: Llamo al doctor porque no quiero que se me vaya de las manos. No, por lo menos, antes de que me diga todo lo que quiero saber.
            07.37 A.M.: El tío canta de plano.
            07.39 A.M.: Le parto la nuca con la porra, limpiamente. No me gusta ver cómo la celda se ensucia de sangre.
            07.41 A.M.: El camión de la basura, como llamamos entre nosotros al furgón que se ocupa de los cadáveres, se lleva el del tipejo. Calculo que dentro de un par de días alguien lo encontrará y al cabo de un mes la investigación subsiguiente se archivará bajo el epígrafe de crimen sin resolver.
            07.42 A.M.: De repente me entran unas ganas irresistibles de llamar a Sonia, pero me las aguanto. Aún estará durmiendo. Aquí el pringado que madruga para que a su familia no le falte un trozo de pan soy yo. De todos modos no me importa, cuando uno se casa y tiene hijos adquiere una gran responsabilidad y hay que saber asumirla, no como otros, demasiados, que después de dejar preñada a la novia la abandonan. Habría que pegarles un tiro a todos, por cerdos y cabrones.
            07.47 A.M.: El segundo café de máquina del día. Esta vez no me sabe tan horroroso. Llevo casi una hora en la comisaría y las cosas van saliendo. A ver si no se tuercen.
            07.49 A.M.: Se acerca el jefe y me pregunta cómo va todo. Le saco un café y le digo que bien. Empiezo a contarle cómo me ha ido en el interrogatorio, pero me interrumpe para decirme que le acompañe a su despacho. “Ahí podremos hablar con más tranquilidad”, añade.
            07.52 A.M.: Me parece increíble, pero creo que estoy haciendo unos progresos extraordinarios. Tan sólo llevo tres meses en esta ciudad y el propio mandamás me ha ofrecido tabaco. Parece una tontería, pero conociendo al jefe ese dato es importante. Observo cómo las extrañas formas que crea aleatoriamente el humo ascienden hasta el techo, mientras recibo una calurosa felicitación. Tengo ganas de contárselo a Sonia, estará orgullosa de mí.
            09.13 A.M.: De nuevo en la calle, donde se hace el auténtico trabajo policial. Siento cómo la adrenalina se extiende por todo mi cuerpo. La espera, la espera... Es lo peor de este trabajo, pero también lo mejor. Es como una droga.
            09.15 A.M.: Por fin puedo respirar tranquilo. La información que he obtenido del tipo era fetén, se estaba preparando un atraco. Acaba de aparecer un vehículo sospechoso junto a la joyería.
            09.18 A.M.: Los atracadores salen de su coche. Aguardamos a que entren en la joyería y les damos el alto. Alguien, tal vez yo mismo, no ha esperado a que se rindieran y ha iniciado el tiroteo. Los cinco atracadores han muerto. Uno de los dependientes de la joyería también. Mala suerte, estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado. Una mujer joven se pone a llorar como una histérica. Está maciza la cabrona y cuando gimotea se le mueven los pechos de un modo muy erótico. Me recuerda a la brasileña, ¿o era colombiana? Da igual, son todas lo mismo, unas zorras a las que lo único que les gusta es el folleteo. Pues conmigo van bien servidas. Tengo una erección que disimulo como puedo dando una patada a uno de los cadáveres. Eros y Thánatos, como estudié en el Bachillerato. Si es que lo tengo todo, hasta cultura.
            10.20 A.M.: De vuelta en comisaría el jefe me felicita.
            10.45 A.M.: No aguantaba más y he llamado al pueblo. He pillado a Sonia y los niños desayunando. Se lo cuento todo y recibo la enhorabuena de mi mujer. La noto, de todos modos, un poco angustiada, me dice que me cuide. Le contesto que esté tranquila, que no tiene que preocuparse por nada, que sé cuidarme. Es fuerte y ya sabía cómo iba a ser su vida cuando decidió casarse con un policía, pero la lejanía hace que se inquiete más de lo normal. Le digo que me pase con los niños. Mientras espero que se pongan oigo cómo le dice al chico que su padre es un héroe. El crío me lo repite entusiasmado. Luego me dice que ayer el abuelo le quitó las ruedas pequeñas a la bicicleta y que la maneja perfectamente. Se ha caído un par de veces y tiene una herida en la rodilla, pero no le duele y ya anda en bici con sólo dos ruedas, me repite muy ufano. Es un monstruo mi chaval. La niña no sabe aún hablar, pero repite incesantemente papá, papá, papá, papá. ¿Qué más se puede pedir?
            10.50 A.M.: El jefe me dice que acaba de llamar el Gobernador en persona para felicitarle por la operación y decirle que transmita a todos los hombres que han participado en la misma esa felicitación. “Creo que te corresponde a ti ese honor, ya que eres tú quien les ha dirigido”, me dice.
            10.54 A.M.: Hablo con los chicos y les transmito el mensaje del Gobernador. Todos aplauden.
            01.30 P.M.: Por fin he acabado el atestado. Ésta es la parte que menos me gusta del trabajo, la de plasmar por escrito todo lo ocurrido. Cambio tan sólo algunas cosas, las suficientes para hacer más comprensible el informe. Detalles sin importancia, pero que acrecientan la importancia de nuestra acción. Como tengo experiencia en estas lides solvento magníficamente el inconveniente del dependiente muerto explicando cómo los atracadores dispararon contra él a sangre fría, motivando nuestra posterior reacción.
            02.30 P.M.: Rueda de prensa del jefe en directo. Todas las emisoras locales de televisión y varias de ámbito nacional recogen sus palabras, en las que muestra su satisfacción por los resultados de la operación. La mayoría de los periodistas le felicitan, excepto uno, un tipo escuchimizado y con barba, un baboso en definitiva, que le pregunta insidiosamente si no hubiera sido posible evitar las muertes. Afortunadamente el jefe lleva su discurso muy bien preparado, gracias sobre todo a mi informe, y la cosa no pasa a mayores.
            03.15 P.M.: Como con el jefe en un restaurante del centro. Aire acondicionado, cocina exquisita, vasos de cristal labrado. No pagamos la comida ni las copas, por supuesto, es lo menos que se puede hacer por dos personas que abnegadamente arriesgan su vida para servir a los ciudadanos. La conversación es agradable e intrascendente, como se corresponde con el relajado ambiente del local, pero cuando estamos acabando el jefe me dice que está muy satisfecho con mi trabajo. “Si sigues así dentro de poco estarás haciendo cosas más importantes”, añade sonriéndome.
            06.25 P.M.: El periodista borde que intentó poner en un compromiso al jefe ya no volverá a hacerlo. Ha sido fácil y prácticamente sin violencia, tan sólo con la mínima necesaria. Le he seguido y cuando ha entrado en un bar a tomar un café le he vigilado, esperando el momento propicio. Nada más acabarse su bebida ha entrado al retrete y ahí ha sido mío. Lo único que he tenido que hacer ha sido agarrarle por los cabellos e introducir su cabeza por el hueco de la taza. Creo que he sido persuasivo. Sé que no nos denunciará, es imposible que lo haga, no me ha visto la cara, no sabe quién soy y, por otra parte, no le han quedado marcas, al menos físicas. Además, si en algo me precio de ser un experto, es precisamente en conocer a los hombres y ese tío era un cobarde que se ha cagado en el pantalón. Olía muy mal, pero a mí ese olor me ha sabido a gloria. Otro plumífero más que dejará de molestarnos.
            07.00 P.M.: De vuelta a comisaría le digo al jefe que a partir de ahora el periodista impertinente no volverá a incordiarnos. No se muestra muy eufórico, pero por sus palabras me doy cuenta de que está contento.
            08.10 P.M.: Tranquilidad. Desde que he regresado no ha habido apenas movimiento. Es una pena, pero no todos los días se detiene por casualidad a alguien de quien se puede sospechar que está preparando un golpe importante. De todos modos tampoco ha ido mal la tarde. He detenido a un camello de baja estofa, un colgao de mierda, y le he requisado la mercancía. Ni siquiera le he llevado a comisaría, no merece la pena, ¿para qué? ¿Para que posteriormente, tras dejarme los ojos redactando un farragoso y absurdo atestado, un juez sin dos cojones le suelte al de media hora?
            09.17 P.M.: La droga requisada al yonqui de mierda ha cambiado de manos y ahora tengo dos mil euros más en el bolsillo. Me encanta hacer negocios con El Pirao. Es un tío legal, aunque sospecho que se lleva el triple de lo que me paga a mí, pero así son las cosas del mercado libre. Además, sabe que si intenta engañarme o traicionarme lo va a pasar muy mal. No están mal los dos mil euros para una sola tarde. No me hacen rico, pero me vienen de puta madre. Este año Sergio empieza el colegio y Sonia quiere enviarle a uno muy elegante, uno de ésos en los que se estudia todo en inglés. Sí señor, el inglés es el futuro, y yo para mis hijos lo mejor.
            10.00 P.M.: Llamo a Sonia y le digo que la quiero. Luego hablo con Sergio y le digo que ya es hora de acostarse, aunque comprendo perfectamente que en verano y en el pueblo los horarios son diferentes. Después de hacer como que estoy pensándolo mucho le digo que sí, que puede quedarse a ver el concurso que dan por la tele. La peque, me dice Sonia, hace más de media hora que duerme como un angelito.
            11.37 P.M.: Otra vez sudando, pero ahora no me importa. La colombiana --porque es colombiana, no brasileña, al menos eso es lo que ella me ha dicho-- jadea como una perra y folla como una camada entera, pero yo sé responderla apropiadamente. Es imposible que sus orgasmos sean fingidos, nadie es tan buena actriz. ¡Dios, qué buena está! Ha sido impresionante y todavía nos espera más, mucho más. Esta ciudad sigue sin gustarme, pero tiene sus cosas buenas. Creo que la brasileña, aunque ella insiste en decirme que es colombiana para mí que es brasileña, y yo nos vamos a entender. Es cuestión de papeles. Si no quiere ser deportada a su país tendrá que acostumbrarse a mi diaria presencia.
            11.55 P.M.: Confirmado. La brasileña, o colombiana, es ilegal. Cuando le he dicho que en el futuro no va a tener que preocuparse más por ese detalle le han brillado los ojos y me ha hecho una mamada como nunca me la han hecho. Ésta es una de las cosas que más me gustan de mi profesión, el poder ayudar a la gente.
            06.00 A.M.: Suena el despertador. Me levanto nuevamente empapado en sudor, pero no me importa. Tengo que volver al trabajo. Como suele decir el jefe, el crimen nos espera y los ciudadanos tienen que saber que gracias a nuestro esfuerzo y dedicación están seguros. Sigue sin gustarme madrugar, pero lo hago con placer. Ayer las cosas rodaron muy bien y todo parece ir por buen camino. Quién sabe, quizás dentro de poco obtenga un ascenso y me destinen a la capital, donde están las auténticas oportunidades. Sonia y los niños se merecen lo mejor y yo estoy dispuesto a hacer lo que sea para proporcionárselo.




martes, 9 de octubre de 2018

FICHERO DE NOVELAS NEGRAS: 682.-LA HUELLA DE LA NOCHE (GUILLAUME MUSSO)

Título: LA HUELLA DE LA NOCHE
Título original: LA JEUNE FILLE ET LA NUIT
Autor: GUILLAUME MUSSO
Editorial: ALIANZA
Trama: La celebración del 50 aniversario de un elitista colegio de la Costa Azul francesa, en lugar de ser un motivo de celebración para tres de sus exalumnos lo es de preocupación, ya que se va a aprovechar esa efemérides para realizar obras en el colegio, lo que supondrá derribar un muro en cuyo interior se esconde un secreto relacionado con la desaparición de una antigua alumna, que puede acabar con sus carreras y llevarles a la cárcel.
Personajes: Thomas Degalais, exalumno del colegio hijo de los directores del mismo, afamado escritor que reside en Nueva York y estuvo enamorado de la joven desaparecida, Stéphane Pianelli, exalumno becado del colegio, de ideología izquierdista y que trabaja como perodista, Fanny Brahimi, reputada cardióloga, antigua amiga de la joven desaparecida que estuvo muy unida a Thomas, Maxime Biancardini, el mejor amigo en el colegio de Thomas, concejal y candidato a diputado, Annabelle Degalais, madre de Thomas, que oscila entre la frialdad y el cariño, y que oculta una historia que su propio hijo desconoce.
Aspectos a Destacar: El punto de vista del narrador, un antiguo alumno de uno de los más elitistas colegios franceses, que ve cómo puede tambalearse su vida y la de las personas a las que más unido se encuentra, sin poder hacer nada para evitarlo, aunque lo intente, mientras reflexiona sobre lo que ha sido su existencia, dentro de una intriga que no decae en ningún momento.
La Frase: Ya lo sé, estar enamorado no significa que se tenga derecho a todo. Ya lo sé, soy un capullo y todo lo que quieran llamarme. Pero, como la mayoría de las personas que están viviendo su primer amor, estaba convencido de que nunca jamás volvería a sentir algo tan profundo por nadie. Y en eso el tiempo, por desgracia, me acabó dando la razón.