En los últimos tiempos se han puesto de moda las novelas policíacas en los que el “detective” es un personaje histórico que, movido por las circunstancias, se ve obligado a investigar un crimen. Así, recientemente hemos podido leer obras protagonizadas por Charles Dickens, Edgard Allan Poe o Nicolás Maquiavelo. Daniel Stashower se ha unido recientemente a este club utilizando como personaje a un mago, un escapista, quizás el más célebre de todos los tiempos, El Gran Houdini, pero al revés que en otras novelas con protagonistas sacados de la realidad histórica, las de Stashower no son precisamente hagiográficas, su “héroe” no es el héroe sin tacha de las novelas de intriga que lo ve todo, lo sabe todo y lo soluciona todo y quizás sea ésa una de las mayores virtudes de esta novela.
Estamos en el año 1.897. Ehrich Weiss, un joven judío hijo de un rabino, intenta abrirse paso, a duras penas, como mago y escapista con el nombre artístico de “El Gran Houdini”, aunque sólo consigue trabajos en sórdidas ferias cuyas atracciones principales harían palidecer a “La parada de los monstruos”. Un día la policía requiere su colaboración, en calidad de experto en objetos usados para trucos de magia, ya que se sospecha que un magnate neoyorquino ha sido asesinado con uno de esos objetos. El joven Houdini no sólo les explica cómo funciona ese objeto sino que en su calidad de ávido lector de las historias de Sherlock Holmes decide que es él quien tiene que descubrir al asesino ya que la policía oficial, obviamente, no está lo suficientemente preparada para llevar a buen fin la investigación ni se encuentra a su altura. El hecho de que él no sea detective no le intimida ya que cuenta con su inteligencia y su imaginación para realizar la tarea que se ha encomendado.
Harry Houdini, como si de una parodia de su admirado Holmes se tratase, muy pronto demuestra ser un desastre. Arrogante, impulsivo, soberbio y con una tendencia congénita a meter la pata y culpar a los demás de ello, no parece avanzar en su investigación.
Afortunadamente este Sherlock tiene al lado a su propio Watson, su hermano Dash (desconozco si históricamente Houdini tuvo un hermano llamado así o es un homenaje a Dashiell Hammett, pero de no ser esto último merecería serlo), al que siempre le reprocha su falta de imaginación, pero que la suple con un alto grado de sensatez y de capacidad de observar lo que de verdad ocurre a su alrededor, con la consecuencia de que en esta novela será el émulo de Watson, y no el de Sherlock, quien descubra al asesino, para gozo de quienes creen que el buen doctor fue minusvalorado en las novelas de Conan-Doyle.
Estamos en el año 1.897. Ehrich Weiss, un joven judío hijo de un rabino, intenta abrirse paso, a duras penas, como mago y escapista con el nombre artístico de “El Gran Houdini”, aunque sólo consigue trabajos en sórdidas ferias cuyas atracciones principales harían palidecer a “La parada de los monstruos”. Un día la policía requiere su colaboración, en calidad de experto en objetos usados para trucos de magia, ya que se sospecha que un magnate neoyorquino ha sido asesinado con uno de esos objetos. El joven Houdini no sólo les explica cómo funciona ese objeto sino que en su calidad de ávido lector de las historias de Sherlock Holmes decide que es él quien tiene que descubrir al asesino ya que la policía oficial, obviamente, no está lo suficientemente preparada para llevar a buen fin la investigación ni se encuentra a su altura. El hecho de que él no sea detective no le intimida ya que cuenta con su inteligencia y su imaginación para realizar la tarea que se ha encomendado.
Harry Houdini, como si de una parodia de su admirado Holmes se tratase, muy pronto demuestra ser un desastre. Arrogante, impulsivo, soberbio y con una tendencia congénita a meter la pata y culpar a los demás de ello, no parece avanzar en su investigación.
Afortunadamente este Sherlock tiene al lado a su propio Watson, su hermano Dash (desconozco si históricamente Houdini tuvo un hermano llamado así o es un homenaje a Dashiell Hammett, pero de no ser esto último merecería serlo), al que siempre le reprocha su falta de imaginación, pero que la suple con un alto grado de sensatez y de capacidad de observar lo que de verdad ocurre a su alrededor, con la consecuencia de que en esta novela será el émulo de Watson, y no el de Sherlock, quien descubra al asesino, para gozo de quienes creen que el buen doctor fue minusvalorado en las novelas de Conan-Doyle.
Y todo ello con un gran sentido del humor y sin descuidar la intriga, una intriga en la que, al fondo, se encuentra la corrupción. Y es que en estos tiempos no hemos inventado nada, Stashower nos muestra cómo en el siglo XIX las obras públicas ya constituían un aliciente para que personajes sin escrúpulos intentaran enriquecerse rápidamente. Incluso aunque para ello fuese necesario llegar al crimen.
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