LA NOVELA: En el arranque de la novela, el narrador confiesa a su padre que, veinte años atrás, en las postrimerías del franquismo, alguien le pidió que trasladase en su coche a unos activistas de ETA. Comienza así un proceso de reconstrucción de las cosas que nunca se dijeron entre padre e hijo, las razones de sus desavenencias, lo que sus silencios pudieron ocultar. El hijo tiene un doble motivo para afrontar tal ejercicio de memoria: los médicos acaban de diagnosticar a su padre una enfermedad mental degenerativa, y este acaba de recibir una carta exigiéndole el pago del impuesto revolucionario.
Pero el padre ha comenzado ya a habitar ese territorio extraño en el que tiempo y espacio son paulatinamente conquistados por las huestes del reino del olvido. Y en cuanto al mundo de la violencia, pronto comprueba que, para alejarse de él, desear hacerlo puede no ser suficiente.
El narrador va hilvanando así el recuerdo siempre imperfecto de los hechos y de los silencios que han marcado la vida entre padre e hijo, su desarrollo en la memoria y, sobre todo, su incidencia moral en el presente y en la relación entre ellos.
La novela, a través de la confesión que el narrador hace a su padre, recorre unos años cruciales de nuestra historia, desde la agonía de la dictadura a los primeros 90 del siglo pasado, una época que aún nos interroga a todos –y nos interrogará aún largamente– sobre nuestras opciones en determinados ámbitos de nuestra vida, muy especialmente en el de las elecciones morales.
EL AUTOR: Anjel Lertxundi (Orio, 1948) es licenciado en Filosofía y Letras por las universidades de Valencia y Roma.
Obtuvo el Premio Euskadi de Literatura, principal galardón de las letras en euskera, en el año 1999 por la novela Argizariaren egunak, publicada en castellano con el título Los días de la cera (Alfaguara, 2001). En 1994, fue finalista del Premio Nacional de Literatura en la modalidad de narrativa con la novela Otto Pette, publicada en castellano con el título Las últimas sombras (Seix Barral, 1996; Alberdania, 2007) e incluida en la edición española de 1001 libros que hay que leer antes de morir (Peter Boxall y José-Carlos Mainer). Obtuvo, asimismo, el Premio Nacional de la Crítica en 1983 y en 1991), y, en reconocimiento a su trayectoria literaria, ha sido galardonado con el Premio Rosalía de Castro.
Artículo publicado en el periódico El Correo el 9 de junio de 2011. Redactora: Elena Sierra Hacía 15 años que Anjel Lertxundi tenía escritas unas notas para el principio de la historia que ha terminado siendo Los trapos sucios (Alberdania), la última ficción del oriotarra, que el año pasado ganaba el Premio Nacional de Ensayo con Vida y otras dudas. Las notas se quedaron en un cajón hasta que hace un par de años encontró la manera de darles continuidad, lo que estaba buscando. Una persona muy cercana, casi de mi edad, empezó a sufrir alzhéimer. Imaginar un personaje que tuviera esa pérdida de memoria era lo que necesitaba para continuar la historia inicial, describe el autor.
Esa realidad se transforma en el padre del narrador, un chico débil que no sabe decir que no y actúa según se dan las circunstancia». Es a su vez la pared del frontón en la que rebotan las palabras de ese protagonista joven. No habla, no reacciona a lo que el hijo cuenta sobre un momento clave de su vida, así que el personaje principal puede desahogarse a gusto. No solo es un relato oral, sino escrito. Y la situación de su padre le sirve para volver a hacerse preguntas, un vicio que ya había dejado de tener.
Mientras se responde, va aclarándose a sí mismo parte de su historia. Su terrible relación con el padre -un franquista convencido en una época en la que ya se vislumbraba el cambio con todas sus expectativas y todas las frustraciones que vendrían-, su deseo por una chica colaboradora de ETA, su trabajo como periodista. También el peso de la religión: La ideología religiosa fue sustituida por otra que tenía la misma base y esa sublimación creó otras obsesiones. Y la cuadrilla, aunque sea de refilón. Yo les digo a mis amigos que faltan estudios sociológicos sobre esta institución que busca más fidelidad que el matrimonio, se ríe Lertxundi.
El protagonista escribe un ejercicio de autocrítica que no surge del presente desde el que narra, sino que es previo, viene desde que tomó parte en la acción que describe. Esa acción es ayudar a escapar a dos terroristas de ETA, la misma banda que le exige a su padre el impuesto revolucionario. No era algo extraordinario en su época, lo extraordinario es lo que genera en su conciencia. Desde el momento de decir sí ya está dudando de la razón de hacerlo. Y su participación en aquello es algo que no podrá olvidar. Me interesaba narrar ese devenir de la conciencia del personaje, los flujos de recuerdos y reflexiones al respecto. Por eso hay saltos en el tiempo y en el discurso, en esa necesidad de entenderse a sí mismo. Eso marca el ritmo de la novela, muy reflexiva, escrita en un estilo más conciso, directo y de impacto que otras. Quería cambiar de registro.
En la huida se produce un tiroteo, y una nueva escapada. Pero eso está ya en los márgenes de la narración, no es lo que el protagonista quiere contar. Esas son las posibilidades que le dejo al lector para que imagine lo que habría sucedido. El narrador avanza en su propia reflexión. Sobre los héroes que no lo son tanto, los objetivos, los motivos y lo que se debe hacer porque es lo que se espera de ti. El protagonista habla de ser partero de la Historia y de dar sentido a la vida, dos ideas muy de la época. Es el reflejo de una generación, dice Lertxundi; aquella que en el cinefórum encontraba una válvula de escape a la agobiante realidad y terminaba discutiendo de todo menos de la película en debates potentísimos.